La libertad de estar “equivocado”: la única ventaja real de la democracia

Deberíamos abrazar la libertad de pensar lo que queramos, y de decir lo que queramos (por extraño que pueda parecer a los demás).
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Coincidieron varias cosas. Un amigo me envió un post de N S Lyons. Luego, de forma independiente, se produjo una breve conversación en Twitter sobre las estadísticas que muestran que los jóvenes actuales obtienen casi toda su información en las redes sociales, mientras que los mayores confían (como hacían en el pasado) en la televisión. Y, por último, y quizá para este post lo más importante, lo que últimamente vengo pensado sobre esta pregunta: ¿Cuál crees que es la principal ventaja de la democracia frente a la dictadura?

Permítanme empezar por la número 3. Tras pensarlo un rato, mi respuesta fue: la libertad de leer y escuchar lo que quiera, y de decir lo que quiera. Y me parece que eso es todo. No creo que la democracia conduzca a un mayor crecimiento, a menos corrupción o a menos desigualdad. No hay pruebas de ninguna de esas cosas. Por decirlo quizá con demasiada fuerza, creo que la democracia no tiene ningún efecto sobre ningún fenómeno social real, pero sí permite a la gente, a nivel puramente personal, sentirse mejor al acceder a información más diversa, y expresar cualquier opción que tenga. (Nótese que esta libertad solo se aplica a la esfera política, no al trabajo, que en las democracias capitalistas opera de manera dictatorial.)   

Pero en los últimos tiempos esa definición de la ventaja de la democracia ha estado bajo el ataque de gente que piensa que las redes sociales conducen a las “noticias falsas”, la fragmentación de la opinión pública, la polarización de la política y todo tipo de fenómenos nocivos. Y luego pintan un mundo de fantasía en el que todo el mundo está de acuerdo en todas las cuestiones y defiende los valores liberales en los que cree. Para mí, eso es precisamente el debilitamiento o la destrucción de la parte más valiosa (o la única valiosa) de la democracia.

N S Lyons cita extensamente al filósofo político polaco Ryszard Legutko, que equipara el proyecto liberal moderno con el proyecto comunista. Y, en efecto, las similitudes son grandes. En ambos casos, se supone que una determinada visión del mundo se basa en la comprensión científica de cómo funciona el mundo, y todos los que no lo ven de esa manera deben ser “reeducados” o, si se aferran obstinadamente a puntos de vista erróneos, considerados moralmente defectuosos. Así pues, el desacuerdo es con las personas que son cognitiva o éticamente deficientes.

Escribo esto como alguien que cree en la Ilustración y en el crecimiento económico. Pero no creo que la gente vaya a tener nunca la misma opinión sobre cuestiones clave que tienen que ver con la organización de las sociedades. Siempre habrá importantes diferencias de valores y orígenes. Cualquier intento de imponer tus puntos de vista que no sea a través del debate (sin pensar seriamente que se tendrá éxito, véase mi post aquí), o de considerar a los demás “moralmente equivocados” si no están de acuerdo, no solo está destinado al fracaso. Es un error. La segmentación del espacio para el discurso público no es meramente inevitable; es, en conjunto, algo bueno. Entre la uniformidad de opinión que se impone a través del control de los medios de comunicación (personificada por la televisión) y la pluralidad, o incluso la multitud infinita, de puntos de vista que ofrecen los ecos de los medios sociales, hay que elegir lo segundo.

No debemos tener miedo a la polarización y al desacuerdo. Son mucho mejores que la unanimidad. Ahora bien, no me estoy refiriendo aquí únicamente a la unanimidad forzada que se deriva de tener un solo periódico y un solo canal de televisión (me recuerda a un viejo chiste comunista. “Acabamos de introducir el segundo canal. ¿Qué hay en el segundo canal? Un funcionario del KGB que dice: “Y a usted, camarada, parece que no le gusta el primer canal…”), sino la uniformidad que proviene del actual proyecto liberal.

Recuerdo que en los años noventa, una amiga holandesa me señaló a mí, el pagano, las ventajas de la democracia holandesa y la calificó de “vibrante” (por oposición a la unanimidad forzada). Pero cuando Geert Wilders y gente como él aparecieron en escena, mi amiga ya no pensaba que fuera tan “vibrante”. Resulta que para ella “vibrante” significaba que todo el mundo estaría de acuerdo con sus creencias fundamentales y que la disputa debería centrarse en asuntos totalmente periféricos. Ella representaba el pensamiento único que siguió a la caída del comunismo, cuando la visión liberal del mundo y la economía neoliberal se consideraron “normales” y de “sentido común”, no una ideología.

Esto fue rudamente desafiado por el islam (que de manera comprensible en muchos temas tiene una visión totalmente diferente), por la crisis financiera de 2008, por el Sonderweg de China, el ascenso de las democracias iliberales, la presidencia de Trump y luego 75 millones de votos, el abrazo de Rusia al euroasianismo. Es evidente que no refleja las realidades actuales.

La ideología liberal expansiva crea conflictos innecesarios al insistir en que en todas las cuestiones políticas y sociales importantes la gente debe compartir la misma opinión, y al denigrar a quienes no lo hacen. Muy a menudo sueñan, sobre todo si son mayores, con el regreso de un mundo de tres canales de televisión estadounidenses y dos semanarios que tuvieran siempre las mismas noticias y la misma portada. Esto, se supone, creó un consenso de gente sensata. Pero lo hizo solo porque los demás no podían opinar. Ese mundo, creo que afortunadamente, nunca volverá porque internet lo ha hecho imposible. Pero en lugar de pensar que eso es algo negativo, deberíamos abrazar la libertad de pensar lo que queramos, y de decir lo que queramos (por extraño que pueda parecer a los demás). Porque probablemente esa es la única ventaja real de la democracia.

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en Substack del autor.

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Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).


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