Para el apreciado profesor Joel Colunga, in memoriam.
Todos recordamos el terremoto de septiembre de 2017 y lo que significaba que los rescatistas levantaran un puño: ese era el momento en el que todos tenían que guardar silencio para escuchar cualquier señal de auxilio bajo los escombros. México entero contenía la respiración cuando esto pasaba. Los medios, las autoridades y la sociedad usaban la comunicación para decir algo útil: hace falta agua y comida aquí, herramientas y maquinaria acá, voluntarios y donadores de sangre allá. En total, gracias a ese esfuerzo colectivo, se logró salvar a 69 personas atrapadas. Así es, 69 vidas fueron motivo más que suficiente para hacernos callar y unirnos para salvar víctimas.
Ahora le pido que se imagine que, justo en el momento crucial en el que los rescatistas pedían silencio, un auto con un enorme megáfono hubiera pasado junto a los edificios en ruinas. Imagine que de la bocina hubiera salido una voz repitiendo incesantemente: “Esto no es culpa del presidente. Fueron los gobiernos anteriores. Ya domamos al sismo. Vamos bien. Esto no es culpa del presidente. Rescataremos primero a los pobres. No nos ha ido tan mal. Actuamos con responsabilidad. Nosotros gobernamos mejor. No somos iguales. Ya domamos al sismo…”.
Eso es lo que nos ha pasado y nos sigue pasando en México. Justo en el momento en el que necesitamos silencio para organizarnos y salvar vidas, la voz del presidente López Obrador –y la de su vocero, Hugo López-Gatell– sigue aturdiendo a la sociedad con propaganda dirigida a autoexculparse por el mal manejo del peor desastre sanitario de la historia. Es cierto, la pandemia ha afectado a todos los países. Pero hay decisiones y omisiones concretas y registradas que nos han llevado a pagar una cifra inaceptable de muertos. No estamos hablando de 370 fallecidos, como en la tragedia instantánea de 2017. Estamos hablando de un desastre en el que, en promedio, están muriendo más de 420 personas diarias: un letal terremoto de 2017 cada día. Oficialmente, llevamos más de 136 mil vidas perdidas. Pero, lo sabemos, las cifras reales de exceso de mortalidad rebasan ya las 228 mil defunciones.
Empezamos 2021 con la pandemia fuera de control, y no hay nadie que levante un puño para pedirnos silencio y comenzar a enfocarnos en organizar el rescate del país. La energía social que se manifestaba en 2017 ha desaparecido. Tal vez la gente está cansada y anestesiada ante la magnitud del desastre. Algunas veces pienso que nos cerramos a la realidad como un mecanismo de defensa. Y otras, que vivimos el efecto de un inescrupuloso experimento político que ha doblegado la empatía y el espíritu cívico de la sociedad al someterla a diario al mismo ruido incesante: “esto no es culpa del presidente, a México no le va tan mal…”
Empezamos 2021 y nuestros entornos reales y virtuales se llenan de luto ante la partida dolorosa de familiares, amigos, compañeros de trabajo. La Ciudad de México es la capital más letal del mundo. Pero casi todo sigue como estaba en julio. El presidente, atrincherado en su isla de la posverdad, actúa como si la pandemia se fuera a resolver sola y llena el aire con horas de palabrería. Su vocero, envilecido por sus delirios de fama y poder, habla y actúa ya sin ningún límite ético, científico, político o humano. Dan escalofríos al ver que el mismo hombre que ha mentido deliberadamente una y otra vez sobre la gravedad de la situación está ahora a cargo de comunicar la campaña de vacunación.
La pandemia es el peor fracaso colectivo en la historia del México contemporáneo. Es, en particular, el resultado de la ausencia de una comunicación profesional de riesgo sanitario por parte del Estado. Pasaron diez meses sin que se usara todo el poder del aparato público de comunicación para hacer del uso del cubrebocas un deber ciudadano; para enseñar a todas las personas a cambiar de hábitos; para ordenar y escalonar los horarios de los negocios o hacer que los ciudadanos ayudaran a cumplir las medidas de distanciamiento social en lugares públicos. Pasaron diez meses sin que haya una campaña nacional de comunicación para el autocuidado, con instrucciones claras de qué hacer en cada etapa de la enfermedad. Pasaron diez meses y la gente no sabe a dónde acudir en caso de urgencia, y por eso nos estamos acostumbrando a las escenas de personas desesperadas, vagando penosamente en autos y ambulancias con familiares moribundos, rogando en las puertas de los hospitales por ayuda que no llegará, porque los hospitales son ya el epicentro de la desesperanza, incluso para los propios médicos.
Lo que más quisieran desde el poder es que dejemos de hablar de todo esto y que sigamos insultándonos unos a otros con el lenguaje de odio que cada mañana se siembra en nuestra conversación pública. Quienes podemos, tenemos el deber de usar la palabra para dejar testimonio para el futuro de por qué y cómo perdimos la lucha contra este virus. Que no se crea que no podíamos hacer nada más. Que la propaganda no nos convenza de que esto es única o principalmente culpa de la propia sociedad. La catástrofe es una derrota de todos, sí. Pero quien tiene más poder tiene más responsabilidad, y el presidente no lo usó para unirnos y organizarnos, sino para encabezar una estrategia deliberada y sistemática de desinformación dirigida a eludir la rendición de cuentas.
Solo nos queda pedir, como dice León Gieco en su clásica canción de protesta, “que el engaño no nos sea indiferente”.
Especialista en discurso político y manejo de crisis.