Por experiencia, puedo asegurar que en el sector del libro de texto la sensibilización en los temas de género ha ido en aumento —a veces hasta límites un poco absurdos como forzar la redacción para evitar el masculino genérico (es decir, no usar las palabras “alumnos” o “profesores” sino “estudiantes” y “docentes”)—. Que en las ilustraciones y fotografías la presencia de niñas y chicas sea al menos igual que la de niños y chicos; huir de los estereotipos clásicos, en los que reconozco que es muy fácil caer, y concienciar abiertamente sobre la discriminación por motivos de género son consignas habituales a la hora de generar los materiales. Y, por supuesto, hacer todo lo posible por presentar referentes femeninos en todos los campos, especialmente en los STEM (acrónimo inglés de Science, Technology, Engineering, Mathematics).
Un día me pidieron que redactara una biografía para incluir en un libro de cuarto de primaria; mejor si era la biografía de una mujer. Así que, para buscar ideas, cogí ese volumen que tanta repercusión tuvo en su momento: Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes. Es un libro que “narra las extraordinarias vidas de 100 mujeres valientes”, con la intención de ofrecer alternativas a los modelos presentes en los cuentos tradicionales, en los que las niñas suelen ser princesas salvadas por príncipes.
Echando un ojo al índice, pronto hubo algo que me llamó la atención: qué “profesiones” estaban representadas. Por supuesto, hay varias escritoras. Hay piratas y espías. Una biografía sobre una espía o una pirata seguro que llamaría la atención de niños (y niñas) de nueve años, requisito imprescindible para invitar a la lectura. Pero lo descarté: no tenía claro que pudieran considerarse “referentes femeninos”. También hay activistas y políticas, probablemente lo que más. Y deportistas. Incluso una tatuadora y artista circense: Maud Stevens Wagner. Pero… solo un 16% de las mujeres que aparecen han destacado en las ciencias en sentido amplio (incluyo ahí desde matemáticas a biólogas pasando por astrofísicas o científicas computacionales).
Me acordé de todo esto cuando el PSOE publicó su Propuesta abierta para un programa progresista. En el subapartado “Igualdad de oportunidades en el empleo y la ocupación”, perteneciente a la “Agenda feminista”, está incluida la siguiente medida: “Potenciaremos las vocaciones STEM […] entre las jóvenes para cerrar la brecha de género en estos estudios. Plantearemos la matrícula gratuita el primer año, para las jóvenes que se matriculen en carreras donde haya de media menos de un 30% de estudiantes mujeres, y estudiaremos la aplicación de puntos adicionales en las solicitudes de becas para estos estudios de grado y postgrado”. Resulta curioso que algo así de regresivo se incluya en una propuesta que se pretende progresista. Porque es difícil obviar el paternalismo que exuda semejante ocurrencia, así como inevitable pensar en eso de que las chicas entren gratis en las discotecas. Perseguir la igualdad generando injusticias.
¿Cómo puede potenciarse una vocación usando términos económicos? Cuando un chaval se plantea qué quiere estudiar o a qué le gustaría dedicarse, no piensa en cuánto dinero le va a costar el camino que escoja. Si acaso piensa en cuánto dinero puede llegar a ganar en función de las salidas profesionales de esos estudios. Si rascamos por ahí, quizá se llegue a conclusiones bastante desagradables relacionadas con el mayor o menor prestigio de cada profesión o, precisamente, con el sacrificio de la vocación (de las preferencias, si se quiere) en aras del beneficio económico.
Parece que los artífices de esa propuesta no supieran que, con la ley de educación actual, es a los 14-15 años cuando los alumnos tienen que empezar a perfilar su itinerario, teniendo que elegir algunas asignaturas según su intención: hacer un bachillerato de letras, uno de ciencias o formación profesional. No me imagino a una chica de esa edad haciendo este razonamiento: “Creo que voy a escoger Física y Química, porque el primer año de universidad puede salirme gratis”.
Son ya muchos los estudios que, aun reconociendo que hay diferencias entre los cerebros masculino y femenino, sostienen que estas no justifican posturas neurosexistas. Esas diferencias son muy pequeñas desde el punto de vista biológico. Y son ya muchos los estudios que han explicado que las diferencias que pueden establecerse entre hombres y mujeres, niños y niñas, responden más bien a motivos epigenéticos y a la plasticidad neuronal. Es decir: a lo que nos rodea. Un estudio reciente publicado por PNAS ha demostrado que la brecha de género en los estudios de matemáticas no tiene que ver con que las chicas obtengan peores resultados en ese campo, sino con que los chicos sí son peores en lectura. ¿Tal vez potenciar la competencia lectora entre ellos los empujaría en mayor medida a los estudios de humanidades? Eso sugieren las conclusiones, así como que “sistemas educativos con seguimiento y especialización tempranas están asociados con una mayor brecha de género en ventaja comparativa, posiblemente porque los estereotipos y las normas sociales tienen una mayor influencia en las elecciones a edades tempranas”.
Las niñas y las mujeres no necesitamos favores ni medidas paternalistas: necesitamos modelos y mentores. Cuanto antes, mejor. Al final escribí aquella breve biografía sobre Nelly Bly, una periodista de investigación que en 1889-1890 dio la vuelta al mundo en menos tiempo que Phileas Fogg, el personaje de Julio Verne. Ese era el reto. Posiblemente no era el mejor “referente femenino” y desde luego no tenía nada que ver con las ciencias, pero escribir sobre los logros de Marie Curie o Ada Lovelace de manera adaptada para cuarto de primaria se me antojaba muy difícil. Yo soy de letras. Precisamente por los modelos y mentores (y mentoras) que he tenido.
Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.