El antimexicanismo de Donald Trump es reciente. No hay huellas de ese discurso antes de su decisión de ser candidato presidencial de Estados Unidos. Adoptó esa bandera por razones de mercadotecnia política. Una vez que tuvo claro cuál era el público al que quería dirigirse en su campaña –blancos desempleados o convencidos de que los inmigrantes afectaron su forma de vida–, enfocó las baterías contra el objetivo más redituable en materia de votos: la migración mexicana. Lo hizo a su estilo; entre más agresivo, mejores titulares en la prensa. El 16 de junio de 2015, al anunciar su candidatura, convirtió la palabra mexicano en sinónimo de violador y traficante de drogas. Su público aplaudió a rabiar. Trump supo que había dado en el blanco.
Replanteo mi afirmación inicial: ¿Trump es antimexicano por racismo o porque así conviene a su estrategia política? Fue uno de los impulsores del movimiento “birther”, que cuestionaba el lugar de nacimiento de Barak Obama. Su motivación era clara. Trump decía que Obama no había nacido en Estados Unidos para descalificarlo, no por extranjero sino por el color de su piel. Esa ha sido la estrategia del Partido Republicano en los últimos ocho años. Es la misma razón que hoy mueve a Trump a desacreditar a los musulmanes, no por el peligro terrorista, sino porque no son blancos. A los chinos los desprecia no por ser un peligro comercial, sino por ser chinos. El antimexicanismo de Trump, que le ha servido como una eficaz arma política, nace del racismo. Cuando Trump dice “Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande” lo que en realidad quiere decir es “Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser blanco”. Mark Singer, que lo ha estudiado a fondo, concluye: “El absolutismo antiinmigrante y antimusulmán expresa el deseo de una limpieza étnica en Estados Unidos.”
Es cierto que muchas empresas norteamericanas, atraídas por los bajos sueldos, se han asentado en México. Aquí ensamblan sus productos y los envían de regreso a Estados Unidos beneficiándose del libre arancel. También es cierto que esos empleos creados en México son los responsables de que el flujo mexicano al país del norte haya disminuido los últimos años. Lo que calla Trump es que en Estados Unidos funcionan 570 mil negocios propiedad de personas de origen mexicano, que al año producen 17 mil millones de dólares. El discurso nativista y racista de Trump explota el temor hacia lo diferente.
El prejuicio antimexicano permea lo mismo en zonas de la academia que en los bajos fondos estadounidenses. Trump cimentó su campaña sobre ese extendido temor al otro, porque se trata de un tema que suscita fervor. De acuerdo con Mark Singer (El show de Trump), en una reunión con el consejo editorial de The New York Times, Trump declaró: “¿Saben? Si veo que la cosa se pone aburrida, si veo que la gente comienza a pensar en irse, simplemente le digo al público ‘¡Construiremos el muro!’, y se vuelven locos.” El muro es la versión actualizada de una vieja fantasía estadounidense: fortress America, pero la fortaleza que imagina Trump está resguardada por soldados y detectores de personas, con personal dispuesto a expulsar a cualquiera que vaya más allá de la línea fronteriza (según ha detallado The Washington Post en su edición del 1º de septiembre de este año).
La respuesta del gobierno mexicano ante esta embestida del candidato republicano fue esconder la cabeza bajo tierra en espera de que pase el peligro. Según Jorge Ramos, nuestro gobierno tardó 265 días en reaccionar a los infundios de Trump. La actitud del gobierno (“no debemos meternos en asuntos de otros países”) no representaba a todos. Desde el principio hubo voces que desde la sociedad alertaron sobre lo inadmisible de esas agresiones. Enrique Krauze y Carmelo Mesa-Lago redactaron y publicaron una enérgica condena a Trump respaldada por 67 intelectuales, artistas y científicos. Desde el gobierno, en voz de Peña Nieto, se pensaba que no habría por qué hacer caso al discurso beligerante de Trump pues se trataba apenas de un precandidato, incluso cuando Trump hacía amenazas abiertas. El periodista Bob Woodward le preguntó cómo obligaría a México a pagar el costo del muro y el candidato contestó: “Cuando rejuvenezca las fuerzas armadas, créeme que México no va a querer jugar a la guerra con nosotros.” Desde México, dejamos crecer el monstruo.
El muro prometido por Trump sería el primero en el mundo en erigirse entre dos naciones amigas. Actualmente hay 1,080 kilómetros construidos (de los 3,185 kilómetros que conforman la frontera). Trump ha dicho que construirá 2,066 kilómetros adicionales y que reforzará lo ya edificado. El costo aproximado será de 25 mil millones de dólares, que –según Trump– deberemos pagar los mexicanos. Por las buenas o por las malas. Ha dicho Trump que el dinero lo obtendrá de las remesas que los inmigrantes mexicanos envían a sus familias. Pero también, como he señalado, no descarta el uso de la fuerza militar para garantizar el pago.
Si nos atenemos a su discurso, con Trump se esperan deportaciones masivas de inmigrantes mexicanos, la construcción de un oprobioso muro, el aumento en los aranceles a las exportaciones mexicanas, la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte desde una posición desventajosa, la pérdida de cientos de miles de empleos. Todo esto lo ha expresado de forma clara y contundente el candidato republicano. Un discurso racista repleto de amenazas veladas. Este es el sujeto al que el gobierno mexicano tendió la mano. Se giraron invitaciones a los dos contendientes principales, pero solo Trump aceptó. Forzó la invitación de modo que se realizara en una fecha determinada. El gobierno mexicano sabía que la fecha propuesta por Trump (31 de agosto) coincidía con aquella en la que daría un mensaje en Arizona acerca de la migración. La trampa estaba cantada. Desde el momento mismo en que se hizo público el anuncio de la visita, una ola de indignación y protesta se extendió por las redes sociales. El gobierno hizo caso omiso. El día de la visita, por la mañana, Enrique Krauze en un noticiero advirtió que “a los tiranos no se les apacigua, se les enfrenta”. Desde el gobierno, oídos sordos.
La visita fue un desastre. Al término del encuentro privado (sería bueno que el gobierno publicara la transcripción del mismo), Trump se refirió al muro y Peña Nieto guardó un silencio vergonzoso. Horas después voló a Arizona donde, en el mismo tono estridente, repitió su propuesta: “Los mexicanos van a pagar por el muro. No lo saben, pero van a pagar.” El gobierno mexicano apostó todo a que podría convencer a Trump con sus estadísticas y sus cuadros. Falló. Perdió todo. ¿Todo? ¿Y si gana Trump? Peña Nieto podría decir que tendía puentes mientras todos le pedían que lo confrontara. La política es una rueda de la fortuna. El mundo entero, en cambio, nos reprocharía por haber servido de trampolín para darle un nuevo impulso a una candidatura que en ese momento ya iba en picada. Las consecuencias de llevar a un racista al poder del país más poderoso del mundo son impredecibles. Philip Roth noveló esa posibilidad en La conjura contra América. El resultado, por donde se vea, es nefasto. ~