La división en Podemos no es nueva. Siempre ha estado presente, a veces de maneras sutiles: el puño levantado de los pablistas frente a la V de victoria de los errejonistas en los mítines. Es una batalla entre la ortodoxia de izquierdas de Iglesias, más materialista y polarizadora, y el populismo transversal, y de manual, de Errejón. Si Iglesias quiere convertir Podemos en un partido obrero y rescatar las etiquetas de la izquierda ortodoxa, Errejón piensa que las identidades de izquierdas no son ganadoras. En cierto modo, es una división entre una aparente corrección política de Errejón, que no quiere discursos que creen división, frente a la incorrección política de Iglesias, que piensa que a veces hay que decir la verdad aunque te quedes solo.
Pero es un error considerar que es un proyecto de impugnación contra otro de moderación: tanto Iglesias como Errejón buscan acabar con el sistema del 78, crear una nueva cultura que sustituya a la llamada Cultura de la Transición (CT). Y ambos son populistas. Para Iglesias, es un populismo de gestos impugnadores (levantarse del hemiciclo como protesta, no aplaudir la intervención del rey) y nostalgia izquierdista, de crear pueblo con significantes ya usados y gastados: oligarquías, lucha de clases, burguesía, clase obrera. Para Errejón, el populismo está en la transversalidad, en “construir pueblo” y “construir normalidad” en el parlamento y en la calle, como dice su aliado Jorge Moruno, responsable de discurso del partido. Para Errejón, Podemos tiene que normalizarse, penetrar en la cultura (como dice Moruno: “lo fundamental es que la gente vea que su vecino o su compañero de trabajo es de Podemos”). Es decir, tiene que parecerse más al país y a “su gente”, en lugar de lo contrario. Iglesias piensa que esto implicaría una traición.
Difícilmente un partido de izquierda radical, que recupere los símbolos de la ortodoxia comunista, puede llegar a ser mayoritario. Pero también parece difícil que un Podemos errejonista pueda sobrevivir a la normalización. Errejón se ha quejado de la pérdida de influencia que ha tenido el partido en el parlamento al realizar acciones solo de cara a la galería. Pero su integración total en el juego parlamentario, aunque deseable, eliminaría la característica de Podemos de “partido de excepción”, como escribe Máriam Martínez-Bascuñán. ¿Durante cuánto tiempo puedes mantener la impresión de que estás sumergido en un cambio histórico? ¿Cómo ser transversal en un parlamento que impone la lógica del eje izquierda-derecha?
El parlamento civiliza, y es lo que asusta a los pablistas, que piden mayor implicación en las calles. Pero las calles no admiten matices: nadie pide con pancartas la transacción, la moderación, la negociación. La calle es una impugnación absoluta. Difícilmente puedes combinar un discurso en la calle de derogación de una ley con otro en el parlamento de negociación sobre uno de los apartados de la ley. No puedes gritar en la calle “no” y luego en el parlamento negociar un “quizás”. Habrá leyes en las que se podrá realizar una impugnación total, pero habrá muchas otras en las que será necesaria la negociación.
Los días 10, 11 y 12 de febrero Podemos celebra su congreso estatal. Desde hace semanas, debate sobre reglas internas, sobre calendarios, sobre si las ideas deberían votarse junto a quienes las proponen, y seguirá debatiendo sobre esto hasta su celebración. Los electores solo ven batallas por el poder. Nadie habló de los estatutos en la reciente crisis del PSOE. Era González y Susana contra Pedro Sánchez. Podemos tiene difícil recuperar su discurso. Si creas un partido personalista y mediático, populista y emocional, luego no te quejes de que la prensa coloree tus debates grises programáticos y los convierta en Gran Hermano.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).