Foto: Elvert Barnes, CC BY-SA 2.0, via Wikimedia Commons

Washington en código árabe

Las conversaciones sobre Medio Oriente han estado presentes en este año electoral estadounidense. ¿Cómo leen la contienda las poblaciones y los gobiernos de la región?
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En 2013, cuando el gobierno de Bashar al-Assad lanzó sobre Goutha, al sur de Damasco, un ataque con armas químicas, la inacción del presidente Obama se constituyó en uno de los elementos más recientes y complejos en la relación del mundo árabe y un sector de su población con Estados Unidos. Meses atrás, en 2012, Obama había señalado que el empleo de ese arsenal implicaría cruzar una línea roja que lo llevaría a intervenir en la entonces joven guerra civil en Siria. La retórica simplista se ha decantado por el antiamericanismo o antiimperialismo tradicional para explicarse la correspondencia entre ambas partes. Desde entonces y tras los saldos de más de una década, el rechazo incorpora pensar, sin muchas dudas, que, si la Casa Blanca hubiese actuado, ni la guerra se habría extendido, ni Bashar hubiese ganado, ni la intervención rusa habría dejado tal número de muertes y destrucción. Algo de ese espíritu se contagia al hablar de otros conflictos regionales. Ya sea a causa de la inacción, el respaldo o la venta de armas a diversos actores –Egipto e Israel son quienes reciben más ayuda militar de Washington–, en las zonas de conflicto medio orientales no se quiere a Estados Unidos y con dicha óptica se ven sus elecciones. Casi.

A lo largo del último año, por razones obvias, Medio Oriente ha estado presente en las conversaciones alrededor del proceso electoral estadounidense: Palestina, Israel, Irán, Hezbolá, los hutíes. Las protestas en diversos campus universitarios, una muy particular relación del expresidente Trump con el gobierno de Israel y las vulnerabilidades de la presidencia de Biden abrieron la puerta a las dudas sobre el impacto de la guerra en Gaza en los resultados de noviembre. Afganistán, sin ser parte de Medio Oriente, pero con todos sus problemas, guarda un lugar en el caleidoscopio de la zona. Su mención en el debate Trump-Harris lo registra. A Estados Unidos le falta tiempo para disipar el fantasma afgano.

¿Qué tan relevantes son para lo medio oriental y sus cercanías, diásporas incluidas, las elecciones por la Casa Blanca?

Las implicaciones de su resultado obligan a la atención, aunque es menos de la esperada y políticamente adecuada. Importan y no lo hacen, en simultáneo. Para una región del mundo indisociable a sus consecuencias, las elecciones de este año en Estados Unidos son más significativas que las de 2020. En cierta forma, aquella región las llega a ver como un espejo de los malentendidos democráticos antes que de sus virtudes. Sobre todo, por uno de sus candidatos, pero no solamente.

En un fenómeno consumido por una relación esquizofrénica con gobiernos autoritarios y ánimos fundamentados para un rechazo a menudo bipolar, Estados Unidos, para Medio Oriente, puede balancearse entre la imposibilidad idealizada de la fantasía democrática y la no referencia de democracia, como el obstáculo para las contradicciones que forman la perspectiva que parte de la región tiene de ella.

¿Cuál es el código árabe, musulmán, de Medio Oriente o África del Norte para leer el proceso electoral norteamericano?

En la imprecisión generalizada de lo medio oriental, las elecciones estadounidenses cuentan, por lo menos, con cuatro códigos principales de lectura. Uno es el de quienes viven en los conflictos. Para ellos, el resultado es indiferente. El caso sirio sirve de ejemplo. En Siria, si acaso, Trump cuenta con uno que otro respaldo por atacar a Bashar como no lo hizo Obama.

Otra manera de interpretarlas y tomar acción es la de las diásporas áraboamericanas, votantes que se estima pueden sobrepasar los dos millones y medio. Una más para los gobiernos relacionados con Irán, la lectura menos retadora intelectualmente; y también la de los gobiernos del Golfo. Solo el código de los votantes áraboamericanos guarda relación con las poblaciones en zona de conflicto: Siria, Irak, Palestina, etcétera. Son sus familiares, sus pasados.

El antiamericanismo en Medio Oriente siempre existió, pero con distintas fases. Es un eficaz insumo político para algunos de los gobiernos en la región. No para todos. Anclado en la retórica de Guerra fría y los devenires de la Revolución islámica de los ayatolas, es un discurso que se enfrentó al desarrollo de los países del Golfo y las muchas e infructuosas búsquedas por conseguir acuerdos de paz y coexistencia. Especialmente entre Palestina e Israel. La historia y tragedia de los mayores fracasos de nuestra era es conocida.

En ese tenor, la exigencia de retirada de tropas estadounidenses también siempre fue una constante. Luego de Afganistán, algunos empezaron a temer sus costos. La ecuación terminó siendo de solución imposible. Dentro y fuera, Medio Oriente, como conjunto, no guarda la sensación de mantener la relevancia que una vez tuvo para Washington. Irán concentra toda atención. Entonces se opta por una mirada transaccional de beneficios compartidos e inmediatos.

En buena medida, de ahí la óptica con la que algunos ven las elecciones de noviembre. En general, los países del Golfo se sienten más cómodos con la mentalidad de bienes raíces que encuentran en el candidato republicano. La demócrata obliga a hacer política, la cual siempre es lenta y su gran virtud está en la conciencia de sus logros limitados.

Históricamente, la diáspora áraboamericana es de tendencia demócrata. En 2020, alrededor de 60% votó por Biden y 35% lo hizo por Trump. La política de restricción migratoria que impuso al inicio de su mandato contra ciudadanos de 13 países de mayoría musulmana, las limitaciones para equipaje de mano en vuelos provenientes de países árabes o el establecimiento de la embajada en Jerusalén generaron un temor a su reelección.

De ese universo de votantes, solo la cuarta parte es musulmana practicante. Sin importar su identidad religiosa, todos han reaccionado negativamente a las políticas de la administración Biden en Gaza. Criticaron con fuerza a Hamás. Luego de la operación israelí, los primeros intentos de la Casa Blanca por acercarse a esta comunidad se enfrentaron a un enojo natural que llegó al rechazo de más encuentros. Sin ser un voto capaz de modificar el resultado electoral, ningún cálculo sensato la subestima. California cuenta con más de medio millón de votantes, Nueva York más de 300 mil. De acuerdo con el Comité de Antidiscriminación Árabe, la organización más grande en Estados Unidos para la defensa de derechos civiles enfocados al demográfico, en Michigan, con cerca de 400 mil votantes, y en otros estados columpio como Florida o Pennsylvania, 60% de la población áraboamericana se inclinó por Biden en 2020, y antes de que este se retirara de la carrera por la presidencia, solo 18% mantenía su apoyo. La nominación de Kamala Harris apenas aumentó un 7% las preferencias.

La respuesta no fue la despolitización ni el viraje a Trump. Su tono antiárabe y antimusulmán actúan como antídoto. Una candidata, absolutamente intrascendente en términos reales, se ha beneficiado con sus posturas propalestinas: Jill Stein, del Partido Verde, parece rondar arriba del 45% de las intenciones. Poco ha impactado el fervor con el que defiende a Assad. Stein argumenta al estilo de Chomsky, quien privilegia el antiamericanismo y lo usa para justificar una dictadura y sus miles víctimas. El ascenso de Stein entre la comunidad es llamativo y un cae en la calificación esquizofrénica de las primeras líneas, ya que entre sus miembros hay ciudadanos con raíces sirias.

Durante las primarias demócratas, en la comunidad áraboamericana se extendió el movimiento de los “uncommited”, que buscaba castigar a Biden emitiendo votos en blanco. Entrado el proceso, dicha postura ha crecido.

Si algo es constante es el error de lectura a largo plazo. Trump ya amenazó con reactivar el veto a viajeros de países de mayoría musulmana si gana. Su vieja posición contra los organismos de ayuda internacional repercutiría en la supervivencia de cientos de miles.

Luego está la coincidencia bipartidista. Si bien ninguno de los candidatos resolverá los problemas –mucho menos el conflicto madre que está a punto de cumplir un año en su nuevo capítulo–, con Trump el barbarismo puede acercarse a recuperar un espacio que hoy tiene perdido. A Sinwar le funciona Trump para enaltecer su salvajismo contra las peores caras de Estados Unidos, a Netanyahu para subsistir a merced de la muerte como bandera política.

El voto de la comunidad árabeamericana puede seguir sin ser definitorio, pero el de los estados columpio donde los demócratas perdieron su simpatía tradicional sí lo es. ~

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es novelista y ensayista.


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