Allison Solano ve pasar una multitud morada que grita consignas y toca timbales en la calle, frente a la Alameda de la Ciudad de México. La joven de 18 años contempla la marcha por el Día Internacional de la Mujer desde su trinchera: una enorme canasta llena de botanas callejeras que hace no mucho empezó a vender los fines de semana.
“Me gustaría estar ahí con ellas porque el machismo me quitó a mi mamá hace 15 días, pero tengo que trabajar para ganar dinero y por eso protesto desde acá”, dice, mientras señala un cartel hecho por ella, pegado al frente de la cesta rebosante de palomitas, chicharrones y papas fritas: junto a la foto de su mamá en vida, sonriente, escribió: #JusticiaParaNallelySolano y #NaucalpanFeminicida.
A la madre de Allison la asesinó su padrastro en Naucalpan, Estado de México. La mató, la descuartizó y esparció los restos de su cuerpo en coladeras y terrenos baldíos de la colonia donde vivían. Desde entonces, en su apenas cumplida mayoría de edad, la joven ha tenido que enfrentar sola un proceso legal para esclarecer el feminicidio de su madre.
“Ya solo me queda mi hermano de 17 años, con quien vivo y quien depende de mí. También tengo a mis abuelitos, pero son muy mayores de edad. Mi mamá era el único sustento económico que teníamos, así que ahora todo está sobre mis hombros y tengo que ganarme la vida vendiendo esto”, asegura Allison, con la mirada lúgubre de la gente que aprende de grandes dolores desde muy joven.
Al día de hoy, ella está segura de que la familia de su padrastro busca que se le exonere del asesinato, alegando que “padece de sus facultades mentales”. Eso, dice Allison, es mentira. “Él perfectamente sabía lo que hacía cuando la mató. Tan fue así, que levantó un acta por la ‘desaparición’ de mi mamá cuando empezamos a buscarla desesperadamente. Ya tenía su coartada para no parecer culpable, pero terminó reconociendo ante las autoridades lo que hizo. De loco no tiene nada.”
Han sido días oscuros para Allison y lo que queda de su familia. Ella estudia la preparatoria durante la semana, vende frituras sábados y domingos –en esa misma esquina de la Alameda, junto al Hemiciclo a Juárez– y pronto debería entrar a la universidad, pero dice que eso es impensable en este momento. Lo único que quiere es hacer pagar a su padrastro por el crimen contra su madre.
El hombre se encuentra en prisión preventiva, pero ella insiste en que la familia de él no va a parar hasta salvarlo de la condena. “No me queda más que seguir alzando la voz de alguna forma”, concluye.
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Humo y flores sobre metal
El contingente avanza entre consignas contra el presidente López Obrador, vidrios rotos por doquier y el retumbar de petardos en el fondo. Casi desde su inicio, esta marcha del 8M se ha llevado a cabo entre humo y hordas de mujeres policías equipadas como si pertenecieran a un escuadrón de granaderos.
En un año con menos participantes en la manifestación, a causa del miedo por contagios de covid-19, se percibe un mayor asedio policial. Poco después de que saliera el primer contingente del monumento a la Revolución, a la 13:30 horas, ya había reportes de mujeres encapsuladas por agentes de seguridad y del lanzamiento de gases cerca del metro Hidalgo.
Para cuando la segunda ola de la protesta comenzó a marchar hacia el Zócalo, ya se hablaba de varias lesionadas. Según Marcela Figueroa, encargada de la Subsecretaría de Desarrollo Institucional de la Secretaría de Seguridad Ciudadana (SSC), hubo 20 mil asistentes al evento y resultaron heridas en las refriegas 62 policías y 19 civiles.
Sin importar la hora ni el punto de la marcha, la zozobra ha sido factor común. Entre los intentos iniciales de cerrar el acceso al Zócalo, la amenaza de choques frontales severos, las afrentas de hombres que eventualmente se acercan a intimidar a los contingentes y los múltiples destrozos que siempre enardecen ánimos, todo es incierto.
Tras mucha presión, el Zócalo finalmente abre y miles de mujeres lo ocupan en avalancha. Ha sido una de las pequeñas grandes victorias de la tarde. La siguiente meta es clara: derribar la muralla metálica que desde hace días las autoridades mandaron instalar frente a Palacio Nacional, para evitarle pintas y maltratos.
La decisión de colocarla fue ampliamente descalificada, incluso en otras partes del mundo. Los mensajes previos de López Obrador, respecto de que la muralla era para “proteger y evitar provocaciones”, tampoco ayudaron. El domingo 7 de marzo, en vísperas de la protesta, cientos de mujeres intervinieron el cerco, escribiendo en él nombres de víctimas de feminicidio, poniendo flores y haciendo videoproyecciones de denuncia por la inacción estatal ante la violencia de género.
Durante la pandemia, la violencia hacia las mujeres aumentó al interior de los hogares mexicanos. Más allá incluso del bien sabido y cruento dato de que 10 mujeres son asesinadas al día en el país, cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) aseguran que los feminicidios se han duplicado en número del 2015 a la fecha. Esta cifra solo toma en cuenta los casos tipificados como feminicidios, pero se sabe que hay muchas más mujeres que mueren en dichas condiciones sin que se les contabilice.
La valla alrededor de Palacio Nacional, para muchas, ha sido la demostración de que las razones por las que salieron a manifestarse son reales. Durante el 8M, cayeron al menos siete bloques de esa muralla. Los tiraron las manifestantes luego de horas de forcejeo, fuego de sopletes caseros y hasta bombas molotov. La resistencia de ambas partes fue constante. El humo asfixiante, el interminable tronar de artefactos y hasta el asedio de tiradores que buscaban inmovilizar drones mediante el uso de rifles desactivadores, también.
Furia y silencio
Conforme la tarde se afianza sobre el Zócalo, Miriam Palmeros se va quedando más y más callada. De pie, junto a una pancarta enorme con la imagen de su hija desaparecida y un letrero de “Se busca” en letras rojas, la mujer permanece por un buen rato con la vista fija en el caos que ocurre frente a Palacio Nacional.
“Ella se llama Jael Monserrat Uribe Palmeros, tiene 21 años y no sabemos nada de su paradero desde julio del 2020. Una tarde se subió a un auto en Iztapalapa, siguió mandándome mensajes de sus ubicaciones y de que estaba bien y a salvo, y luego se esfumó”, asegura Miriam, con la mirada medio muerta.
Jael Monserrat dejó a dos hijos pequeños, de dos y cuatro años de edad, que preguntan por ella con frecuencia. Lo que más llena de rabia a su madre es que quien se la llevó era alguien de su absoluta confianza, y que al parecer las autoridades pudieron estar coludidas en su desaparición, porque los policías de investigación que le asignaron desaparecieron pruebas fehacientes para encontrarla: parte de la carpeta de investigación, el video obtenido por cámaras del C5 donde se ve el vehículo al que la joven subió, y hasta un chip telefónico con información importante para la búsqueda.
La madre asegura que no ha parado de exponer el caso de su hija en la Ciudad de México y en otros estados, y que incluso ha recibido amenazas directas que incluyen información de la carpeta de investigación que, supuestamente, es confidencial.
“Esta es la primera vez que salgo a una marcha del Día de la Mujer, y lo hago con mucho coraje e impotencia. Muchas veces la situación me rebasa y me quedo pensando, reflexionando, como en el limbo. Luego me acuerdo de lo que nos hacen todos los días y me dan ganas de romperlo todo. Cuando te roban a una hija se llevan con ella el miedo de que algo te suceda si sigues buscándola”, asegura, mientras varias bengalas con chispas moradas se estrellan contra la valla metálica que muchas siguen intentando derribar.
A su lado, Ana N. (pidió ocultar su nombre verdadero por razones de seguridad) grafitea el piso con un aerosol blanco y escribe “ESTADO FEMINICIDA”. Ella viene con un colectivo de chicas de su preparatoria y dice que su razón para salir a marchar este año, a pesar del miedo que tiene de contagiarse de covid, es que de pequeña fue víctima de una violación y una tía suya, de feminicidio.
“Estoy aquí por todas las que no alcanzaron a vivir para estar; por todas las que por razones de salud nos acompañan solo mediante redes sociales; por todas las que siguen viviendo con miedo de salir a la tienda de la esquina o a la escuela. Sentir esta fraternidad entre nosotras ayuda a vivir con un poco más de esperanza. No podemos dejar que nadie siga normalizando que abusen diario de nosotras y nos maten”, dice.
El Zócalo es una marabunta. Muchas callan y observan, pensativas, lo que ocurre alrededor; pero las más corren de un lado a otro, se acaban la voz a gritos, incendian lo que encuentran cerca. Suenan tambores, explosiones, risas frenéticas, cristales estrellándose contra el piso, hay llamaradas aquí y allá. Es como un aquelarre. Un aquelarre de indignación.
“Si tuviera a López Obrador enfrente, en este momento, lo abofetearía y me encargaría de que firmara su renuncia. Nos está acostumbrando a la desgracia y a la violencia en el país”, asegura Miriam Palmeros, con lenguas de fuego reflejadas en sus ojos.
Volveremos
Al filo de las seis de la tarde, cuatro mujeres que vienen de la marcha caminan de regreso a casa, sobre la calle 5 de Mayo. Traen paliacates morados atados a las muñecas y a la cabeza; una de ellas carga sobre su espalda una bandera con un puño en alto dibujado.
Son familia y no lo son. Es una madre con su hija de 15 años y dos de sus amigas de la escuela que también quisieron ir a manifestarse por primera vez en su vida. Vienen desde el Estado de México, pero aseguran que las distancias para transportarse son lo de menos.
“Yo apoyo a mi hija y quiero que sepa que no está sola en esto. Ya he venido antes a estas protestas porque es mi manera de decirle a los hombres abusadores que todas las mujeres tenemos quién nos defienda, porque nos defendemos entre nosotras. No es justo lo que nos hacen y considero bueno que mis niñas, desde chiquitas, se enteren de lo que pasa en el mundo para que sepan cómo reaccionar”, dice la madre.
Su hija, con una sonrisa de oreja a oreja, se confiesa emocionada y feliz de ser parte de un grupo de personas entre las que se siente segura.
“A mí ya ningún machito me va a venir a piropear en la calle, ni a tocarme sin mi consentimiento. Hoy aprendí muchas cosas y, tristemente pero también por fortuna, me quedo con algo muy claro en la mente: volveremos”, decreta la joven.
La noche cae poco a poco, pero el centro de la ciudad sigue encendido. Todas lo saben: nada va a apagar esa llama.
es periodista.