Se habla de asesinatos seriales. Las víctimas: muchachas jóvenes de entre 15 y 22 años, obreras de la maquila, delgadas, morenas y de cabello largo. Casi todas —se afirma— fueron violadas y estranguladas. Cientos de ellas sufrieron mutilaciones, les cercenaban lo pechos como parte de un extraño rito antes de que sus cuerpos fueran abandonados en el desierto.
Hace cerca de 20 años que empezó a llamárseles “las muertas de Juárez”, pero fue apenas en 2005 cuando la periodista Diana Washington usó cada uno de esos detalles para escribir un libro llamado Cosecha de mujeres, en el que narra tras una “exhaustiva investigación” que en los numerosos asesinatos están involucrados los hijos de familias prominentes de Juárez, vinculadas con el narcotráfico y protegidas por las autoridades. La autora describe un safari, fiestas orgiásticas en las que las jóvenes son violadas, asesinadas y marcadas con un cuchillo en la espalda, donde sus victimarios les dejaban un triángulo, “símbolo de la ultraderecha”.
El periodista juarense José Pérez-Espino es uno de los pocos que no reaccionan con espanto cuando escuchan estas historias. Son falsas, dice categóricamente. Se muestra renuente a usar el término de “muertas de Juárez” popularizado con el paso del tiempo, el cual considera discriminatorio y peyorativo, pues sobresimplifica lo que no son simples muertes, sino crímenes impunes.
Si se hiciera periodismo de investigación o una documentación de casos en lugar de ficción especulativa, opina Pérez-Espino, “habríamos advertido una violencia estructural que tiene como fondo una problemática complejamente simple como la falta de infraestructura como el transporte público, pavimentación, alumbrado público, las condiciones de hacinamiento en los hogares y los sectores bajo control de grupos criminales”.
Los asesinatos de mujeres registrados de 1993 a diciembre del 2008 en Ciudad Juárez, según el informe Homicidios de Mujeres en Ciudad Juárez, elaborado por la Procuraduría de Chihuahua, ascendían a 447 y la mayoría de estos eran atribuidos a la violencia doméstica asociada a la misoginia y la violencia de género, reconocida y documentada a detalle en la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra México por los crímenes contra ocho jóvenes encontradas en el sitio llamado Campo algodonero.
El patrón de crímenes y las características comunes entre las víctimas que Diana Washington y otros autores como Sergio González Rodríguez o Víctor Ronquillo describían en sus respectivos libros sobre el tema (Huesos en el desierto, Las Muertas de Juárez), construyeron un mito a partir de una visión estereotipada de las mujeres asesinadas.
Trabajos publicados en medios como El Diario de Ciudad Juárez ofrecen detalles menos sórdidos en su narrativa sobre los crímenes contra las mujeres en esa frontera, pero van construyendo una explicación del fenómeno. Una investigación periodística realizada entre abril y mayo de 1996 estableció por primera vez la relación entre una serie de homicidios de mujeres cometidos hasta esa fecha con otros ocurridos en 1993. Se mapearon las áreas de donde la mayoría fue llevada por la fuerza, se documentó la relación que algunas víctimas tenían entre sí o con los sospechosos, además de la coincidencia de sus lugares de origen, trabajo, residencia y sitios donde fueron localizados sus cadáveres.
Se trata de zonas de alto riesgo (el centro de la ciudad, los parques industriales que se encuentran a lo largo del Eje Vial Juan Gabriel) en donde las jóvenes se exponen al tomar el transporte a sus casas o de sus casas al trabajo, sin vigilancia policial y con escaso alumbrado público. Son largos tramos bajo control de pandilleros, vendedores de drogas, sitios cercanos a vías del ferrocarril y a bodegas abandonadas que son utilizadas como casas de seguridad o para inyectarse heroína. No hay un asesino serial, explica el periodista; “no significa que sea la misma persona o un mismo grupo, sino muchos, lo que es peor”.
El problema fue agravándose —coincide Alejandro Páez en su libro La guerra por Juárez— merced a que las autoridades fueron omisas en su deber de vigilar los puntos de alto riesgo; desde 1996 urgía establecer medidas de vigilancia permanente en esas zonas.
Para Pérez-Espino, la falta de investigación y castigo en aquellos casos de 1993 a 1996 simplemente propició nuevos crímenes. “Como los medios publicaban los detalles ofrecidos por las autoridades, cualquiera mataba a una mujer y la dejaba en los lugares que se habían hecho públicos”.
El factor que se presenta de manera consistente en esta historia de violencia es el de la impunidad. Comenta: “Debe revisarse caso por caso para no generalizar. La búsqueda de un asesino serial o de traficantes de órganos evitó que las autoridades se pusieran a buscar, desde el inicio, a los verdaderos asesinos, porque le decían a periodistas y escritores oportunistas lo que ellos querían escuchar. En mi experiencia personal, he observado todo tipo de móviles… Hay policías, estadounidenses y mujeres entre los perpetradores”.
Uno de los intentos más claros de entregarle a los medios un gran monstruo, un multihomicida que explicara y resolviera toda esa violencia, fue la detención, el 9 de noviembre de 2001, de dos choferes, Víctor García Uribe y Gustavo González Meza, como responsables del homicidio de las ocho mujeres halladas en el campo algodonero. Cuando ambos fueron presentados ante los reporteros apenas podían caminar; previamente se les había torturado para que se confesaran culpables, los cocieron a patadas y toques eléctricos en los testículos, apagándoles cigarros ardiendo sobre la piel. González Meza murió convenientemente dentro del penal, al año siguiente.
El interés de algunos escritores por llevar el conteo de mujeres “cazadas” y por la descripción de los cuerpos mutilados tiene su contrapeso en trabajos como El silencio que la voz de todas quiebra, de Rohry Benítez, Adriana Candia, Patricia Cabrera, Guadalupe de la Mora, Josefina Martínez, Isabel Velázquez y Ramona Ortiz, del cual, se dice, abrevó Víctor Ronquillo para su libro.
Desdeñadas por Elena Poniatowska, a quien buscaron para que les ayudara a publicar su investigación y a quien “el tema de las muchachas muertas” le pareció muy “feo”, las autoras sostienen que los asesinatos no pueden ser vistos como expedientes o casos, sino como mujeres: cómo se llamaban, cómo eran, a qué se dedicaban. Si hay o hubo asesinos seriales en Ciudad Juárez, advierten, lo único cierto es que las versiones no han salido de una investigación criminológica seria por parte de las autoridades, sino que obedecieron a la presión de la opinión pública, de las familias y a la atención de la prensa internacional. Más claramente, al oportunismo de actores públicos que utilizaron estas historias de crímenes en serie para lograr sus propios fines y luego las desmantelaron con la misma velocidad.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).