Ayer, el ministro de la Suprema Corte Eduardo Medina Mora envió su carta de renuncia al presidente de la República, como dicta el artículo 98 de la Constitución, quien la aceptó y remitió al Senado para su aprobación. Se desconocen las razones de fondo detrás de la decisión de Medina Mora. Nuestra guía, hasta el momento, para comprender este hecho inédito en la democracia mexicana es el mismo artículo 98, que ambiguamente estipula que la renuncia de un ministro “solamente procederá por causas graves”. Cabe suponer que, por valoración propia o porque así se lo informaron, Medina Mora considera que está en una de esas “causas graves”.
Más allá de los motivos que se comenten tras bambalinas, es importante analizar su renuncia a la luz de los estudios de la ciencia política sobre las relaciones entre el poder político y el poder judicial y del escenario en el que vivimos desde el 1 de julio de 2018.
El Poder Judicial de la Federación (PJF) está hoy ante una difícil encrucijada, caracterizada por su déficit de legitimidad y un contexto político poco favorable. Por un lado, las elecciones de julio de 2018 resultaron en un gobierno unificado, donde Morena y sus aliados tienen mayorías en ambas cámaras legislativas, además, por supuesto, de la Presidencia de la República. Esto no ocurría en México desde 1997, cuando el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados pese a ocupar el gobierno. Por otro lado, el PJF padece una crisis de legitimidad; es obvia si se considera, por ejemplo, que entre 1994 y 2018 no más del 40% de personas manifestaron tener “mucha” o “algo” de confianza en el poder judicial, según las encuestas que anualmente publica el Latinobarómetro (el promedio durante el periodo es de 26%). Al no tener contrapeso en el legislativo y sin un apoyo popular contundente a las instituciones de justicia, es más probable que el gobierno (cualquier gobierno) caiga en la tentación de querer influir cada vez más en el poder judicial.
((Presenté estos argumentos y datos en El buen juez por su casa empieza, Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, 2019.
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Las acciones que los poderes ejecutivo y legislativo hacen para influir en la Corte Suprema están bien documentadas. Por ejemplo, alterar el tamaño de la Corte, utilizar el juicio político o forzar renuncias para abrir vacantes; cambiar los procedimientos de selección o remoción de los ministros y usar el poder confirmatorio del Senado para nominar ministros cercanos al gobierno. También se puede disminuir el presupuesto del poder judicial o los salarios de los jueces. Y se puede quitar jurisdicción a la Corte sobre algunos temas sensibles para el gobierno, reformar la misma Constitución para contrarrestar las decisiones de los ministros o para alterar la estructura de la Corte o sus procedimientos, y permitir que las decisiones de la Corte sean apeladas ante un tribunal “más representativo”. Esta lista de acciones fue presentada por el politólogo Gerald Rosenberg en un importante libro publicado en 1992.
((Gerald Rosenberg. The Hollow Hope: Can Courts Bring About Social Change? Cambridge University Press, New York, 1992, p. 377.
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A la lista hay que añadir otro hallazgo politológico: las iniciativas de ley para limitar a la Corte Suprema y el poder judicial tienen un efecto inhibitorio en los jueces; es decir, no es necesario aprobar leyes que de hecho los limiten: las meras iniciativas, cuando hay un gobierno unificado, pueden ser señales creíbles, y como tales bastan para cambiar el comportamiento de los jueces y acercarlo a las preferencias de quienes emiten dichas señales.
((Ver, por ejemplo, Tom. S. Clark. The Limits of Judicial Independence. Cambridge University Press, New York, 2011.
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Varias de las acciones enlistadas por Rosenberg ya ocurrieron o se han intentado en México tras las elecciones de julio de 2018. Los dos nombramientos de ministros realizados en este sexenio significaron un retroceso en términos de opacidad y escrutinio de la idoneidad de los elegidos. Del 13 de septiembre de 2018 al 19 de agosto de 2019 la iniciativa ciudadana #LoJustoEsQueSepas, en la que participan diversas organizaciones, identificó 37 iniciativas para reformar la Corte o algún aspecto del Poder Judicial Federal mexicano: la mayoría caen dentro de las acciones de la lista, por ejemplo, la iniciativa para crear una tercera sala en la Suprema Corte y aumentar el número de ministros.
La renuncia de Medina Mora también debe leerse en este contexto. Ciertamente, no debió haber llegado a la Suprema Corte en primer lugar; su nombramiento fue polémico y muy cuestionado, un abuso más de los gobiernos anteriores. Pero si su renuncia fue forzada puede hacer aún más daño: la señal hacia los demás ministros, magistrados y jueces del poder judicial es clara. La retórica y lenguaje particularmente hostil del presidente de la República hacia los jueces, por ejemplo ante las decisiones que suspendieron la construcción del aeropuerto en Santa Lucía, adquieren una inquietante dimensión: ¿qué peso tendrán a partir de ahora en los ministros, magistrados y jueces cuando decidan sobre la ley de remuneraciones, las leyes de la Guardia Nacional o los cuestionamientos legítimos a otras decisiones del gobierno?
Limitar la independencia judicial es una línea roja; como el proverbial Rubicón, una vez que se cruza, la democracia entra en un proceso de erosión progresiva. Ha sido el caso en países donde líderes populares, que legítimamente ganaron amplias mayorías legislativas, ceden a la tentación de intervenir el poder judicial, como en Hungría, Polonia o Turquía. No es deseable que México entre en ese club. La renuncia de Medina Mora, considerando la hostil retórica presidencial y las agresivas leyes e iniciativas, nos acerca peligrosamente a esa línea.
Un poder judicial independiente es fundamental para la democracia. A través de la resolución de conflictos, limita el ejercicio arbitrario del poder gubernamental mediante su participación en el sistema de frenos y contrapesos, y garantiza el cumplimiento de los derechos y obligaciones de los ciudadanos. Al cumplir su función constitucional, un poder judicial independiente y capaz habilita al gobierno para actuar de acuerdo con los principios, valores, y reglas establecidas en la constitución y las leyes y permite el ejercicio pleno de la ciudadanía. Hay que mejorarlo y defenderlo.
es doctor en política por NYU y profesor investigador de la División de Estudios Políticos del CIDE.