El Ejecutivo no debería definir las normas que lo rigen, ni siquiera proponerlas. La razón de ello es clara y única: esa no es su función. Ese poder tiene por cometido aplicar la ley, nada más y nada menos. Pero el autoritarismo le ha dado privilegios en distintos momentos del proceso legislativo: propone leyes y reformas y, si el resultado de la actividad de los legisladores no le gusta, puede vetarlas y obligar a que una mayoría calificada supere sus objeciones. Por si esto no fuera suficiente, el Ejecutivo también puede otorgarse normas reglamentarias, supuestamente para que en su esfera se cumplan exactamente las leyes, pero que en los hechos le permiten contradecir los mandatos del legislador e incluso regular lo que este no ha normado.
Debe reiterarse: ninguna de estas potestades normativas corresponden a la razón de la existencia del Ejecutivo, son innecesarias para ejercer su facultad de hacer cumplir la ley, pero existen como parte de su resistencia a obedecer las órdenes de otro poder. Que los partidos que postulan al Ejecutivo sean los mismos que designan los candidatos a legisladores solo recrudece esta situación, ya que los correligionarios ponen sus intereses partidistas por encima de la división de poderes y otros principios fundamentales de la Constitución.
Este amortiguamiento del cumplimiento de la ley es un resabio del absolutismo: el antiguo rey legislaba, juzgaba y administraba. Las monarquías constitucionales le quitaron el poder de hacer leyes y de resolver conflictos. A partir de entonces, los gobernados legislan a través de sus representantes y los jueces aplican esas leyes para dirimir controversias. Al rey le quedó administrar, aplicar la ley cuando no había conflictos, pero le pareció poco: esa fue la razón de que Carlos de Inglaterra desconociera al Parlamento y terminara sin cabeza, solo para ser sustituido por un demagogo mesiánico que obtuvo el favor popular. Cromwell fue un populista incapaz de heredar el poder a sus hijos, lo que permitió el regreso de la monarquía a la isla británica.
La actitud de Carlos, de Napoleón y de muchos presidentes de ambos lados del Atlántico es la misma: la de sentir que el respaldo popular los pone en una situación de privilegio y superioridad frente a los tribunales y la legislatura. Esto no es así, porque no corresponde a la finalidad constitucional de dividir el gobierno en tres ramas funcionales. Incluso en las maneras se evidencia ese deseo: los ejecutivos suelen arrogarse el nombre del gobierno, como si los jueces y los diputados no gobernaran.
En suma, la resistencia del Ejecutivo a las leyes y sentencias que no complacen sus caprichos no es nuevo, ni extraordinario, pero lo consuetudinario de esa tara no la justifica. Una república no necesita presidentes que propongan un traje a la medida de sus apetitos, ni que objeten las reglas que los legítimos representantes populares construyen. El Ejecutivo no tiene derecho a resistirse a la ley; si considera que esta ofende a la Constitución, debe acudir a los tribunales para que los peritos en derecho decidan si su inconformidad es acertada o es un mero deseo ilegítimo de no someterse a la norma.
Sin embargo, pocas veces en la historia de México se había convertido la tentación autoritaria en una villanía tan cínica como la de la iniciativa de López Obrador contra los tribunales. Y “contra” no es un recurso retórico: es la palabra exacta para calificar la intención de que los jueces no cumplan su función fundamental en una democracia constitucional, que es controlar y limitar a los demás poderes que no se ajustan a la ley.
Jamás ha habido en México elecciones directas de ministros de la Corte, no por afán elitista, sino porque su función es técnica, no debe estar sujeta a ocurrencias o ignorancias. Pretender expulsar a los ministros y magistrados actuales, reducir la duración de sus cargos, negar el haber de retiro correspondiente y limitar la suspensión de normas y actos reclamados por inconstitucionales, son planteamientos tan burdos que no resisten el examen racional. Pero lo que no debe perderse de vista es que el monstruo populista actual no es otra cosa que la reencarnación de los excesos de Santa Anna, Bustamante, el mismo Juárez, Díaz, Huerta, Carranza, Obregón y Calles, Cárdenas, Díaz Ordaz y Echeverría, un ogro que en cada nueva resurrección se vuelve más tosco y peligroso para los mexicanos. La asonada actual contra la democracia constitucional es la última iteración del mismo espectro autoritario que asuela las libertades y derechos en estos territorios desde hace siglos.
Si la totalidad de los poderes no está sujeta a controles y límites, no hay democracia. Si el presidente de México puede decidir cómo operan sus vigilantes y qué le pueden ordenar, la democracia no existe: en este punto no hay medias tintas y la circunstancia actual debería ser una oportunidad para lograr que el Ejecutivo saque las manos definitivamente del proceso legislativo y constitucional, para que se dedique a su único deber republicano, que es administrar. El primer paso para que el rey sexenal desaparezca de nuestra historia es que deje de intervenir en las otras funciones fundamentales del Estado. ~