Foto: Coyau / Wikimedia Commons

La República olvidada

Abundan en México y otros países las señales de deterioro democrático, aunque quizás hablan de algo más preocupante: el desgaste de los elementos que permiten la existencia de una república moderna.
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¿Ha sido realmente profunda la reflexión del lugar donde se encuentra nuestra relación con la democracia? Entre las preguntas menos resueltas de los desvaríos constitucionales en México, desde la entrega de tareas a las Fuerzas Armadas, pasando por el insistente desequilibrio de poderes de Estado –fomentado dentro del Estado– a la colección de propuestas de reformas recientes, es válido dudar si seguimos dialogando y haciendo política bajo códigos democráticos.

Con distintas dimensiones el fenómeno no es privativo de este país. En la región nos encontramos nosotros o El Salvador y en estos como en otros casos siempre me han dejado insatisfecho las respuestas comunes alrededor del gusto por ciertos gobiernos y sobre todo, la aceptación en sus sociedades hacia los militares. En aquellos que están dentro del canon populista, la sobresimplificación de la política y la democracia –encarnadas en la retórica de dichos gobiernos– o bien, la mentira constante como herramienta de administración ligadas a la inmediatez o a la indiferencia social, pueden acercarse a las razones emocionales de una población para admitir realidades poco democráticas pero estas escapan de los aprendizajes en los fracasos regionales decantados por ilusiones de seguridad o justicia.

Que las fuerzas armadas ocupen espacios de la vida civil es solamente el ejemplo más evidente de transgresión a los parámetros de la habitabilidad política más básica. Lo mismo que el intento de captura desde el poder a los organismos judiciales o a las instituciones de vocación plural. Tradicionalmente, estos son fenómenos impuestos por medio de la coerción, golpes de Estado o golpes legislativos. Pero en los entornos de algunas singularidades cada vez más frecuentes, de las cuales el caso mexicano es epítome, a la propaganda y a la manipulación les tendemos a adjudicar los favores de un poder blando capaz de legitimar durezas, relativizar inventarios de barbaridades, llevar a las sociedades a entregar por sí mismas sus construcciones y espacios de maniobrabilidad y salvaguarda política. 

La falta de libertades o el riesgo a las mismas termina siendo la consecuencia natural en estas rutas de deterioro democrático, aunque quizá estamos hablando de un descenso aún más preocupante y de difícil salida: el deterioro de los elementos que permiten la existencia funcional de una república moderna. Aquí los ciudadanos tenemos una responsabilidad inmensa. La rendición de cuentas, exigencia absoluta a los gobiernos, tiene su equivalente en los votantes; se efectúa por medio de la defensa de nuestras garantías y la revisión o rectificación del voto.

Hemos pronunciado poco la palabra república en dos décadas de gritar democracia. México, como le ha sucedido a otros países en esta época, creyó suficientes sus exclamaciones y dio por sentada su solidez sin detenerse a pensar en la supervivencia y reforzamiento de los entendimientos republicanos. La democracia mexicana desató un fenómeno que desconocía cuando se arrojó a él: no hay gran lugar para su desarrollo cuando los aparatos de gobierno llegan a ser dominados por los rentistas de las militancias de los partidos.

Las nociones alrededor del concepto de república tienden a percibirse difusas, no lo son. Tampoco son intrínsecas al secuestro del apelativo por parte de algún partido político. En sus interpretaciones actuales se le llega a considerar un sinónimo de Estado; forma parte de la misma evolución. Su base es el respeto a los derechos fundamentales, la idea de establecer un país bajo el principio de igualdad jurídica.

La democracia mexicana desató un fenómeno que desconocía cuando se arrojó a él: no hay gran lugar para su desarrollo cuando los aparatos de gobierno llegan a ser dominados por los rentistas de las militancias de los partidos.

En una suerte de extravío desde Platón a Rousseau terminamos por nombrar repúblicas indistintamente: todo experimento político aseguró ser una. El pensamiento legitimado con provenir de las leyes emanadas de un pueblo soberano se prestó para la relativización napoleónica que hoy resuena tanto en el anarcobonapartismo de los populismos contemporáneos como en los caudillismos más estructurados.

La abolición del poder unipersonal fue lo que hizo república; esta deja de funcionar cuando el individuo de poder y su grupo no respetan las leyes, los acuerdos hechos para todos, rompen el espíritu de convivencia social y política por el que surgen las coincidencias con el Estado.

Conforme la conceptualización democrática desplazó a la republicana, absorbió algunos de sus elementos. La limitación del tiempo en el poder, la separación entre la justicia y el ejercicio político, el valor de la representación parlamentaria –sí, incluso en un sistema como el nuestro–, y con ella del diálogo y el respeto al desacuerdo. También diluyó algunas de sus reflexiones –la preocupación sobre el riesgo del despotismo ligado a la afirmación de soberanía de representación popular– y admitió la incorporación de ideas simplificadas: la democracia no es equivalente de libertad, se encuentra fuera de sus atributos seminales, pero como la justicia, ambas son posibles y sujetos de búsqueda dentro de los futuros democráticos.

El tiempo primero banalizó el concepto de república y encumbró las nociones democráticas, pero luego banalizamos también la idea de democracia y fuimos prescindiendo del pensamiento acumulado para llegar a ella. De ahí el malentendido hacia todas sus hijas. La libertad o la justicia estarán determinadas por la verdad. ¿Qué se hace si asumimos que la democracia puede existir en medio de las mentiras? ¿Qué le sucede a un país cuando estas se transforman en su instrumento de formación política, cuando máquinas de ecos buscan imponer relatos que ni siquiera escogieron, siempre al amparo de los furores tribales?

Se refuerza la cultura del engaño desde el poder y el rechazo a entender a éste como sujeto máximo de la ocupación intelectual que debe ser pensado cotidianamente como parte de la preocupación republicana. La ausencia de esta reflexión vigilante y constante pude explicar la porosidad de conciencia democrática.

Primero se entiende y establece la república. Si hay algo de pedagogía política y disciplina, la democracia se convierte en su manera más cercana para equilibrar sus contradicciones.

A partir de la idea de proteger a los ciudadanos, incluso de sí mismos y los humores naturales a la convivencia entre diferentes, la república se estructuró en instituciones que responderían bajo el principio de igualdad jurídica. Por la conciencia republicana hacia las posibilidades de daño autoinfligido desde los ánimos sociales del momento, la república nunca vio con buenos ojos los esquemas de democracia directa ni aceptó que figuraran con demasiada relevancia en los aspectos primordiales de sus versiones modernas. Eliminan con facilidad el piso institucional capaz de brindar un objetivo compartido para, en su lugar, situar a un grupo específico de individuos por encima de aquella igualdad.

La evolución política mexicana contuvo intenciones de conciencia democrática y pocas de republicana. En México construimos nuestra realidad siendo una sociedad mal relacionada con la ley, pero que guardaba un marco constitucionalista. Sin pilares fundacionales muy definidos fuera de las épicas nacionales, redujimos la vocación democrática a la presión del número y nos conformamos con lo electoral. A esos dos entornos les dimos la forma de Estado nación.

Cuando los menos democráticos se hacen llamar demócratas, es momento de llamarse republicanos. En república lo que hay es ciudadanos. ~

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es novelista y ensayista.


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