La posible extradición de Julian Assange a Estados Unidos ha generado una equivocada polémica acerca de la libertad de prensa. Assange está en la cárcel en Londres por haber violado las condiciones de su libertad condicional en el Reino Unido al entrar a la Embajada de Ecuador en Londres en 2012 para evitar ser extraditado a Suecia donde estaba acusado de violación sexual en 2010.
No se sabe si la fiscalía sueca renovará su petición de extradición pues hace dos años anunció que cerraba la investigación del caso mientras Assange conservara la protección diplomática ecuatoriana pero que la podrían reabrir si el acusado fuera extraditable. La agraviada ya ha solicitado su extradición.
También lo reclama la justicia estadounidense. Se le acusa de conspirar con una analista de inteligencia del ejército estadounidense, Chelsea Manning, para hackear una base de datos con información clasificada del gobierno de EE UU, y de ofrecerse a darle la contraseña para acceder al material clasificado. La petición ha sido redactada con mucho cuidado evitando imputarle a cargos por espionaje que podrían ser interpretados como una posible violación a la libertad de prensa.
Los defensores de Assange alegan que su persecución es un atentado a la libertad de prensa. Sus detractores, entre los cuales me incluyo, sostenemos que Assange no es un periodista. Es un agente provocador que sirve a los intereses de un gobierno hostil a instituciones e individuos estadounidenses.
Su modus operandi viola principios básicos del periodismo porque en sus publicaciones no hay comprobación de los datos ni mención de la procedencia de las informaciones que publica.
Publicar filtraciones sin someterlas a un riguroso examen y a un posterior desarrollo de edición no es hacer periodismo. Las filtraciones son solo el punto de partida para realizar una investigación seria y detallada de la información ofrecida, incluyendo las posibles intenciones de quien las ofrece.
El periodismo investigativo reporta desde una perspectiva crítica hurgando en el asunto a profundidad y antes de ser publicado pasa por un riguroso proceso de edición en el que se verifica la veracidad de la información y se le da el contexto adecuado.
Quienes defienden a Assange sostienen que gracias a WikiLeaks nos enteramos de potenciales abusos de Estados Unidos, y citan el ametrallamiento desde helicópteros estadounidenses contra civiles iraquíes; el espionaje del Departamento de Estado a diplomáticos extranjeros en Naciones Unidas o el acuerdo secreto entre Yemen y EE UU para atacar con drones a supuestos terroristas.
Como ciudadano y como periodista, aplaudo la revelación de abusos de autoridad, y agradezco a filtradores como Edward Snowden que haya delatado el espionaje masivo de la Agencia de Seguridad Nacional en medios profesionales como el New York Times. Gracias a él se han promulgado nuevas leyes que acotan el trabajo de espionaje de la NSA.
Pero revelar la identidad de colaboradores del gobierno estadounidense operando en territorio enemigo en tiempos de guerra, y describir las maneras como operan los servicios de inteligencia para combatir el terrorismo como lo han hecho Manning y Assange es inmoral y peligroso para la seguridad nacional.
No es casual que en 2016, cuando el Kremlin surtía a Assange de documentos contra Hillary Clinton, WikiLeaks se rehusara a publicar documentos filtrados del Ministerio del Interior ruso que detallaban actividades militares y de inteligencia del gobierno ruso en Ucrania, según consta en reportes publicados por Foreign Policy y la BBC de Londres.
Desde mi punto de vista, Assange no es un periodista sino un agente provocador al servicio del autocrático gobierno ruso.
Escribe sobre temas políticos en varios periódicos en las Américas.