Durante los últimos meses, la gran pregunta que he oído en torno a Boris Johnson, el nuevo primer ministro del Reino Unido, es si es correcto caracterizarlo como un populista autoritario a la manera de Donald Trump o Matteo Salvini.
Como Trump y Salvini, Johnson hace promesas simplistas, alienta un culto a la personalidad y disfruta criticando a la élite (a pesar de que es en buena medida parte de ella). A diferencia de los dos, cultiva una imagen comparativamente liberal en asuntos sociales, subraya su amor por la cultura y cree que Gran Bretaña se beneficia de (al menos algunas formas de) diversidad e inmigración.
Al parecer, cada parte tiene algo en su favor. Pero si este debate parece poco conclusivo, en buena medida se debe a que está basado en una mala comprensión del populismo. Los populistas pueden ocupar todo tipo de tonalidades ideológicas. Muchos, especialmente en Europa, se encuentran en la extrema derecha. Muchos, especialmente en América Latina, son de extrema izquierda. Algunos, como los que dicen pertenecer al Movimiento Cinco Estrellas en Italia, dicen trascender las categorías políticas tradicionales. Lo que todos tienen en común es la oposición al pluralismo, un componente inherente a cualquier democracia representativa que funcione: al afirmar que ellos, y solo ellos, hablan por el pueblo, los líderes populistas de todo el mundo deslegitiman cualquier institución que pueda ejercer control sobre su poder. Por eso los populistas se enfrenta a menudo con antiguas tradiciones democráticas.
En ese sentido, la decisión de Johnson de prorogue, o suspender temporalmente, el parlamento define su carácter. Al evitar que la Cámara de los Comunes delibere sobre el brexit -o dar al creciente número de sus opositores parlamentarios la oportunidad de destituirlo- Johnson ha demostrado que se considera un portavoz más legítimo de la voluntad de sus compatriotas que la institución que se ha encargado de realizar esta tarea durante los tres últimos siglos.
Es el asalto más claro a la democracia en la memoria viva de Gran Bretaña, y uno de los más graves que ha afrontado ningún país occidental en esta era populista.
Durante buena parte de mi vida adulta, he pensado en el Reino unido como una si no la más estable de las democracias del mundo. No es solo que la constitución no escrita de Gran Bretaña haya operado durante muchos siglos, o que la adhesión a la democracia representativa esté en el centro de la idea que el país tiene de sí mismo. Es que, además, el Reino Unido ha conseguido, una y otra vez, tratar conflictos políticos explosivos porque sus instituciones eran capaces de alcanzar acuerdos que la mayor parte de sus ciudadanos, de mejor o peor grado, podía tolerar.
Desde los derechos de los trabajadores a la extensión del sufragio, discusiones políticas que en muchos otros países produjeron guerras civiles han sido resueltas por representantes electos en el parlamento. Y aunque, como cualquier otra democracia en el mundo, Gran Bretaña ha afrontado retos políticos sobre los que su población estaba muy dividida, ningún asunto concreto parecía capaz de terminar con esa larga tradición. Esto incluía su relación con el resto de Europa: aunque un gran contingente de denominados “euroescépticos” se oponía a que Gran Bretaña formara parte de la Unión Europea, menos del 1% de los consultados sostenían que ese fuera el problema político más acuciante en una encuesta que se celebró hace menos de diez años.
En los tres últimos años, sin embargo, un espíritu revolucionario se ha apoderado del país. Cuando los euroescépticos dificultaron que el primer ministro David Cameron tuviera una mayoría parlamentaria, Cameron decidió “eliminar el problema” garantizándoles un referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la UE. Eso no es lo que ocurrió, en parte porque los votantes se mostraron más deseosos de utilizar el referéndum como una manera de expresar su desaprobación de la clase gobernante de lo que había imaginado Cameron. Y, puesto que nadie había meditado seriamente sobre las consecuencias de una victoria del brexit, el referéndum contenía un grave fallo de diseño que persigue al país desde entonces: aunque era razonablemente obvio lo que significaría que el Reino Unido votara a favor de permanecer en la Unión Europea, no estaba claro qué tipo de acciones requeriría un voto favorable a su salida.
El referéndum produjo un conflicto entre soberanía popular y parlamentaria que, en su forma actual, carece de precedentes en la historia británica. Por un lado, había un claro mandato popular para abandonar la Unión Europea. “Brexit”, como dijo la sucesora de Cameron, Theresa May, unos días después del referéndum, “significa brexit”. Por otro, una asamblea representativa cuyos miembros se habían opuesto mayoritariamente al brexit tenía la tarea de dar sentido a cómo podía ser la futura relación con Europa. Al margen de la tautología de May, la cuestión de lo que significaba el brexit en detalles reales y concretos pronto empezó a desgarrar el país.
En el agrio debate posterior, los euroescépticos más empecinados aprendieron a explotar argumentos sobre la soberanía popular para atacar a las instituciones del país. Cuando un tribunal decretó que el parlamento tendría que firmar cualquier acuerdo con la Unión Europea, The Daily Mail publicó imágenes de los tres jueces que habían tomado la decisión bajo un titular que decía “Enemigos del pueblo”. Esta acusación se convirtió en un estribillo constante en el país. Y como cualquier posición que desagradase a los euroescépticos más radicales podía calificarse como “una traición a la voluntad del pueblo”, la idea de cómo podía ser un brexit “real” se volvió cada vez más extrema.
En la época del referéndum, la mayor parte de los defensores del brexit apoyaba una estrecha relación comercial con Europa; algunos querían incluso pertenecer a su intensamente regulado “mercado único”. Un año después del referéndum, la pertenencia al mercado único se veía como una traición obvia de la voluntad de los votantes, y los euroescépticos empezaron a presionar a favor de un brexit “duro” que liberase a las compañías británicas de tener que seguir las reglas establecidas en Bruselas. Un año más tarde, algunos partidarios del brexit empezaron a retratar la idea de salir de la Unión Europea sin ningún acuerdo en absoluto -algo que ellos mismos habían presentado como ridículo, pura agitación del miedo- como un resultado positivo, aunque separaría a la economía británica de su mayor socio comercial de un día para otro.
En estas circunstancias, los intentos de May para alcanzar un pacto que pudiera resultar aceptable a algunos de lo que antes habían preferido el remain y a la mayor parte de los defensores del brexit estaban condenados al fracaso. Las concesiones empezaban a parecer fútiles.
El largo fin de May plantó el escenario para el ascenso de uno de los más ruidosos defensores del brexit duro: Boris Johnson. Consciente de la dinámica esencial de la situación, Johnson hace tiempo que defiende un brexit duro frente a uno blando, y se ha puesto del lado de la soberanía popular frente a la parlamentaria. Para escapar del callejón sin salida en que se encuentra el país, promete defender la voluntad del pueblo a cualquier precio y se ha nombrado su principal intérprete.
Aunque en el pasado Johnson ha desechado la idea de dejar la Unión Europea sin acuerdo diciendo que sería un desastre, ahora asegura estar dispuesto a cortar de raíz si los líderes europeos no aceptan sus exigencias. Y aunque a Johnson le gusta hablar de su amor por las instituciones británicas, ahora da el paso extraordinario de impedir la intervención de los representantes que el pueblo eligió libremente.
La afirmación de que Johnson es el único ejecutor legítimo de la voluntad popular es todavía más ridícula porque su mandato democrático es muy tenue.
Aunque la mayoría de los primeros ministros británicos llegan al cargo tras llevar a su partido a la victoria en unas elecciones generales, Johnson fue designado sucesor de May cuando lo apoyó una mayoría de los 160.000 miembros del Partido Conservador. Elegido con una mayoría mínima en la Cámara de los Comunes, su predisposición a un brexit sin acuerdo ha erosionado todavía más su apoyo parlamentario. De hecho, su decisión de suspender el parlamento es un respuesta transparente al hecho de que ni él ni su medida política preferida disfrutan del apoyo claro de la mayoría de sus miembros.
John Bercow, el portavoz de la Cámara de los Comunes, ha dicho de los planes de Johnson que son “un escándalo constitucional. Se vista como se vista, resulta cegadoramente obvio que el objetivo de la suspensión sería evitar que el parlamento debata sobre el brexit y cumpla con su deber”.
En todo caso, esta contundente declaración mitiga lo anómala que es esta crisis constitucional británica. Antes de que el Reino Unido adquiriese una reputación de moderación, el país tuvo una sangrienta guerra civil en torno al principio de que las Cámaras del Parlamento debían servir para controlar los caprichos del ejecutivo. Ahora el primer ministro ha suspendido temporalmente el parlamento para superar la voluntad de una mayoría de sus miembros.
El sistema político británico está demasiado asentado como para que lo destruya un hombre o incluso una crisis política. A pesar de su evidente desdén por la democracia parlamentaria, Johnson no puede ni quiere ir tan lejos como como Recep Tayyip Erdogan en Turquía o Nicolás Maduro en Venezuela, líderes populistas que han encarcelado a decenas de sus críticos y han abolido las elecciones justas y libres. Los críticos de Johnson, evidentemente, son libres de denunciarlo en la prensa, y el parlamento podrá finalmente retomar su tarea cuando se reúna de nuevo en octubre. Pero aunque sería una gigantesca exageración decir que el ataque de Johnson a la constitución no escrita de Gran Bretaña representa la muerte de la democracia parlamentaria, es igualmente fútil negar que intenta evitar que las instituciones democráticas del país den forma a una decisión de enorme importancia.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Yascha Mounk es director de Persuasion.