La paradoja española: ¿dónde está la izquierda?

El nacionalismo en España goza de un prestigio inmerecido en la izquierda. Los nacionalistas son fuerzas particularistas y fragmentarias que buscan obtener unos réditos que nunca lo son para la causa común ni para la igualdad.
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Al observar la realidad política española, es frecuente visualizar una línea divisoria aparentemente nítida entre dos bloques. Por un lado, se señala a las formaciones conservadoras y de derechas, incluyendo allí a la extrema derecha de VOX, escisión del propio PP, durante décadas la fuerza hegemónica liberal-conservadora. Estas formaciones políticas se relacionan con una posición nacionalista española y, con frecuencia, también con un modelo territorial de corte centralista. La asimilación se hace de forma casi automática, sin aportar evidencia alguna. El 19 de agosto de 2023, Íñigo Errejón, diputado de SUMAR y fundador de PODEMOS, escribía en una célebre red social: “Es un error pensar que la agenda social y la agenda plurinacional compiten. Por historia, por compartir el mismo adversario, por acumulación de fuerzas y por razones democráticas, sólo caminan juntas. Y en eso estamos. Va a ser la clave de esta legislatura que comienza.” 

Frente a este bloque de derechas, se apela a la reedición de la coalición de izquierdas que habrían de conformar las dos izquierdas oficiales, el PSOE y la coalición SUMAR (confederal, que integra a partidos nacionalistas, como CHA – nacionalistas aragoneses – y MES – nacionalistas baleares –). Pero la alianza de la izquierda española nunca se limita a este pacto, sino que imperativamente incluye en el conglomerado a formaciones de corte nacionalista y/o secesionista. ¿Es acaso natural la coexistencia en un mismo bloque de partidos presuntamente de izquierdas con otros que sostienen una agenda nacional-identitaria de cada uno de sus territorios, orientada a fraccionar la comunidad política española? Yendo algo más lejos, deberíamos preguntarnos si estos pactos son compatibles con los principios ideológicos genuinos de las izquierdas: igualdad, libertad, fraternidad, unidad e indivisibilidad de la República y un horizonte socialista. Las conclusiones que obtendremos son más bien inquietantes.  

El nacionalismo en España goza de un prestigio inmerecido entre las izquierdas hegemónicas. Las causas son varias. Por un lado, el viejo lastre de la dictadura franquista, trampa que atenaza a la izquierda desde hace años: el imprescindible repudio del criminal régimen franquista no puede traducirse en la aceptación de que la nación española sea patrimonio de la derecha o de fuerzas directamente reaccionarias. ¿Alguien se imagina a la izquierda chilena asimilando a Chile con la sanguinaria dictadura pinochetista y renunciado a sostener un proyecto nacional; o a la izquierda portuguesa regalando la soberanía portuguesa a la derecha por culpa del Estado Novo de Salazar y Caetano? La trampa histórica que vendría a asimilar a España con el franquismo encierra un macabro homenaje póstumo al dictador: durante años, la dictadura incidió en un mensaje político injusto y letal consistente en señalar a todos los demócratas que se jugaban la vida en la clandestinidad contra la brutal represión, y que con frecuencia iban a parar a las cárceles, al exilio o a los paredones de fusilamiento, con la anti-España. Ahora que acertadamente se exhuman los restos del dictador del Valle de los Caídos en cumplimiento de la más elemental exigencia de memoria democrática, haríamos bien en hacer lo propio con la herencia franquista que hace equivaler a España con un reducto indeleble de la dictadura. Una lectura a la España revolucionaria de Karl Marx nos permitiría tener una visión acertada de los períodos de conformación de la nación política española, con sus luces y sombras, ni más ni menos que las de otras naciones europeas, pero desmitificando la presunta excepcionalidad española, mito fundado en la sistemática patrimonialización franquista del país y en la total desorientación ideológica de nuestra izquierda oficial.

Otras de las razones que justifican la dualidad con la que iniciábamos el análisis es el mero cortoplacismo electoral, revestido de pragmatismo político. Si no se suma a los nacionalismos y se dota de carácter confederal a coalición de gobierno, entonces no habría posibilidad de conformar una mayoría de izquierdas en España. Podríamos aceptar la tesis si la inferencia fuese cierta, pero tristemente no lo es. ¿Acaso la suma plurinacional con formaciones políticas nacionalistas e independentistas garantiza las políticas socialistas y redistributivas que necesita España? ¿No se traducirá el peaje a pagar a los socios confederales en políticas neoliberales como las que anteponen los hechos diferenciales y la agenda identitaria a la igualdad y a la agenda social?

Un análisis sereno de la cuestión debe hacernos reflexionar sobre las bases últimas de los proyectos de izquierdas. Lo explicaba con precisión Eric Hobsbawm en una conferencia de 1996: “Sin duda, los grupos de identidad no eran fundamentales para la izquierda. (…) Así pues, ¿qué tiene que ver la política de la identidad con la izquierda? Permítanme decir con firmeza lo que no debería ser preciso repetir. El proyecto político de la izquierda es universalista: se dirige a todos los seres humanos. Como quiera que interpretemos las palabras, no se trata de libertad para los accionistas o para los negros, sino para todo el mundo. No se trata de igualdad para los miembros del Club Garrick o para los discapacitados, sino para cualquiera. No se trata de fraternidad únicamente para los ex alumnos del Eton College o para los gays, sino para todos los seres humanos. Y, básicamente, la política de la identidad no se dirige a todo el mundo sino solo a los miembros de un grupo específico. Algo perfectamente evidente en el caso de los movimientos étnicos o nacionalistas.”

Efectivamente, el historiador británico marxista recordaba que las izquierdas casan mal con los identitarismos que sirven para diluir el horizonte de emancipación y debilitar su capacidad transformadora. ¿Acaso esas fuerzas nacionalistas con las que se prescribe pactar a toda costa, sea cual fuere el precio a pagar, tienen algo que ver con la causa de lo común que debería guiar a la izquierda? Más bien al contrario, son fuerzas particularistas y fragmentarias que solo instrumentalmente utilizan esos pactos para obtener unos réditos que nunca lo son para la causa común ni para la igualdad, sino para una agenda que antepone lo propio a lo común.

La línea divisoria entre unas derechas pretendidamente nacionales y centralistas y unas izquierdas entregadas a la descentralización, al (con)federalismo o a la plurinacionalidad se emborrona hasta desparecer si analizamos con rigor las políticas que unos y otros propugnan sin perder nunca la referencia de los principios políticos.

¿Acaso al neoliberalismo le interesa en lo más mínimo un poder político fuerte y soberano? ¿No será más bien al revés, que es el neoliberalismo el principal interesado en la descomposición normativa, territorial y fiscal de los Estados, hasta llegar a los estadios últimos de esa disgregación que toma la forma de procesos de secesión? Un vistazo rápido a nuestra política comparada nos ofrece algunas pistas: en Bolivia, fueron las élites y oligarquías privilegiadas las que defendieron la secesión de la Media Luna Boliviana como forma de sustraerse al control del poder político del MAS, formación bolivariana liderada por Evo Morales. La respuesta del antiguo presidente boliviano fue expeditiva contra los golpistas. En buena parte de Iberoamérica, lo acontecido en Bolivia ha sido una tendencia: las élites neoliberales han abogado por mayor descentralización, hasta llegar al extremo de plantear secesión, a los efectos de debilitar los incipientes procesos de conformación de Estados socialmente fuertes y económicamente intervencionistas, por miedo a que sus privilegios fueran discutidos, siquiera mínimamente.

En latitudes más cercanas a España, como ocurre en Italia, se ha propugnado por parte de la extrema derecha de la Lega un proyecto de autonomía diferenciada, una suerte de federalismo asimétrico que rompería la unidad de redistribución y solidaridad interterritorial. La izquierda ha respondido con contundencia bajo el inequívoco lema de “una e indivisible”. El antiguo lema de la formación ultraderechista fundada por Bossi recuerda incluso a la jerga de los nacionalistas catalanes: aquí Madrid nos roba; allí Roma nos roba. El racismo para con los conciudadanos italianos del sur hoy se proyecta, congruente con esos fundamentos ideológicos tan reaccionarios, hacia los extranjeros.

Que el neoliberalismo abogue por la descentralización, llegando en sus cotas más extremas incluso a la secesión, tiene plena coherencia y lógica ideológica cuando se pretende desmantelar el Estado; más extraño es que sean las izquierdas quienes se dejen seducir, a través del señuelo de la diversidad cultural o las particularidades identitarias, por procesos de debilitamiento de la soberanía popular. Algunos pensadores neoliberales han defendido un modelo de descentralización radical, hasta tal punto de propugnar la secesión como la mejor forma de reducción del tamaño del Estado y de caminar hacia la disgregación del poder político. Murray Rothbard, en “Poder y Mercado” lo explicaba así:

“Si el Canadá y los Estados Unidos pueden ser naciones separadas sin que se les denuncie por estar en un estado de ‘anarquía’ inadmisible, ¿por qué no puede el Sur separarse de los Estados Unidos? ¿Estado de Nueva York de la Unión? ¿Nueva York del estado? ¿Por qué no puede Manhattan separarse? ¿Cada vecindario? ¿Cada bloque? ¿Cada casa? ¿Cada persona?”

En la misma línea, el pensador alemán Hans Herman-Hoppe, otro de los teóricos del anarcocapitalismo, ha defendido la funcionalidad de los Estados pequeños para el neoliberalismo:

“La mayor esperanza de la libertad se produce justamente en los países pequeños: Mónaco, Andorra, Liechtenstein, e incluso Suiza, Hong Kong, Singapur, Bermuda, etc. Quien valora la libertad debería animar y hacer todo por la aparición de decenas de miles de estas pequeñas entidades independientes. ¿Por qué no una Estambul libre e independiente que mantenga relaciones cordiales con el gobierno central de Turquía, pero que no tenga que pagar impuestos ni recibir transferencias, y que no reconozca las leyes impuestas por el gobierno central, ya que tiene sus propias?”

La teoría y la práctica neoliberal vendrían a desmentir la línea divisoria entre bloques que puede ser la imagen aparente al observar la política española. Gracias a la enorme descentralización de nuestro Estado de las Autonomías – un modelo territorial que tiene algunas características confederales y que ha llevado la descentralización bastante más lejos que en estados federales como Alemania o EEUU –, la competencia fiscal es el mecanismo que el fundamentalismo de mercado más dogmático ha utilizado para degradar hasta límites extremos la progresividad del sistema tributario.  Así ocurre con la gran musa de la derecha española, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, una fundamentalista de mercado que ha defendido una descentralización fiscal competitiva a ultranza como el mejor mecanismo de progreso económico. El patriotismo de las derechas en España no pasa de ser un artificio retórico porque cuando se pretende acometer cualquier política de armonización fiscal, la respuesta es de oposición frontal.

Thomas Piketty explicó en “El síndrome catalán” el desbarajuste competencial de España, remarcando que el intento de separación de Cataluña no es ajeno a la dinámica competencial que se está generando en otras regiones de Europa (ocurrió con el Véneto y Lombardía), la insolidaridad y la secesión de los ricos. Cuando las regiones controlan la capacidad normativa sobre los principales impuestos progresivos de un sistema tributario, el propio Impuesto sobre la Renta, el de Patrimonio o el de Sucesiones y Donaciones, es razonable pensar que aparezca la tentación de ir un paso más allá. No atribuye el economista francés solo una naturaleza económica al intento de secesión de Cataluña, pero destaca la insolidaridad fiscal del movimiento como una de las principales causas. Nada esencialmente distinto al proyecto de “autonomía diferenciada” de la Lega de Salvini, adaptado ahora por el conjunto de la extrema derecha italiana, Meloni a la cabeza.

Semanas atrás, los socios confederales han desplegado un inventario de gravosas condiciones que no conforman un marco especialmente cómodo para las izquierdas. El nacionalismo vasco, donde PNV y EH Bildu compiten por su hegemonía política, exigen la trasferencia de la caja única de la Seguridad Social, medida de peso que supondría la implosión de uno de los últimos reductos del Estado social en España. En el caso del nacionalismo catalán, sobrevuela la exigencia de corrección del presunto de déficit fiscal de 20.000 millones de euros. El concepto de déficit fiscal es en sí mismo polémico si uno mantiene un elemental compromiso redistributivo: los impuestos no los pagan los territorios ni las regiones, sino las personas, y es normal que un territorio aporte más si en el mismo se concentran un mayor número de ricos. De la misma manera, algunos de los socios confederales no para de poner piedras en el camino a cualquier avance social. El PNV ha anunciado la interposición de un recurso de inconstitucionalidad contra la ley de vivienda estatal por invadir sus competencias; de la misma forma lo ha planteado ERC.  

A pesar de las palabras de Errejón que reproducíamos al inicio, parece claro que la agenda plurinacional y la social chocan frontalmente. A pesar de la inercia sentimental de dar por buena la disgregación política que ha sufrido España en las últimas décadas, con una clara centrifugación del Estado en sanidad, educación, seguridad o justicia, con un grado de asimetría tal que los derechos varían sustancialmente entre regiones, es claro que la plurinacionalidad, al traducirse en cesiones y transferencias políticas, ha degradado de forma sustancial la agenda social y la redistribución. Lo observamos con especial claridad en la pandemia, en la que muchos conciudadanos descubrieron que el ministerio de sanidad de su país apenas tenía competencias para afrontar un reto mundial de semejante envergadura. Las transferencias en materias claves del Estado social han llegado hasta el punto extremo de que el catálogo sanitario es muy diferente entre regiones y lo mismo ocurre con un sistema educativo que incurre en situaciones tan extremas como la incapacidad de homogeneizar los criterios de calificación en todo el territorio nacional. ¿Acaso tiene algo de socialista blindar las desigualdades entre ciudadanos? ¿Es justificable llevar tan lejos el fundamentalismo identitario y particularista para convertir el derecho a la diferencia en una delirante diferencia de derechos?

En un contexto capitalista global tan agresivo como en el que nos encontramos, no parece buena idea que la soberanía de los Estados, lejos de reforzarse a través de procesos de integración política supranacional, se debilite por medio de la compartimentación regional del poder político. La derecha española exhibe los símbolos nacionales hasta la extenuación, pero es fiel devota del fundamentalismo de mercado. Sus referentes económicos suelen mostrarse claramente contrarios a todo planteamiento jacobino y republicano, por cuanto saben que el confederalismo fiscal y legislativo que implica la plurinacionalidad es una gran autopista para la libre circulación de capitales y la neutralización de cualquier sistema fiscal progresivo. Así lo ha defendido el economista neoliberal cercano al PP, Daniel Lacalle, abogando por la descentralización y la competencia fiscal entre regiones. En la misma línea, Juan Ramón Rallo, defensor del estado mínimo, se ha manifestado directamente a favor de la secesión

Lo paradójico y contradictorio es que la izquierda española sea cómplice de un modelo territorial que nacionalistas y neoliberales utilizan en su alianza contra el territorio común y la igualdad, esto es, contra la propia razón de ser de las izquierdas. De tanto reforzar el bloque confederal, lo que se ha terminado por debilitar son los principios ideológicos y políticos que siempre debieron guiar al socialismo.

Publicado originalmente en francés en Le Monde Diplomatique.

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Guillermo del Valle es abogado y portavoz de El Jacobino. Es autor de 'La izquierda traicionada' (Península, 2023).


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