El pasado nueve de octubre, en Quito, los campus de la Universidad Católica del Ecuador y la Universidad Politécnica Salesiana fueron atacados con bombas lacrimógenas. No sólo había estudiantes allí. También miles de mujeres y niños indígenas, mayoritariamente procedentes de la serranía del país, que descansaban en patios y aulas después de al menos tres días de caminata y protesta en la capital. Redes sociales y canales alternativos de comunicación difundieron la agresión policial. Las cadenas televisivas no informaron del hecho hasta que la ministra del Interior, María Paula Romo, apareció en los noticieros para pedir disculpas y prometer que los espacios destinados al descanso de los alzados no se vulnerarían más.
Para el Ecuador, acostumbrado a inmensas movilizaciones indígenas que han hecho tambalear presidentes o los han derrocado, esta agresión fue la confirmación de un miedo latente: las fuerzas militares, pero especialmente las policiales, se habían tecnificado y hostilizado hasta romper un pacto implícito que garantizaba la naturaleza disuasiva de su despliegue en las calles. Ese acuerdo lo diferenciaba de otros países latinoamericanos, donde las protestas masivas suelen saldarse con decenas de muertos y desaparecidos.
Las imágenes de ambas universidades siendo asediadas como si se tratara de una guerra civil, se sumaron otras tantas, de una inédita violencia: un periodista de Teleamazonas, cadena progubernamental, agredido ferozmente al abandonar una asamblea indígena. Un grupo de policías forcejeando con civiles y observando, desde un puente en el casco histórico de Quito, tres cuerpos inmóviles, tendidos sobre la calle. Tres o cuatro mujeres indígenas siendo apaleadas sin misericordia por una patrulla policial en motocicleta. Ataques vandálicos a dependencias públicas perpetrados por encapuchados, acusados por varios sectores de obedecer órdenes de Nicolás Maduro y el expresidente ecuatoriano Rafael Correa, quienes mantuvieron un reciente encuentro en Venezuela.
Las recientes protestas en el Ecuador tienen un antecedente claro, aunque con raíces bastante más profundas. El dos de octubre pasado, el presidente Lenín Moreno anuncio un “paquetazo” económico, consistente en la supresión del subsidio a los combustibles para vehículos de transporte liviano y pesado, la reducción del tiempo de vacaciones obligatorias de la burocracia de 30 a 15 días, el recorte del 20 por ciento del salario de los trabajadores públicos y el pago obligatorio de un monto equivalente a un día de trabajo. Estas medidas aparecieron después de que el Ecuador accediera, en febrero, a un paquete de créditos del Fondo Monetario Internacional (FMI) por 4 200 millones de dólares, y 6 000 millones más de otros organismos multilaterales —Banco Mundial y Banco Interamericano de Desarrollo (BID)-.
La pésima imagen que tiene el FMI en América del Sur, la acusación de que el gobierno de Moreno había condonado obligaciones impositivas a los grandes grupos financieros del país y el peso simbólico que tenía un subsidio mantenido por 45 años y que ningún presidente se atrevió a retirar, provocaron un acontecimiento inesperado: de modo paralelo a la huelga del sector del transporte público, los diversos sectores indígenas ecuatorianos, que habían perdido fuerza y cohesión durante los diez años en que Rafael Correa estuvo en el presidencia (2007-2017), se juntaron casi unánimemente y emprendieron movilizaciones en vehículos privados, a pie o en buses, hacia la capital. En menos de un día, Lenín Moreno trasladó la sede de gobierno a Guayaquil, la segunda ciudad más importante del país, gobernada por una derecha autoritaria y de extracción oligárquica. Jaime Nebot Saadi, su principal líder y probable candidato presidencial por cuarta vez, advirtió a las comunidades indígenas “que se queden en el páramo” en lugar de llevar sus protestas a la ciudad portuaria. En las últimas horas del diez de octubre, se informó que el Estado había detenido a 766 personas en todo el país.
Mientras se escribe este texto, no se sabe con certeza el número de víctimas mortales de los alzamientos. Los canales de comunicación alternativa hablan de diez fallecidos, incluyendo dos de los tres muchachos que cayeron —o fueron lanzados— desde el puente donde estaba la patrulla policial. La Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) publicó que, al once de octubre, cinco personas habían muerto por enfrentamientos con militares o policías. El cadáver de uno de ellos, Inocencio Tucumbi, líder comunitario de la provincia de Cotopaxi, ubicada en la sierra central, fue llevado en calle de honor desde el hospital público Eugenio Espejo hasta el Ágora de la Casa de la Cultura del Ecuador, un enorme recinto cercano a las universidades gaseadas, donde los indígenas han montado una asamblea permanente. Un grupo de policías cercado por indígenas fue obligado a cargar su féretro.
Si el resultado de la inaudita represión en el Ecuador es borroso, lo mismo sucede con las cifras de desempeño económico del país. Dolarizada desde 1999, la ya endeble economía ecuatoriana sufrió durante los diez años de correísmo un torpe manejo macroeconómico, alianzas internacionales contraproducentes y despilfarro de nuevo rico cuando los precios del petróleo, activo importantísimo para la entrada de divisas en el país, alcanzaba cifras récord. Correa quitó independencia y competencias al Banco Central del Ecuador, colocó a peleles en puestos decisivos para el diseño de la política fiscal y macroeconómica, negoció miles de barriles de petróleo bajo la forma de “futuros petroleros” —una modalidad de obtención de efectivo a cambio del compromiso de entrega de barriles de petróleo por una fracción de su precio—, y construyó obras faraónicas que resultaron en un fiasco operativo o en negociados con intermediarios chinos o brasileños. Mientras tanto, el apoyo del progresismo se retiró a medida que los desastres ambientales se multiplicaban y se otorgaban licencias para megaproyectos mineros. El Estado empezó a perseguir a líderes indígenas andinos y amazónicos desde la Secretaría Nacional de Inteligencia, una institución que hizo aguas en el control del transporte de drogas en suelo ecuatoriano, pero operó muy diligentemente contra el abanico de opositores políticos.
Como si no fuese suficiente, a la carísima modernización del Estado se sumó el terremoto del 16 de abril de 2016, de 7.8 grados de magnitud. Correa terminó permitiendo la llegada del Banco Mundial —había renegado de él durante décadas, libros de Joseph Stiglitz en mano—, cedió al Opus Dei la secretaría encargada de políticas de salud reproductiva y colocó como delfín político a un desganado y rezongón Lenín Moreno, quien había sido vicepresidente del país durante su primer mandato. Era su única ficha de aceptación popular en las encuestas. Sin embargo, no contó con que Moreno liberalizara al país de modo frontal, pactara con élites empresariales distintas a las que habían financiado a Correa, encarcelara a varios exaliados e hiciera más o menos público el cataclismo económico que había heredado del adalid del socialismo del siglo XXI.
Mientras los indígenas ecuatorianos han comunicado que no cederán un ápice en sus demandas de remoción de la ministra de Interior, del titular de Defensa y de derogación del decreto de estado de excepción, contingentes de comunidades procedentes de territorios amazónicos comienzan a llegar a la capital. No muy lejos de los campos de batalla, en el marco de un seminario internacional, un grupo de intelectuales orgánicos del correísmo se reúne estos días. Han venido de toda América Latina. Han tomado fotos de las revueltas y han declarado en sus medios y perfiles que apoyan la histórica revuelta popular de subalternos y plebeyos en contra del régimen despótico y neoliberal de quien los salvó de una segurísima catástrofe electoral hace dos años.
es crítico literario en Letras Libres e investigador posdoctoral.