Los costes sociales de la transición energética

Acompañar en la transición energética a quienes no se ven beneficiados por ella a corto plazo exige un ejercicio de escucha y comprensión de las necesidades de los vulnerables.
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La lucha contra el cambio climático se ha convertido en una de las grandes prioridades a nivel mundial en el siglo XXI. Desde el Protocolo de Kyoto al Acuerdo de París y sus posteriores consecuencias, los países del planeta Tierra han venido comprometiéndose a un ambicioso objetivo de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) con el fin de evitar un aumento de más de 2ºC en la temperatura global del planeta para el año 2050.

Esta meta se ha concretado en objetivos específicos en aras de consolidar una evolución sin pausa pero segura de la transición energética. Es especialmente llamativo el compromiso europeo que presenta, además de en objetivos de reducción de emisiones GEI, en objetivos de penetración de energías renovables sobre la demanda de energía final y en objetivos en materia de eficiencia energética.

Sin embargo, la puesta en marcha de algunas de estas medidas ya ha comenzado a desatar una serie de problemas que han venido seguidos de oleadas de protestas. Recientemente, en un recomendable artículo de El Confidencial, Isidoro Tapia se preguntaba si las políticas contra el cambio climático están incrementando la desigualdad de nuestras sociedades. En concreto, se centraba en el caso del diésel (combustible que, si bien contiene emisiones GEI, su principal efecto es la contaminación del aire) en el que las subidas impositivas planteadas por gobiernos como el francés “se ceban sobre los hogares de rentas más bajas (que, precisamente por el menor coste del combustible, compraron en una proporción mayor estos vehículos)”. Lejos de pensar que estos fenómenos han aparecido con la reforma fiscal sobre el transporte que el Gobierno de Emmanuel Macron trató de acometer este mismo otoño, lo cierto es que ya ha habido varios precedentes (algunos, también recogidos en el mismo artículo).

Sin ir más lejos, la promoción de las energías renovables a través del necesario apoyo público para retribuir estas tecnologías sobre el precio de mercado con el fin de que fuesen rentables para los inversores condujo a un aumento más que significativo de los precios de la energía eléctrica, dado que este apoyo público se repercutía directamente sobre los consumidores a través de la fijación de peajes (método conocido como feed-in-tariff). Esta circunstancia, unida a la crisis económica global es lo que ha conducido en varios países a lo que se conoce como pobreza energética, debido a la insuficiencia de renta de los consumidores para asumir el incremento de precios derivados de la lucha contra el cambio climático.

Retomando la tesis de Isidoro Tapia, el artículo acababa señalando que “el imprescindible avance de las políticas contra el cambio climático no debería ser a costa de crear sociedades más desiguales”. Por tanto, se identifica de manera clara lo que podría llamarse “perdedores de la transición energética”. Este concepto nos remonta de manera inmediata a otro mucho más manido: el de “perdedores de la globalización”. En ambos casos hablamos de vulnerabilidad social ante un fenómeno con marcado carácter global dada la magnitud del cambio que tiene lugar. Estamos ante fenómenos de transformación que, como suele ser habitual, conllevan una mayor dificultad para aquellos con menos recursos.

Cada nuevo horizonte u objetivo que nuestras sociedades se proponen, implica necesariamente mejoras en el bienestar material, incluso aunque nos refiramos a fines como la igualdad de género o la sostenibilidad medioambiental en el presente siglo. Todas las conquistas sociales del pasado trajeron consigo un enfrentamiento más o menos directo entre ganadores y perdedores frente al statu quo (y es esta circunstancia la que motivó los análisis marxistas basados en la lucha de clases).

A pesar de lo lejanas que nos parezcan ahora las conquistas del sufragio universal, la igualdad racial o los derechos de los trabajadores, en todos esos casos se enfrentó una fuerte oposición para conseguir dichos objetivos. Sin embargo, de manera somera, es posible apuntar que aquellas conquistas de los siglos XIX y XX tenían una característica claramente distinta a los desafíos presentes: sus potenciales beneficiarios eran los más desfavorecidos, mientras que en la actualidad nos encontramos ante un desafío que concierne a toda la humanidad y para el que una gran parte de la población no tiene medios para afrontarlo sin costes traumáticos.

El caso del cambio climático es una lucha particularmente compleja, dado que los beneficios de este ambicioso proyecto no son visibles a corto plazo. Es más, ni siquiera se puede hablar estrictamente de beneficio, sino más bien de evasión de perjuicios (algunos de los cuales serían auténticos desastres para la especie humana) y que algunos incluso hoy se empeñan en cuestionar, probablemente animados por la ausencia de efectos inmediatos y perceptibles en su entorno más cercano.

Estas circunstancias, a su vez, no se relacionan de manera adecuada con la organización de sociedades complejas y heterogéneas como las nuestras, donde la colusión con el ciclo político-electoral impone un horizonte cortoplacista. Ante el desafío a largo plazo que supone el cambio climático, la política ha adoptado dos posturas antagónicas e indeseables: el negacionismo empedernido apoyado en una supuesta eficiencia económica y el electoralismo desaforado apoyado en la bandera del ecologismo. España es un ejemplo nítido de ambos extremos en el siglo XXI y de lo inefectivo e ineficiente de ambas políticas.

Sin embargo, cabe reiterar la coincidencia del fenómeno con otras transformaciones que tienen lugar a día de hoy. Lejos de compartimentar las situaciones de vulnerabilidad que expone la globalización y la lucha contra el cambio climático, es necesario tomar la realidad como un conjunto y diagnosticar adecuadamente el problema que la crisis económica ha revelado. No existen pobres energéticos, no existen pobres laborales, no existe incluso la pobreza infantil como concepto aislado; existe sencilla y crudamente la pobreza.

Acompañar en la transición energética a la ciudadanía que no se ve beneficiada a corto plazo por la misma y que no es capaz de comprender la importancia del proceso exige no solo un importante ejercicio de comunicación por parte de la política, sino también un más importante ejercicio de escucha y comprensión de las necesidades de los vulnerables.

La mera imposición, apoyada en el convencimiento de que se está en el lado correcto de la historia, nunca será un arma efectiva si se pretende consolidar una tarea tan ambiciosa como esta y que requiere de una participación activa de toda la ciudadanía. Adaptar los instrumentos adecuados a las necesidades de la ciudadanía debe ser la principal respuesta para acompasar el proceso sin caer en un conflicto irreversible. Sin embargo, esos instrumentos no deben focalizarse solo en las necesidades energéticas sino formar parte de una estrategia general contra la vulnerabilidad social, una estrategia global contra la pobreza y la exclusión.

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