Transformador político autoritario. Creador de instituciones que persisten. Multiplicador de burocracias inútiles. Impulsor de proyectos desarrollistas. Constructor fracasado de elefantes blancos. Oportunista aliado de la izquierda global. Represor sanguinario de la izquierda nacional. Exaltado creyente de la superioridad de lo mexicano. Limosnero de la atención y el aplauso extranjeros. Enamorado de cada palabra pronunciada por él. Vengativo con cada palabra escrita contra él. Enemigo justiciero de los ricos. Convenenciero manipulador de los pobres. Populista, siempre populista. Esos son los trazos que forman el retrato histórico del expresidente Luis Echeverría Álvarez (1922-2022) y que se confirman al analizar sus discursos.
Luis Echeverría llegó al poder en 1970, en una época en la que el presidente de México era una figura todopoderosa, reverenciada y temida. Sus discursos reflejan la naturaleza cerrada, autoritaria y poco competitiva del sistema político de la época, uno en el que el éxito político exigía labia para la intriga en palacios, oficinas y restaurantes y no elocuencia para ganar almas en las plazas ni llevar votos a las urnas. Se trataba de hablar para agradar al Señor director, luego al Señor subsecretario, luego al Señor secretario y luego al Señor presidente, nunca al ciudadano. Se buscaba usar el lenguaje más rebuscado posible para ocultar intenciones y ambiciones bajo el disfraz de la épica histórica, de la reivindicación del “pueblo” y del voluntarismo transformador.
Echeverría trató de renovar en el discurso a un sistema político en el que los gobernantes siempre estuvieron por encima de los gobernados. Ese sistema se llamaba entonces “La Revolución Mexicana”, y había pasado de ser un tótem idolatrado a una entelequia vacía de contenido y significado, especialmente para los jóvenes. Echeverría quiso darle nueva vida a la Revolución vistiéndola con los ropajes de la rebeldía contra el establishment de las sociedades de los convulsos años setenta. En su discurso de toma de posesión deja ver que la versión de “La Revolución” que él encabezaría sería una en la que los pobres irían primero, porque “mientras los más humildes no alcancen niveles decorosos de existencia, el programa a cumplir seguirá en pie de lucha”. En esa lucha justiciera, el Estado era el protagonista, no el individuo. Y en ese México el Estado era el presidente. De su sola voluntad dependía “compartir el ingreso con equidad y ampliar el mercado interno de consumidores“, “distribuir el bienestar” y que la economía alcanzara “una marcha autosostenida”, todo lo cual era posible porque “la inversión pública tiene la fuerza suficiente para dirigir el crecimiento”.
Cada discurso de Echeverría, largo, exagerado y rebuscado, le da la razón a Julio Scherer García, quien dijo que el personaje hablaba un “lenguaje cenagoso”. Parece que su intención era enturbiar, no aclarar. Y vaya que Echeverría enturbió el panorama social del país. Frecuentemente usaba el poder del podio presidencial para estigmatizar a los empresarios como causantes de los problemas económicos de la época. En su tercer informe de gobierno, culpaba a “los grupos privilegiados” de lo mal que iban las cosas porque “confunden el progreso en general con el suyo propio y combaten todo cambio que amenace sus beneficios particulares”. La oposición y la crítica eran muy mal vistas por el entonces presidente, quien les reprochaba en ese mismo discurso no haber “entendido el sentido y la necesidad de las transformaciones que impulsamos”.
En ese ambiente de polarización desde el poder se dieron secuestros de prominentes hombres de negocios por parte de grupos radicales violentos. En 1973, uno de esos grupos mató en un intento de secuestro en Monterrey a Eugenio Garza Sada, uno de los empresarios más respetados e importantes de la época. Pero en su cuarto informe, lejos de buscar la reconciliación social, reducir la crispación y procurar la justicia, Echeverría aseguró que los “terroristas” que estaban cometiendo esos secuestros eran “niños de lento aprendizaje” con “un alto grado de homosexualidad”, que veían “muchos programas de televisión” patrocinados por “nuestros empresarios privados”.
Tal vez el discurso más sincero de Luis Echeverría fue el que pronunció en la UNAM en 1975. El presidente acudió para inaugurar el ciclo escolar, convencido de que sus abrazos con Mao, sus fotos con Castro y su cálido recibimiento a la viuda de Salvador Allende le habían ganado las simpatías de la izquierda estudiantil. Para su asombro, fue recibido con protestas, gritos y silbidos de rechazo. Cuando las interrupciones a su discurso no lo dejaban hablar, él gritaba enojado a los estudiantes frases como “¡El grito anónimo es cobarde!” “¡Escuchen lo que voy a decir!” “¡Así gritaban las juventudes de Hitler y Mussolini!” “¡Las juventudes de Allende sabían discutir!” “¡Escuchen, jóvenes manipulados por la CIA!” “¡Escuchen, jóvenes profascistas!” Ahí quedó claro que, para él, quien disentía era cobarde, hitleriano, manipulado, fascista. Ese era el verdadero pensamiento político de Luis Echeverría Álvarez. Por eso debe ser recordado, no solo por devaluar el peso, sino también por depreciar enormemente el valor de la palabra.
Especialista en discurso político y manejo de crisis.