Crane Brinton es un autor clásico de la sociología e historia de las revoluciones sociales, tema que abordó con un enfoque comparativo en su libro Anatomía de la revolución (1938). El libro incluye un capítulo muy sugerente titulado “La hora de los moderados”, donde plantea que en tiempos de confrontación y polarización social (típico de las revoluciones) se forman dos polos extremos, radicales en sus planteamientos; típicamente los revolucionarios y quienes por alguna razón se oponen o critican ese proceso, tildados genéricamente como contra-revolucionarios por quienes se consideran revolucionarios.
Es un diálogo (de sordos, en realidad) donde no prevalecen las razones, los argumentos y la sensatez, sino los insultos, descalificaciones, epítetos, amenazas y acusaciones mutuas. Los radicales de cada bando, apunta Brinton, tienen una fe en sí mismos y en su causa que les permite vencer a la mayoría inerte y pasiva. De hecho, para mantener su presunta pureza moral, estos grupos continuamente purgan a todo elemento que no coincida plenamente con sus dirigentes. Su espíritu de partido los hace buscar el permanente enfrentamiento entre clases, nunca la reconciliación. La dinámica revolucionaria fomenta más esta confrontación, la ruptura del diálogo y la descalificación (y en el extremo, persecución) de quienes osan discrepar con el nuevo movimiento renovador. Ese proceso no es propicio para el diálogo civilizado, la búsqueda de puntos de coincidencia, la tolerancia hacia los adversarios, la negociación o el acuerdo, todo ello propio de la democracia. En cambio, prevalece entre los radicales la cerrazón, la imposición y la execración de los opositores y críticos de su bando.
Entre esos dos polos, que en tiempos de confrontación concentran a la mayoría de la población políticamente movilizada, se hallan algunos grupos que se ubican más al centro de esa gama: los moderados. Algunos de ellos simpatizan con la revolución, pero aceptan que tiene ciertas fallas o errores, y lo expresan. Otros esencialmente se oponen a la revolución o a la forma en que está siendo llevada por sus líderes, pero pueden reconocer muchas fallas del antiguo régimen, y también que algunas propuestas revolucionarias son deseables, siempre y cuando se apliquen bien. Incluso pueden aceptar algunos de los éxitos o aciertos de la revolución, cuando los encuentran. Los moderados, destaca Brinton, no creen que el mundo y la gente cambiarán por su mera voluntad, sino mediados por el sentido común, algo que desaparece en estos periodos.
Aclara el autor, sin embargo, que justo por estar en medio de un ambiente polarizado, las argumentaciones de los moderados (de uno y otro lado) pierden influencia. La mayoría del pueblo involucrado (tanto a favor o en contra de la revolución) tiende a ver las cosas de manera maniquea, sin matices ni puntos intermedios: o se está con la revolución o se está contra ella, sin excusas ni reservas.
Así, cada bando radicalizado ve a sus respectivos moderados como tibios, poco comprometidos con la causa que defienden, e incluso traidores a ella. Los moderados prorrevolución que reconozcan algún error o falla de ese movimiento, fácilmente podrán ser tildados de contrarrevolucionarios enmascarados; se dirá que han claudicado o sido sobornados por los adversarios. Los moderados antirrevolucionarios, al aceptar algunos avances reales o metas deseables de la revolución, serán acusados igualmente por los radicales de su propio bando como oportunistas que se quieren alinear con el poder revolucionario, o que han abjurado de sus convicciones críticas hacia ese movimiento.
El caso es que los moderados, tanto pro como anti revolución, quedan mal con los dos extremos políticos, así como con la mayoría del pueblo enardecido, fanatizado, cerrado en sus propias convicciones sin concesión. Además, sus argumentos son más sofisticados que los de ideólogos y voceros de los respectivos radicales, por lo que sus razonamientos suelen ser más informados, matizados, con mayor complejidad argumentativa y lógica, de modo que no son fácilmente comprendidos por ese mismo público. Y bastará con un argumento discordante de la posición respectiva para descalificarlos como adversarios, por más que esencialmente puedan estar a favor o en contra del movimiento, según el caso. Por tanto, concluye Brinton, los moderados son vapuleados de un lado y otro, y sus complejos argumentos y matices pierden capacidad de influir sobre los radicales o sobre el conjunto del pueblo enardecido.
Aunque en México no estamos en medio de en una típica revolución social (como la francesa, la mexicana, la rusa, la china, la cubana, etcétera), el partido oficial sí tiene la pretensión de vivir una, por más que no haya llegado al poder por la vía armada. Y de ahí el discurso polarizador y binario del presidente López Obrador, que descalifica y estigmatiza a sus críticos antes que oírlos, dialogar con ellos, buscar puntos en común o intercambiar ideas y argumentos. De ahí, también, que quienes se hallan en el centro del espectro, apoyen o critiquen a AMLO, sufran el fusilamiento discursivo de ambos polos; de los suyos, por no ser firmes y determinantes en sus juicios y defensa del movimiento en cuestión (o bien críticos sin miramientos) y de los contrarios, precisamente por ser identificados justamente en el bando adversario.
Al recibir descalificaciones y reclamos de ambos extremos simultáneamente, algunos de los que se encuentran más cerca del centro optan por agregarse al polo más cercano a sus convicciones, abandonando gradual o abruptamente el centro donde se hallaban. Otros prefieren seguir expresando lo que piensan, al margen de quién pueda estar de acuerdo con ellos. Quedar entre dos fuegos y con menos influencia argumentativa es el costo de la moderación y la congruencia en tiempos de confrontación, como los que vivimos ahora en México.
Profesor afiliado del CIDE.