Una de las aproximaciones más sugerentes al fenómeno de la inmigración —me niego a calificarlo de problema— la hallé hace años en un ensayo de Hans Magnus Enzensberger. Con su habitual agudeza, el escritor alemán describía la reacción de las sociedades receptoras a la llegada de personas foráneas mediante una fábula de ambientación ferroviaria que relataba más o menos así. Un sujeto sube a uno de aquellos trenes de larga distancia habituales en el siglo pasado y al llegar al compartimento indicado en su billete descubre con alegría que está vacío. Él solo ha adquirido el derecho a ocupar durante el viaje una sexta parte del habitáculo, pero al ser el único viajero tiene la posibilidad de sentarse donde le plazca, tumbarse a lo largo en una fila de asientos o dejar el equipaje a su lado, sin subirla al portamaletas; puede incluso comer a sus anchas el bocadillo que ha traído, sin que nadie le observe o le incomode.
Esa privilegiada situación en el compartimento —sobre el que tiene solo un derecho de uso fragmentario, no lo olvidemos— se ve alterada cuando, unas estaciones más adelante, llega otro viajero con su billete. El primer ocupante, relata Enzensberger, no puede evitar una reacción de disgusto ante la irrupción del intruso. Pese a ser consciente de que esa persona tiene tanto derecho como él a estar en el habitáculo, su sensación es que el recién llegado ha alterado el ámbito vital que gozaba, limitando el disfrute de un espacio que había llegado a considerar privativo. Entonces, mientras saluda con desgana al recién llegado, se ve obligado a subir su equipaje al portamaletas y a sentarse en la plaza asignada.
No obstante, con el paso de las horas y el roce —al fin y al cabo, somos seres sociales— los dos viajeros establecen una relación de confianza que les permite acomodarse y disfrutar holgadamente del espacio compartido. Es probable que conforme el tren avance, otras personas suban al vagón y descorran la puerta del compartimento. Es seguro también que entonces los dos viajeros primeros, habituados ya a convivir, los recibirán con fastidio compartido y hasta hosquedad, remoloneando a la hora de dejarles sitio. Una reacción que se irá acentuando hasta el rechazo para la última persona que llegue al compartimento: todos los ya acomodados considerarán oprobioso tener que compartir con ella el espacio que quedaba.
No dejan de ser sugerentes las reflexiones que de la parábola se derivan sobre la condición de recién llegados que nosotros o nuestros ancestros hemos tenido en algún momento o lugar, y de los precarios derechos que adquirimos sobre unos territorios en los que estamos y vivimos de paso. Tales consideraciones, sin embargo, no parece que se apliquen a los discursos y a las políticas de inmigración vigentes, donde sobra demagogia o angelismo mientras escasea el pragmatismo y la comprensión. En el foro político, y también en la calle, la discusión se centra en el supuestamente excesivo flujo de entrada de inmigrantes en nuestro país y en la forma de controlarlo o de ponerle freno, que no es ni implica exactamente lo mismo.
Resulta inevitable que así suceda cuando la cuestión se agita ideológicamente tanto en los Estados Unidos de Trump como en Europa. Pero al mismo tiempo se echa en falta, sobre todo en España, un debate riguroso acerca de las políticas de integración de los inmigrantes, o más bien sobre su ausencia. Es decir, sobre la forma en que acogemos y acompañamos en nuestra sociedad a las personas que han logrado traspasar las fronteras y concertinas que les oponemos. Me refiero en concreto a las que proceden de África y Oriente Próximo, y más específicamente a las que profesan la religión islámica o son tributarias de su cultura. Si logran superar nuestras fronteras, les concedemos (¿resignadamente?) el derecho a empadronarse y a acceder a nuestra sanidad, educación y servicios sociales. Y si son menores de edad, quedan tutelados y mantenidos por las instituciones autonómicas hasta que cumplen los dieciocho años.
A partir de ahí, la atención del Estado a esas personas se reduce al control administrativo de su extranjería, sin que existan unos protocolos definidos y robustos para ayudarles a insertarse, con derechos y deberes, en la sociedad que los ha recibido. Exceptuando algunos limitados programas autonómicos y municipales, queda en manos de diversas entidades sociales la tarea de orientarlos, enseñarles el idioma y socializarlos. Todo ello sin apenas ayuda oficial y supliendo con buena voluntad la ausencia de recursos adecuados.
Únicamente quien se acerque los locales de esas entidades podrá sorprenderse de que una mujer marroquí o argelina que lleva más de una década residiendo aquí sea incapaz no solo de reconocer una palabra común en castellano sino de articular la frase más simple. Lo cual indica que en ese tiempo entre nosotros ha vivido confinada en su comunidad, hablando su lengua y sin establecer relación alguna fuera de ella. Algo parecido puede decirse de los chavales tutelados que, al cabo de meses e incluso años de residir en una ciudad española, apenas conocen de ella el parque donde se reúnen y socializan entre sí, no digamos ya de nuestra cultura y valores, excepción hecha del fútbol.
La indiferencia que mostramos hacia esas sombras que pasan junto a nosotros hablando en su idioma troca en inquietud y alarma cuando surge un momento Ripoll y nos preguntamos cómo es posible. Sin embargo, muy poco o nada se ha hecho para integrar —en el buen sentido de la palabra; es decir, acercar, acoger— en la sociedad doméstica a los llegados; y no parece que la tendencia vaya a cambiar. Ahí está la inconcebible demora en distribuir en la península los más de cuatro mil menores hacinados en Canarias o el discutido acuerdo entre el Gobierno y Junts sobre delegación de competencias de inmigración a Cataluña, que será pronto reclamado por otras comunidades autónomas. Un acuerdo que es discutible por distintas razones, todas de calado: por parcelar territorialmente una cuestión que requiere una mirada de conjunto, por estar centrado de nuevo en el control y la expulsión y, lo que no es mejor, por incorporar un inequívoco propósito de asimilación etnicista por parte del partido de Puigdemont.
Entretanto, quienes deciden las políticas migratorias y los funcionarios que las ejecutan seguirán si acercarse a los barrios donde se concentran esos prójimos inmigrantes para conocer cómo viven y preguntarles, mirándolos a los ojos, por qué han venido, cómo consiguieron llegar y, sobre todo, cuáles son sus sueños y sus expectativas en nuestra sociedad. Como hacen, con medios precarios, los miembros de las oenegés y los servicios sociales de base que trabajan con ellos, siempre reclamantes y casi nunca escuchados.
Mientras no se preste al acogimiento e integración de estas personas el mismo énfasis que se dedica al vano intento de frenar su entrada, seguiremos reproduciendo indefinidamente el primer instante de la parábola del vagón ofrecida por Enzensberger, el de la desconfianza, sin dar paso al momento del reconocimiento mutuo y de la convivencia dentro de los valores que rigen en el tren donde todos somos viajeros precarios.