Si la legislatura finalmente echa a andar, parece claro que la revisión de nuestra Constitución territorial va a estar en el centro del debate político. Esta es, sin lugar a dudas, una de nuestras reformas pendientes, el problema es que ahora los partidos independentistas que tienen la llave para dar a Sánchez el Gobierno quieren cerrarla a su conveniencia. Junts ya ha puesto su precio: una ominosa amnesia vía amnistía que no solo borre su culpa por la insurgencia en Cataluña, sino que deslegitime la respuesta que dio el Estado en defensa de nuestro orden constitucional, y un referéndum de autodeterminación con el que apuntillarlo. El PNV, a través de un artículo publicado recientemente por Urkullu, también ha mostrado sus cartas con una propuesta que se dice constructiva para avanzar hacia un modelo plurinacional de Estado. Me detendré aquí a analizar esta última, tratando de evitar enredarnos en discusiones jurídicamente estériles sobre lo que es o no es una nación o si España puede ser una nación de naciones, sumándome aquí a la propuesta del profesor J. H. H. Weiler (aquí).
Pues bien, lo primero que debemos advertir es que la retórica plurinacional –en realidad confederal (relaciones bilaterales, derechos históricos, pactos entre territorios…)– es difícilmente compatible con una concepción democrática de la Constitución. Lo señalaba García Pelayo en octubre de 1978, mientras se debatía nuestra Constitución: la apelación a los “derechos históricos” representa “la pretensión de sustituir la legitimidad racional [añado yo: que es la democrática] por la legitimidad tradicional”. De hecho, tal era su preocupación, que ya entonces alertó de que la recepción constitucional de estos derechos históricos pudiera abrir paso a “interpretaciones teóricas y prácticas de gravedad incalculable”, que articuladas en “estrategias políticas audaces y de largo alcance” o en otras más modestas pudieran terminar perturbando “el sistema político y la vigencia del orden constitucional”. Y en ello estamos.
Se pretende obviar que, como ha sentenciado reiteradamente nuestro Tribunal Constitucional, la Constitución no puede concebirse como “el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven unos derechos anteriores”, sino como la norma emanada del poder constituyente democrático, que se residencia en el pueblo español, derivando la autonomía de los territorios de la propia Constitución.
Incluso el ideal confederal nacionalista presupone una negación del pluralismo en su propio territorio. En el País Vasco o Cataluña solo se podría ser vasco o catalán al modo nacionalista. Como ha expresado J. H. H. Weiler: “Irónicamente, la ecuación de Una Nación = Un Estado, que nos guste o no, está en la base de la reivindicación de la independencia catalana, es una propuesta franquista por excelencia”.
Pero no es solo la melodía lo que no encaja en la Constitución, sino que resulta también preocupante la letra de la propuesta de Urkullu que apuesta por realizar una interpretación actualizada de la Constitución en este sentido confederal, a través de un acuerdo político alcanzado en una convención constitucional cuyos contornos no se definen. En particular, deja ver la intención de cruzar, nuevamente, las dos líneas rojas que se saltaron con el Pacto del Tinell, asumido posteriormente por Zapatero, donde, a mi juicio, se encuentra en buena medida el origen del desbordamiento de nuestro orden territorial (y no en la sentencia del Estatut, como los independentistas catalanes quieren hacer ver). Estas líneas rojas fueron, por un lado, poner encima de la mesa una reforma territorial pactando con las fuerzas nacionalistas y sin el consenso entre los principales partidos nacionales. Y, por otro, eludir la reforma constitucional forzando unas reformas estatutarias de dudoso encaje en nuestra Norma Fundamental.
Así las cosas, es cierto que los grandes avances de nuestro Estado Autonómico han venido precedidos de acuerdos políticos, luego plasmados en reformas estatutarias y legales y, en última instancia, controlados por el Tribunal Constitucional. En particular, así ocurrió con los dos grandes Pactos Autonómicos en 1981, entre UCD y PSOE, y en 1992, entre PSOE y PP, con los que se trató de orientar el proceso autonómico. De igual forma, hubo un amplio consenso transversal en momentos clave frente a los excesos independentistas cuando se paró el Plan Ibarretxe o cuando se aplicó el art. 155. Pero, como señalaba, fue este acuerdo político transversal el que faltó con la reforma estatutaria de Cataluña impulsada en 2004, por mucho que el PP entrara al juego en otras Comunidades que se sumaron a ese impulso reformista (como ocurrió en Valencia o Andalucía, entre otras). Un grave error político, a mi entender. No se puede desconocer que en democracia las decisiones materialmente constitucionales exigen del concurso de los principales partidos para preservar precisamente el ideal de consenso de nuestras Constituciones. Un error en el que conviene no volver a incurrir.
Amén de que hay que llevar mucho cuidado con que esta propuesta de un acuerdo político en foros bilaterales y de una indefinida convención constitucional no sirva para subvertir la lógica democrática que tratan de preservar los procedimientos constitucionales. ¿Negociar entre gobiernos o solo con ciertos partidos lo que debería hacerse en un parlamento? O, como en Reino Unido, ¿hacer un referéndum previo, aun consultivo, con devastadores efectos plebiscitarios para la democracia?
Y es que, tal y como está planteada la propuesta de Urkullu, esta parece esconder la pretensión de lograr una mutación fraudulenta de la Constitución. La segunda línea roja a la que antes hacía referencia.
En efecto, después de la oleada de reformas estatutarias de 2004-2011 resulta difícil plantearse que en el marco de la actual Constitución pueda asumirse un salto cualitativo para seguir ampliando el autogobierno autonómico, como en su día destacara Peces Barba. Por ejemplo, la propuesta de Urkullu de descentralizar el Poder Judicial es palmariamente inconstitucional.
Asimismo, aunque alguna concesión simbólica se pueda hacer, también resulta difícil pretender ahora extraer consecuencias de la distinción que hace nuestra Constitución entre “nacionalidades y regiones”. Lo recordaba en un reciente artículo Soledad Gallego-Díaz, citando a Javier Pradera: los nacionalistas han de darse cuenta “de que, dentro de cien años, la comunidad de La Rioja será una comunidad histórica”. En cualquier caso, políticamente, los andaluces (y detrás, todos los demás) no dejarán que haya diferenciaciones, como ya ocurrió en el 78. Y, jurídicamente, debemos ser cautelosos con cualquier hecho diferencial que pueda terminar creando barreras artificiales que dificulten la convivencia entre españoles o mermen la solidaridad y la cohesión interterritorial.
A mayores, me preocupa que la reforma territorial se afronte, como siempre en nuestro país, para contentar nacionalistas, en lugar de buscar una revisión racional en sentido federal de nuestra Constitución (aclarando la distribución de competencias, diseñando mecanismos de integración, coordinación y cooperación interterritorial…). Pero eso los nacionalistas no lo quieren, su apuesta son negociaciones bilaterales de las que extraer posiciones privilegiadas. En el modelo federal, al final, hay una unión fuerte y exigencias de solidaridad interterritorial.
Diría más: esta propuesta plurinacional esconde una concepción confederal del Estado que desborda los principios asentados en el art. 2 de nuestra Constitución. Algo que exigiría, en buena lid, una reforma especialmente agravada, vía art. 168. La aspiración de las fuerzas nacionalistas no es reformar la Constitución de 1978, sino alumbrar una nueva Constitución. Tanto es así que parece que los independentistas quieren obtener a cambio de la investidura de Pedro Sánchez lo que no fueron capaces de alcanzar en los debates constituyentes, cuando las propuestas confederales fueron rechazadas (como ocurrió con la enmienda que proponía introducir el derecho de autodeterminación) o quedaron diluidas en la afirmación de la unidad constitucional (como se terminó incluyendo en la DA 1ª).
Seamos conscientes de que esta apuesta confederal supone volver a las trece colonias americanas y disolver el “we the people” español. Irnos varios siglos atrás en la historia de España para recuperar privilegios territoriales, levantar barreras y crear desigualdades. Eso eran los fueros. Urkullu mira al siglo XVIII, como señala en su artículo. Bienvenidos al progreso del cangrejo. La alternativa, una apuesta federal para perfeccionar nuestro Estado autonómico sostenida por un gran acuerdo PP-PSOE, a la que sumar aquellos nacionalistas que quieran de verdad construir.
Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.