El mal de la violencia contra las mujeres aqueja a nuestra sociedad desde hace miles de años. La historia nos ha colocado en una situación distinta a la de los hombres y no para bien. Las mujeres siempre hemos sido tratadas como si fuéramos la sombra de los varones, las personas “de segunda”, las cuidadoras, las detallistas, las sensibles y emocionales; las madres. Estas características asociadas con el ser femenino determinaron que las mujeres somos débiles. Y esta debilidad que nos caracteriza, nos hace ser controlables y por qué no, merecedoras de violencias, sobre todo, cuando queremos romper con ese rol impuesto socialmente.
A lo largo del tiempo se ha intentado deconstruir algo que no tiene ninguna justificación más que el propósito de someternos a un régimen que nos mantiene al margen. Como consecuencia, el derecho, que son las reglas que determina una sociedad para la convivencia social, lentamente se ha ido modificando para reivindicar que las mujeres somos igualmente personas, tenemos los mismos derechos y que la discriminación por sexo y/o género no está permitida.
Sabemos que las leyes pueden transformarse, pero en México vemos cómo la sociedad en la que deben de aplicarse, muestra resistencia. El contexto sigue siendo sexista aunque las reglas cambien. Queda entonces un vacío enorme entre la ley y la realidad. Se acumulan leyes, pero la vida de las mujeres no cambia. Siguen siendo asesinadas (por sus parejas o por desconocidos), desaparecidas, violadas, acosadas, obligadas a ser madres y a veces morir en el parto.
Este 2019 se cumplieron 40 años de la adopción de la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra las Mujeres (la llamada CEDAW). Este estándar de oro fijado a nivel internacional establece reglas básicas: las mujeres deben ganar el mismo sueldo por el mismo trabajo; las mujeres pueden participar en la política en igualdad de circunstancias; los cambios que se impulsan deben considerar las diferencias biológicas y la historia de discriminación. Una lista de cuestiones que a simple vista parecen obvias, pero no forman parte de la vida cotidiana de las mujeres y tenemos que pelear por ellas todos y cada uno de los días.
La rabia que vemos hoy en nuestro país no puede entenderse si se desconoce la historia de injusticias, resistencias y protesta. Lo que algunos han llamado vandalismo son muestras del hartazgo que miles de mujeres sentimos porque las cosas no cambian. Rabia de que nuestras amigas, nuestras hermanas, nuestras primas, tías y vecinas sigan teniendo que soportar comentarios como “estás en tus días”, tocamientos no deseados, avances sexuales no consentidos de varones, estrangulamientos de quien dice que las ama. No son reclamos en vano, es una realidad cruda que debería trastocarnos como sociedad. Tendría que indignarnos y hacernos reflexionar. Llevarnos a preguntar en qué hemos fallado, en qué podemos contribuir desde lo personal para que esta barbarie pare. Los monumentos son lo de menos.
Hace sólo cuatro meses se hizo público el caso de una menor de edad que denunció haber sido violada por policías en la Ciudad de México. Una parte de la sociedad le creyó a ella, otra decidió que no era una buena víctima. Había bebido, venía de una fiesta y estaba sola. Las autoridades tampoco le creyeron y filtraron datos personales y videos sin haber concluido la investigación que determinara qué había en realidad ocurrido.
Ese caso no es un hecho aislado. Sabemos que en el último año la Fiscalía de Delitos Sexuales en la Ciudad de México cuenta con 117 carpetas de investigación contra policías y/o guardias de seguridad. Muchas mujeres llevan tiempo sintiendo miedo de los cuerpos policiacos, esos que han sido denunciados por violaciones a derechos humanos de manera recurrente y que han sido sentenciados en casos como el de Atenco, en donde torturaron sexualmente a mujeres. La frustración que sienten las mujeres frente a las respuestas insensibles y equivocadas de las autoridades a casos como estos hacen crecer la ira. Las pintas, los vidrios rotos y la brillantina parecieran poca cosa frente al descaro del Estado ¿Se esperaría otra cosa frente a la violencia estructural y sistémica que tiene aterradas a las mujeres del país? ¿Frente a declaraciones que consideran a este hartazgo y protesta como una provocación?
Cada 25 de noviembre, día internacional de la eliminación de la violencia contra las mujeres, hay protestas para recordar que las leyes no han sido suficientes, que las estrategias deben ser otras si queremos dejar de ser un país machista en donde más de la mitad de la población es violentada, al grado de ser asesinadas. En este marco, las autoridades decidieron desplegar a un grupo de servidoras públicas para acompañar la marcha –a las que llamaron “mujeres de paz”– y a más de 2 mil elementos de policía. También optaron por proteger los monumentos cubriéndolos con plástico.
Todas estas medidas, que ignoraban que la protesta social es un derecho que el Estado debe garantizar, y no una provocación, sí sirvieron para provocar nuevamente la ira de las mujeres. Vimos escenas que una parte de la sociedad reprueba. Les molesta ver a las mujeres en actitudes consideradas comúnmente como “masculinas”. Piensan que “se ve mal”. La violencia está tan normalizada que esa energía invertida en mostrar desprecio por el supuesto vandalismo no se ha transformado en apoyo, solidaridad y reclamo en favor de las familias que sufren cada día por la pérdida de una mujer en su vida a manos de un agresor.
Pero el feminismo es grande. Se transforma, se renueva, reinventa y suma. Las movilizaciones que vemos hoy nos dan esperanza. Nos hacen pensar que tarde o temprano las mujeres vivirán libres, felices y en paz. Las nuevas generaciones ya no tienen miedo de alzar la voz, de enfrentarse a nuestros políticos que solo tienen saliva para decirnos que se abrirán espacios de diálogo, que hay compromiso. Porque mientras esos discursos sucedían, Abril Cecilia Pérez fue asesinada. El mismo 25 de noviembre. Una ironía que duele hasta los huesos.
Lo que le sucedió a Abril es insólito. Ella creyó en el sistema y denunció que estaba siendo víctima de violencia por parte de su pareja, quien la golpeó mientras dormía. Pero un juez, que no será el único, dudó de la gravedad de lo sucedido y reclasificó el delito. Permitió que el agresor, luego de poco tiempo en prisión, siguiera su proceso en libertad, ignorando el riesgo que esto implicaba para Abril, a quien finalmente le quitaron la vida en hechos que aún son investigados y de los cuales las autoridades aún no tienen mayores pistas.
Que no nos digan más que la denuncia es nuestra mejor defensa. Que no nos digan más que necesitamos más clasificaciones de delitos o mayores penas, y que la prisión preventiva oficiosa es sinónimo de justicia. La apuesta por el modelo punitivo no es la vía. Lo que se requiere es un cambio cultural. Una apuesta de mediano y largo plazo en donde las relaciones entre mujeres y hombres se reconstruyan. En donde los niños no sean educados desde temprana edad para ser unos machos bajo el discurso de que a “las mujeres no se les toca ni con el pétalo de una rosa”. No queremos más la hipocresía de festejar a las madres pero al mismo tiempo validar y reproducir la violencia en su contra.
La emergencia que hoy vivimos amerita reflexiones profundas, no respuestas rápidas y mediáticas. El Estado es el último responsable de que en un futuro cercano historias como las de Abril sean vistas como algo lejano e imposible de pensar. Yo quiero que mi hijo pueda seguir siendo el hombre sensible, emocional, cariñoso y divertido que es hoy. Que sus preguntas –“¿por qué dicen que el rosa es de niñas? ¿Por qué no hay vestidos para niños? ¿por qué me dicen que tengo que tener novia?”– no sean motivo de burlas y risas, sino que sean valoradas y tomadas en serio, pues están encaminadas a transformar nuestra sociedad machista. Pensar que lo que la sociedad espera de él es que sea fuerte, violento, proveedor y heterosexual es algo que me quita el sueño todos los días.
es abogada feminista y hasta febrero de 2020 fue directora del Grupo de Información en Reproducción Elegida, A. C.