Política ficción en la era digital

En 'Ciberleviatán', José María Lassalle afirma que la democracia liberal está cediendo ante el imperio de los datos y los algoritmos.
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Podemos estar en los albores de un distopía global, a expensas de un gobierno totalitario dominado por los algoritmos. La propia naturaleza del ser humano estaría en juego, dada la modulación que la dependencia a las aplicaciones tecnológicas ejerce sobre nuestra psique. Tal es el futuro, poco halagüeño y no demasiado lejano que nos presenta José M. ª Lassalle en Ciberleviatán. Bajo un formato ensayístico, de exposición ágil y literatura actualizada, el autor recorre los distintos estratos biológicos y económicos de ese mundo por venir, en el que las bases antropológicas de la democracia liberal —inscritas en nuestra conciencia, cuerpo y trabajo— parecen ceder al imperio de los datos.

Su tesis recurre a la metáfora hobbesiana del Leviatán, artificio que estaría reconstruyéndose a escala internacional como un tecnopoder sin límites ni mayor legitimación que el de las comodidades que depara la revolución digital. Esta invocación, útil para hacernos idea del carácter omnipotente y absolutista de la política en ciernes, obliga a cierto matiz. En Thomas Hobbes cabe una lectura liberal, en tanto su obra levanta acta del contractualismo moderno y su línea de argumentación es rigurosamente racional. Con todo, vale emplear al monstruo marino como licencia metafórica, pero poco más.

El propio Lassalle reconoce que la articulación del nuevo poder no precisa de teorías: sus cimentos arraigan en la infinitud de datos que crecen exponencialmente en la red (inasumibles para los humanos) y su alcance reside en la capacidad de información que procesa y estructura de inmediato, en forma de algoritmos. Y es que estos ya no solo jerarquizan, sino que predicen conductas y van pronto a prescribirlas, a determinarlas, esto es: a tomar decisiones por nosotros. Más aún, están llegando al punto de interpretar el mundo mejor que nosotros

He aquí la corrosión clave sobre los fundamentos de la civilización. Nuestro autor, en sintonía con John Locke, ubica en la autonomía de la razón humana, levantada sobre la experiencia sensible, el puntal de nuestra identidad como ciudadanos libres e iguales y, por ende, del diseño institucional liberal como esfera de convivencia plural. Es más, su razonamiento acude a la idea popperiana, según la cual la epistemología falsacionista, que marcaría el rumbo de la ciencia, se extiende sobre el comportamiento humano y el funcionamiento de la democracia.

La imparable hegemonía cultural tecnológica, no obstante, estaría sustituyendo esta noción de libertad, incierta y en ocasiones errada, pero responsable y juiciosa, por una libertad asistida, que delega en los dispositivos digitales nuestra competencia decisoria, en un simulacro de libertad que encubre la planificación total. El significado de la mutación no afectaría tan solo al cerebro y no solo lo haría en términos de pérdida de atención o memoria (Nicholas Carr); las máquinas reducirían nuestras facultades sociales y de interacción corporal, percutiendo sobre la percepción del cuerpo (igualmente frágil y falible) como instancia cognoscente y soporte productivo.

Dos ideologías complementarias pujarían a su parecer por marginar al cuerpo del emplazamiento central en nuestra historia: el neo-calvinismo tecnológico de Silicon Valley, que clama por un horizonte libertario sin lugar para el dolor, y la corriente transhumanista, cuya versión más extrema apunta hacia una evolución de la especie que integre nuestros organismos con la robótica. A su vez, una realidad socioeconómica ya en marcha contribuiría al mismo fin: la progresiva automatización del trabajo —visible en las ocupaciones repetitivas, aunque cada vez más en las intelectuales— nos priva de la experiencia laboral (otro indicio que nos hurta de nuestros atributos históricos), en consonancia con una lógica que altera los rasgos originales del capitalismo.

Así, atestiguamos su tránsito, de sistema productivo que opera en un marco regulado de libre competencia entre individuos, hacia un capitalismo cognitivo, “de plataformas” (Nick Srnicek), con un neto perfil oligopólico. La conexión entre el aumento de la productividad, los salarios y el consumo se ha roto, toda vez que la materia prima de los datos emerge como fuente privilegiada de riqueza, suministrada por unos usuarios reconvertidos en trabajadores no asalariados. Un “proletariado digital” al servicio ciego de la nueva élite empresarial, el “patriciado tecnológico”, que diseña y detenta el software de los algoritmos, y cuyo próximo hito consistirá en leer y condicionar las emociones, calibrando biométricamente los estados anímicos a través de las pantallas.

La distopía de Lassalle roza, como corresponde al género, la ciencia ficción cuando nos habla de cómo, más allá de la producción, el machine learning de la Inteligencia Artificial desplazará incluso al humano de su condición consumista. Y llega incluso a cotas de alucine —bajo el efecto explícito de una visión lisérgica— cuando pasa al análisis político. Rebasando con mucho el impacto palpable de la posverdad de las fake news, a nuestro autor le interesa subrayar la fórmula que mantendrá a raya la conflictividad social que acaso podría surgir de un movimiento laboral organizado: la garantía de la renta básica universal. En esta medida, respaldada por las corporaciones digitales, descansaría el núcleo del nuevo pacto social, en el que se intercambia poder por seguridad. Poco importa que se opte por el modelo chino o el estadounidense; la cuestión estriba en despolitizar el espacio público y erradicar la crítica cívica a base de un subsidio perpetúo y el credo de la utopía virtual. Ha dado inicio la “era del capitalismo de la vigilancia” (Shoshana Zuboff).

El texto de Lassalle reserva sin embargo un último capítulo a la esperanza, a la resistencia y la “sublevación liberal”, gracias a la supervivencia, pese a la crisis del liberalismo occidental, de sus dos instancias neurálgicas: la propiedad y las leyes. Ahora bien, urge actualizar sus resortes y establecer la estructura legal de una nueva generación de derechos que aborde la regulación de los monopolios tecnológicos y la fijación de los derechos de propiedad de los datos, de modo que los ciudadanos puedan acceder a la trazabilidad de su huella digital y decidir consecuentemente sobre su monetización (arrogándose la propiedad de los bienes básicos del nuevo capitalismo). Asimismo, resulta necesario hacer pública la configuración de los algoritmos, ante todo concernientes a la salud y al trabajo.

No obstante, la tarea más acuciante radica en retomar la impronta filosófica del liberalismo clásico, adaptándolo a la altura de los tiempos y blandiéndolo frente a la “siliconización del mundo” (Eric Sadin). De lo que se trata ya no es solo de vindicar el acople lockeano entre conciencia, cuerpo, trabajo y propiedad, o de evocar el concepto ético de sympathy que acompaña la génesis del capitalismo democrático en los ilustrados escoceses. La mirada de Lassalle se retrotrae a la noción tradicional de límite para bloquear la pulsión inmersiva de la técnica, restringiéndola a su mero uso instrumental. Al cabo, todavía estaríamos a tiempo de contrapesar el progreso tecnológico con una formación humanista que evite el porvenir despótico desplegado en el libro, lo que no es óbice para plantearse un par de preguntas: ¿estamos realmente tan cerca de la distopía?, ¿existe una idea de la naturaleza humana referencial?

El título Transhumanismo de Antonio Diéguez invita a una lectura ponderada de estos asuntos. La hipótesis cyborg resulta aún remota; el mejoramiento genético (George Church) y el retraso del envejecimiento no tanto. Por lo que respecta a la libertad, baste con esta cita de la novela homónima de Jonathan Franzen: “lo único que nadie te puede quitar es la libertad de joderte la vida como te dé la gana”. Puede que, con otro lenguaje, la hubiese suscrito John Stuart Mill.

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José Andrés Fernández Leost es profesor de teoría política en la UCM.


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