Antes de Fractal

Leerlo desde entonces también es un darse cuenta de que no puedo mirar atrás, hacia los últimos 20 años, sin el 'Salón de los pasos perdidos'.
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No sé cuándo empecé a leer el Spp. Mi abuela todavía estaba viva, fue antes de 2007, porque recuerdo preguntarle sobre las andanzas del “duque consorte”, que daba por ciertas, referidas en uno de los diarios. Tengo una dedicatoria del Escritor de diarios, firmada en Albacete en 2005 (en una presentación de Frutos Soriano), o sea que debió ser antes. Y da un poco igual, porque no importa demasiado cuándo ni cómo se entra en el Spp. Empecé la lectura un poco al azar, con Los caballeros del punto fijo (esto lo sé con seguridad, he perdido el libro); luego ya conseguí El gato encerrado, en una edición de bolsillo desmigada. Y de ahí en orden.

Entonces, claro, lo que buscaba eran historias como la de poeta abrigado y con bufanda a 35 grados a la sombra a quien los chinos le tomaban fotos. O la presuntuosidad de hacer una novela “por la puerta de atrás”, porque no se sabe (nunca sabré). Bajo las presunciones, estaba el cobijo de los “happy few”. El aprendizaje de que se es más sincero bajo una luz tenue que rodeado de focos. El aprendizaje de la decepción. Hay algo de fatuo en decir, ya le leía entonces. Pero visto ahora, leerle desde entonces también es un darse cuenta de que no puedo mirar atrás, hacia los últimos 20 años, sin el Spp. Porque allí está todo, o casi, justo como un fractal.

Con el tiempo aprecié cada vez más los pasajes de Las Viñas. El baúl de palabras recogido del labriego. Las oropéndolas; los roedores; las cenas en familia, la perra Mora. Recuerdo con viva tristeza su muerte. Igual que con angustia la desaparición fugaz de uno de los hijos. Es posible que aquí se encuentre un hechizo de esta “novela en marcha”: todo lo narrado no es sino espejo de lo que nos sucede en la vida diaria, propia. ¿Quién no porfía de su gremio? ¿Quién no tiene un loco en su barrio? Pero más que identificarnos con ello, vemos en el paseo por la plaza de las Salesas, en los domingos del Rastro, o en la alegría por un invitado que nos maravilla con su guitarra, el prodigio de la vida en su trasfondo cotidiano.

Se intuye que hay una voluntad deliberada en esto. Así se dice y se deduce de la alusión sostenida a Ramón Gaya. Y aquí habría que redoblar el agradecimiento por los dones concedidos. Cómo sospechar de esa “otra modernidad” ajena a la psicopatía patológica de las vanguardias. Cómo retribuir la posibilidad de una alternativa al fin de arte. No sé ahora, pero el crédito de lo desapacible y turbio, unido al prestigio de la abstracción, cegaba entonces la espontaneidad de un: “pero qué feo es esto”. La sabiduría limpia del jornalero nos daba mil vueltas. Y alguien tuvo que decirlo –que “entienden sin comprender”– ya en 1975.

Los regalos no hicieron sino propagarse. Con seguridad hubiese llegado mucho más tarde, de haberlo hecho, a Jiménez Lozano, Rosa Chacel, Leopardi, Eloy Sánchez Rosillo. Y no siempre hay que de estar de acuerdo. Por qué no los “volatineros”; por qué no Valente. Y por qué Nietzsche (qué necesidad la de “introducir un sentido para que pueda haber un hecho”). Por otra parte, hay que valer para soltarse frente a lo que no se tiene ni idea (aparte de caradura, puede haber perspicacia en Umbral). Y todavía me debato entre Unamuno y Ortega —unamunianamente, eso sí.

Más regalos, Regoyos, Ricardo Baroja, Gutiérrez Solana. Los “clásicos del traje gris”. García Alix. No sabe uno por qué todavía hablar hoy de la España negra es peyorativo. O sí. Por lo mismo que Manuel Chaves Nogales, otro obsequio adelantado, continúa ausente, ya no de las librerías, sí del espacio público. Y ya es paradójico que esos primeros pasos del Spp se dieran cuando parecía que la “tercera España” emergía naturalmente, sin más; antes de todo el énfasis puesto luego en sumergirla. Y con todo, estos diarios son un indicio de su realidad. De su verdad.

La verdad. Inquietaba mucho la amalgama entre verosimilitud y verdad, de la que se sigue haciendo negocio. En tiempos de la “faction” (antes de la posverdad), los diarios de Arcadi y el discurso de la Academia de Álvaro Pombo, con el Spp no acababa de verlo claro. Hasta que una tarde de noviembre de 2009, quizá “comprendí” un poco. Creo que ya no está disponible la conferencia de la UCM: “La mano izquierda. Veracidad y verosimilitud en el salón de los pasos perdidos”. Es lo mismo; de lo que se trata es de comprender la realidad como creación y, simultáneamente, la obra de arte como una prolongación de la vida. Puede que esta mirada sea religiosa. Cuando se habla de milagros, misterios, dones inmerecidos (“al modo de los dioses”) asoma la máxima atribuida a Bías de Priene: “Lo que te salga bien, no te lo atribuyas a ti, sino a los dioses”. Pero quizá no haga falta creer para procurar ese ideal ético: salir mejores de un desempeño. Tal es el pulso moral de esta estética.

Quedan cientos de historias sin apuntar. Incluso por escrito a menudo reaccionamos tarde, al igual que cuando el ingenio no llega para la réplica del momento. El oficio del editor; Trieste. El canto al amor y la amistad (M. y JM.). El viaje a La Habana. La biblioteca de Michi Panero. La felicidad de la foto del grupo de Cernuda en la Malvarrosa, 1937. Quedémonos con la alegría de que, ante la pena presentida de terminar un libro extraordinario, el Spp no acaba nunca.

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José Andrés Fernández Leost es profesor de teoría política en la UCM.


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