Una primera lectura –una primera postura– de Kant en el kiosco, escrita por el ensayista e investigador Guido Herzovich (Buenos Aires, 1980), la instala junto a una línea de exploraciones algo gastada: que si Gustavo Sorá, antropólogo e historiador de los vínculos editoriales entre Brasil y Argentina, autor también de un ensayo sobre la edición de izquierdas en el continente durante el pasado siglo. Que si José Luis de Diego, compilador de una serie de artículos sobre editores y empresas bibliográficas en el país sudamericano desde las últimas décadas del XIX hasta la primera del XXI.
Al retomar el libro y emprender una lectura más dedicada, las propuestas del autor se revelan distintas. Si se quiere, más ambiciosas, incluso divergentes. Siempre más meditado, más teorizado, Kant en el kiosco no solo complementa aquella veta de la literatura que no teme valerse de material más sociológico e interdisciplinario para discutir sus problemas constituyentes también en tanto fenómeno social, formativo y, sí, de distinción. Herzovich toma con cuidado los propósitos y aciertos de la crítica cultural y lleva ese conocimiento de regreso a la literatura misma, que es donde debería estar y de donde no debió haber salido para volverse muletilla de cualquier problema de investigación en las humanidades.
Lejos de creer que la filología y la estilística constituyen los únicos acercamientos pertinentes para entender una obra, la contribución de la historia intelectual, la historia cultural y la economía editorial han permitido pensar la materialidad del libro como parte esencial de la literatura. A partir de esta premisa, el autor termina preguntándose cuáles son los sobreentendidos con que creció, se legitimó y todavía se piensa la literatura argentina. En su frenesí por conseguir prestigio y reputación en medio de un mercado siempre restringido, aparentemente minoritario y acomodado, el libro se torna polivalente y describe lo mismo la vida económica del país que la cultural y la literaria. El papel, la tipografía, las vitrinas de las librerías, los criterios de edición. Los pactos diplomáticos para subvencionar y promover obras al otro lado de la frontera –esa incógnita: pensar la literatura más allá de la literatura nacional–, el viaje de los textos a bibliotecas privilegiadas, el desafío de pensar en lectores ignotos. Con todo lo ineludibles y obligatorias que puedan ser estas preguntas, Kant en el kiosco no las esquiva; más bien las reordena y de paso propone una lectura alterna del gran relato letrado bonaerense. Y esto no deja de ser una noticia feliz.
Vale la pena recordar un par de escenas de El juguete rabioso, la novela tremenda y mal pulida que Roberto Arlt publicó en 1926 no sin rechazos previos. En ellas, el protagonista Silvio Astier profana la biblioteca de una escuelita y, no mucho después, va a dar como mandadero en una librería regentada por un hombre huraño y poco compasivo, que honra su fama de avaro. La sordidez del carácter del dueño y el desorden de los libros apilados en todos lados han provocado avalanchas de textos sobre el carácter supuestamente plebeyo –con énfasis en esta palabra, tan convocada últimamente– que coorganiza la literatura del país austral. Pero esta escena no deja de ser anecdótica; madera endeble para levantar una casa. Bastante más serio e informado, Herzovich complejiza esta interpretación profesoral desde el esfuerzo por visibilizar una “literatura alterna”: un universo a fuerza menor, lleno de escritorzuelos y editores afanosos, que comenzó por interpelar sin quererlo algunas creencias tácitas sobre el lenguaje y el argumento de la literatura popular argentina de entresiglos y terminó por inundar kioscos, tienditas, supermercados y comercios pequeños con ejemplares pobremente editados de varios de los clásicos de la ficción y el pensamiento universal. Así, la operación comercial –y, a fuerza, intelectual– del fenómeno de la masificación del libro en la Argentina delata la estrechez y autocomplacencia de una élite intelectual que se pensaba en diálogo horizontal con las grandes ciudades metropolitanas, pero no conseguía ver lo que pasaba, literalmente, a la vuelta de la esquina: la creación incesante de una lengua propia que pudiese contener el tamaño de la experiencia nacional desbordante, el descarte de argumentos que ya parecían lejanos –como los del gaucho– a cambio de propuestas más criollas y urbanas, la aparición de lo que el autor llama nuevas “infraestructuras”, responsables de redibujar las relaciones sociales en torno al libro y la lectura y, finalmente, la llegada de lo que, a falta de mejor nombre, llamaré “poses” en torno al hábito de frecuentar libros, escritores y lecturas de lectores.
Todo este entramado, escrutado con asombro y una muy delicada paciencia, desmarca a Kant en el kiosco de la cansina ratificación del carácter excepcional del Río de la Plata en su literatura –para ser más exacto, de la bonaerense– o, más bien, la coloca en sintonía con lo que pasaba en varias capitales latinoamericanas. En ese deseo delirante por remontar un estatuto periférico y con poca entrada en los espacios mundiales de validación, en ese acartonamiento propio del que se cree menor o menos capaz o excesivamente deudor de genealogías reputadas, las literaturas latinoamericanas dejaron de lado cuantiosas experiencias populares de edición, muchas de ellas iniciativas masivas con criterios que fueron, como poco, arriesgados para un público que se pensaba, en el mejor de los casos, como una colectividad poco inclinada a la complejidad del lenguaje. El imaginario patricio alrededor del mundo libro, sobre el que vuelve Herzovich de forma recurrente para interpelarlo y finalmente demostrar su carencia de miras, termina por ser subsidiario de una pose más o menos generalizada en la esfera de la alta cultura: el libro, más que objeto de pelea contra el despotismo del sentido común, como gran catalizador de distinción. Valor agregado que no se consigue solo con dinero, pues.
Así, el resultado más tangible no son únicamente las muestras de exquisitez editorial, en revistas y libros de una ciudad que, como lo dijo Ricardo Piglia en un programa de televisión dedicado a Borges, ofrecía las más selectas ediciones europeas y norteamericanas para su público refinado –y acomodado–. Al contrario: fue desde la masificación y la directa interpelación de una única pose literaria posible que el país hizo de sus todavía amplias clases medias depositarias de un legado al que no tenían por qué renunciar: el del acceso al libro como combate contra la realidad paupérrima. ~