En julio de 2009 recibí un encargo inédito durante mis años como corresponsal de El Mundo en Londres: entrevistar al polémico historiador británico David Irving, condenado en Austria por negar el Holocausto y autor de varios libros publicados en español. El periódico estaba a punto de lanzar una colección sobre la II Guerra Mundial y quería promocionarla publicando durante una semana conversaciones con varios historiadores que habían escrito sobre el conflicto.
El mero anuncio de que el diario publicaría la entrevista con Irving despertó la cólera de asociaciones contra el antisemitismo y el rechazo de la embajada de Israel. Historiadores entrevistados como Richard Evans o Ian Kershaw criticaron la decisión con dureza y dijeron que nunca habrían aceptado aparecer en una serie que incluyera a Irving. El Mundo recibió una queja formal del director del museo del Holocausto de Jerusalén.
El periódico no cedió a las presiones y publicó la entrevista el 5 de septiembre de 2009. El único rastro digital que he encontrado de ella es este enlace del blog personal de Irving, que copió y pegó sin permiso el texto íntegro unos días después de su publicación. La entrevista está llena de respuestas delirantes. Irving dice por ejemplo que en mil años Adolf Hitler “tendrá plazas con su nombre en Alemania” o que el Holocausto no es más que “un eslogan o un producto como los Kleenex o las impresoras de Xerox”.
Por increíble que parezca, la polémica me sorprendió en el campo de exterminio de Auschwitz, durante un viaje en tren por Europa en el que visité también el museo del nazismo de Nuremberg, la residencia de verano de Hitler y su cuartel general en el frente oriental. Recuerdo como si fuera hoy mis conversaciones telefónicas con los directores adjuntos, los ajustes finales en el texto o la decisión de publicar una fotografía de las atrocidades nazis junto a la entrevista. Había pasado casi un mes desde mi tensa conversación con Irving en el jardín de su mansión a las afueras de Londres. Estaba seguro de que el texto crearía polémica pero no esperaba un torbellino así. Entre otras cosas porque diarios serios como el Guardian o el Independent también habían publicado entrevistas con Irving. El ensayista Christopher Hitchens lo había defendido en este célebre artículo para Vanity Fair.
Recordé la polémica de Irving al enterarme de lo ocurrido con Steve Bannon, invitado primero a conversar con el director del New Yorker durante el festival anual que organiza la revista y desinvitado tras un alud de críticas unas horas después. Ni Irving es Bannon ni El Mundo es el New Yorker, pero los dos episodios ilustran dilemas similares y demuestran hasta qué punto es importante el contexto a la hora de juzgar este tipo de polémicas, cada vez más frecuentes en esta era de furia digital. Mi experiencia me dice que lo mejor es que editores y periodistas decidamos caso por caso en situaciones como esta. No me parece posible (ni deseable) formular una regla general.
Como bien apuntaba en un tuit mi colega Diego Fonseca, la periodista italiana Oriana Fallaci demostró hace décadas que entrevistar al diablo puede ser una buena idea. A menudo personajes como Henry Kissinger, Arnaldo Otegi o Muamar el Gadafi se retratan en sus respuestas a las preguntas incisivas de un buen entrevistador.
A menudo el problema no es la entrevista sino el contexto en que se presenta al público. Ese contexto es frágil y cada vez más manipulable. El papel permite transmitir una jerarquía que es difícil replicar en un espacio digital. Plataformas como Twitter, Reddit o Facebook están llenas de capturas de artículos que circulan sin enlace en un entorno en el que los periodistas hemos perdido el monopolio de la distribución.
Las circunstancias que rodean a una entrevista también son importantes. En el caso de El Mundo, lo problemático no fue entrevistar a Irving sino seleccionarlo como uno de los seis historiadores que ofrecían su visión de la II Guerra Mundial. El séptimo de la serie, por cierto, era Avner Shalev, director del museo del Holocausto de Jerusalén.
En el caso de Bannon, el contexto de nuevo es importante. El New Yorker ha incluido la voz del ideólogo conservador en artículos muy críticos con su papel en la deriva ultra de la Casa Blanca, pero esta vez había programado algo distinto: una conversación en un teatro con David Remnick, director de la publicación. La cita formaba parte del New Yorker Festival, un evento anual que incluye conversaciones con escritores, políticos y cineastas y que la revista organiza desde 1999 en varios teatros de Nueva York.
Como Zach Beauchamp explica en este artículo, el New Yorker Festival es un evento muy querido para los lectores, pero también una fuente de financiación para la revista. Tiene el respaldo de cuatro patrocinadores y cada una de sus citas tiene un precio distinto. Reservar una entrada para ver a Haruki Murakami, por ejemplo, cuesta 177 dólares. Los lectores habrían tenido que pagar una entrada para escuchar a Bannon. La revista suele pagar el viaje y el alojamiento a los invitados, y también unos honorarios por su intervención.
En este punto conviene aclarar que Steve Bannon no es un negacionista confeso como David Irving, pero tampoco es un conservador respetable como George H. W. Bush. Bannon es el ideólogo del veto migratorio que sembró el caos en los aeropuertos de Estados Unidos en enero de 2017. Su propia esposa lo acusó de antisemitismo en los papeles del divorcio. Hace unos meses fue uno de los oradores invitados en el congreso de los ultras del Frente Nacional francés.
Como director de Breitbart News, Bannon publicó decenas de artículos racistas, subrayó falsamente la relación entre inmigración y delincuencia y ofreció un escaparate a un payaso racista como Milo Yiannopoulos, al que escuché por última vez a gritos en un hotel de Manhattan mientras nos hacía un corte de mangas a los periodistas que escribíamos la crónica del triunfo de Trump.
Como explica en este artículo la columnista Margaret Sullivan, convertir a un personaje así en uno de los invitados estrella del festival anual del New Yorker no era una buena idea. Pero no porque hubiera que preservar la pureza ideológica de los lectores de la revista sino porque a estas alturas Bannon no tiene nada nuevo que decir. En agosto de 2017 Trump lo expulsó de la Casa Blanca. Unos meses después, fracasó en su intento de llevar al Senado a un aspirante con antecedentes de pederastia. Su amenaza de hacer carrera en Europa por ahora parece poco más que un trampantojo dirigido a esconder su irrelevancia terminal.
Dicho esto, mi impresión es que tampoco fue una buena idea retirar del cartel a Bannon después de hacer pública la invitación. David Remnick solo dio marcha atrás al experimentar la cólera de sus suscriptores, de algunos de sus periodistas (no de todos) y de invitados como Judd Apatow o Jim Carrey, que anunciaron que no acudirían al festival. Al contrario que su colega del Economist, que ha mantenido la invitación a Bannon para un evento en septiembre, Remnick dejó que la turba decidiera por él.
El comunicado de Remnick niega que el festival fuera a ser un escaparate para Bannon porque no es un desconocido y subraya que la polémica no tiene nada que ver con la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que protege la libertad de prensa y el derecho de cualquier ciudadano a expresar libremente su opinión.
Este asunto es muy relevante. Como cualquier otro medio, el New Yorker puede elegir con libertad a sus colaboradores y a los invitados de su festival anual. Al retirar la invitación a Bannon, no está censurando ningún punto de vista. Está tomando una decisión editorial.
Es cierto que el New Yorker no se distingue por la diversidad ideológica de sus artículos de opinión. Al contrario que el New York Times, la revista no ha hecho un esfuerzo por contratar columnistas conservadores después del triunfo de Trump. Estas cifras del Pew Research Center ayudan a entender por qué: el 77% de sus lectores se sitúan en la izquierda. Ese porcentaje es mayor que el de los lectores de cualquiera de los otros 35 medios incluidos en el informe, a excepción de la revista digital Slate.
El episodio de Bannon ha empujado a algún periodista a presentar a los periodistas del New Yorker como una secta progre encerrada en su propia cámara de eco. Es una percepción errónea. Los suscriptores de la revista sabemos que los artículos de opinión son una porción marginal en la oferta editorial de la revista, que dedica mucho más espacio a perfiles y reportajes sobre la actualidad.
La aportación del New Yorker a la comprensión del trumpismo es incalculable. Basta un puñado de ejemplos. Textos como este de George Packer o este otro de Larissa MacFarquhar advirtieron en detalle del descontento creciente en las regiones industriales del Medio Oeste. Este artículo de Evan Osnos describió cómo sería el primer año del presidente Trump cuando nadie creía que llegaría a la Casa Blanca. Este perfil del activista conservador Rod Dreher o este artículo de Timothy Keller explican sin estridencias los dilemas que afrontan cada vez más los seguidores evangélicos de Trump.
Si uno quiere entender lo que ocurre en Estados Unidos, escuchar una conversación con Bannon es mucho menos útil que leer cualquiera de esos artículos. El episodio de la marcha atrás de Remnick apunta algunos males recurrentes del espacio público dentro y fuera de Estados Unidos, desatado por la polarización grupal de las redes sociales, liberado de la influencia moderadora de los medios convencionales y a menudo monopolizado por las voces más extremas.
Con los ingresos publicitarios succionados por Google y Facebook, hoy más que nunca el futuro de los medios depende de establecer una conexión emocional con sus lectores y convencerles de que necesitan su dinero para subsistir. En ese entorno, algunos medios abrazan la tentación de atraer suscriptores a base de alimentar sus prejuicios ideológicos. En general, los diarios de Estados Unidos están haciendo lo contrario: ganar suscriptores a base de denunciar situaciones injustas y publicar información de servicio público sobre un entorno fuera de lo común.
“Si no hacemos que nuestros lectores se sientan incómodos todos los días, no estamos haciendo nuestro trabajo”, decía en febrero el columnista conservador Bret Stephens, contratado por el New York Times después de la elección de Trump. Hay motivos para pensar que ese umbral de incomodidad del que habla Stephens es más bajo que nunca. Este año en Harvard vi cómo decenas de estudiantes progresistas protestaban contra una conferencia del alcalde demócrata de Chicago, Rahm Emanuel. Polémicas similares han perseguido este año a conservadores como Charles Murray, Ben Shapiro o Betsy DeVos.
Ese clima, que Jonathan Haidt describió hace casi un año en este texto como “la era de la indignación”, es un aspecto relevante de la polémica sobre el New Yorker, pero no es el más importante. La cuestión decisiva es cómo debe tratar un periodista a personajes como Bannon. No tanto si debe entrevistarlos sino con qué intención, en qué formato, en qué circunstancias.
Esa fue la conclusión que expresó Elizabeth Jensen, defensora del oyente de la radio pública de Estados Unidos, en este artículo sobre la decisión de uno de los programas de la cadena de entrevistar al neonazi Jason Kessler en el aniversario de la marcha racista de Charlottesville. “No hay una respuesta correcta en esto para todos”, escribió Jensen. “Yo creo que quedó al descubierto el racismo y la falta de lógica de Kessler (…) y que los oyentes son lo suficientemente listos para escucharlo.”
Ese es el argumento de quienes defienden que siempre merece la pena entrevistar al diablo. Este informe que Whitney Phillips publicó en mayo, sin embargo, advierte de los riesgos de amplificar los mensajes de personas que difunden mensajes de odio como Kessler. El informe explica que personajes como él aprovechan las estrecheces económicas de unos medios que saben que los extremistas venden y que necesitan audiencia o visitas para sobrevivir. El paseo estos días por las televisiones españolas de la mujer más franquista de España es un buen ejemplo de lo que los periodistas no debemos hacer.
Nueve años después, tengo dudas de que fuera una buena idea entrevistar a Irving en aquellas circunstancias en agosto de 2009 y tengo bastante claro que no sería una buena entrevistarlo hoy. Los periodistas hemos perdido mucha influencia en las últimas dos décadas. Pero conservamos aún cierto poder de amplificar mensajes e influir en el rumbo de la conversación. Antes de amplificar las voces de personas como Irving, debemos tener en cuenta que no todos los ciudadanos son escépticos e ilustrados y que cualquier teoría de la conspiración está al alcance de un solo clic.
Colaborador en Univisión, impulsor de proyectos como Politibot y coautor con María Ramírez de Marco Rubio: La hora de los hispanos (Debate, 2016) y Little Britain. El brexit y el declive del Reino Unido (Debate, 2017).