¿Qué hacer? Quince autores en busca de una solución

En El gran retroceso (Seix Barral, 2017), varios pensadores de izquierdas (Fraser, Bauman, Streeck, Rendueles, Illouz, Mishra, Zizek, entre otros) reflexionan sobre la política contemporánea, pero no aportan ninguna solución fresca.
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En un delgado volumen editado por Heinrich Geisenberger y titulado El gran retroceso, quince de los pensadores de izquierdas más importantes de hoy se hacen la siguiente pregunta: ¿Cuál es el futuro de la socialdemocracia, ahora que el neoliberalismo global se está desmoronando y las fuerzas del nacionalismo y la xenofobia están creciendo? No estaría desvelando un gran secreto, ni reduciendo el atractivo del libro, si dijera que no tienen una respuesta; ni individual ni colectiva. La razón es sencilla: la respuesta, de momento, es escurridiza, e incluso puede parecer que no existe.

Los colaboradores de este excelente volumen, que proporciona un muy buen análisis del pensamiento intelectual de la izquierda, son (en orden alfabético): Arjun Appadurai, Zygmunt Bauman, Donatella della Porta, Nancy Fraser, Eva Illouz, Ivan Krastev, Bruno Latour, Paul Mason, Pankaj Mishra, Robert Misik, Oliver Nachtwey, César Rendueles, Wolfgang Streeck, David Van Reybrouck y Slavoj Žižek. [La edición española incluye también ensayos de Marina Garcés y de Santiago Alba Rico.]

No todas las contribuciones son, en mi opinión, igual de interesantes. Creo que la prosa de Zygmunt Bauman es, como siempre, muy enrevesada y difícil de leer. Ivan Krastev parece un tipo extraño entre este grupo de escritores: está en desacuerdo con Trump y el Brexit pero desde lo que parecen unas posiciones certificadas como completamente neoliberales.

No sorprenderá al lector que los nombres de Polanyi y Gramsci son mencionados a menudo, y un Erich Fromm y su El miedo a la libertad rescatado de un largo olvido. Prepárese para ver citas y citas de Fromm.

Me gustaría señalar tres contribuciones que me parecen muy interesantes. Nancy Fraser ha escrito un excelente y valiente ensayo sobre los orígenes ideológicos de la victoria de Trump. Considera que lla principal competición es entre “neoliberales progresistas” y “populistas reaccionarios”. Los neoliberales progresistas son un invento de los “Nuevos Demócratas” de Clinton y sus innumerables triangulaciones que finalmente desembocaron en “progresistas” que se preocupan por la identidad, la igualdad de género y racial, y los derechos sexuales, todo eso combinado con los tipos más duros de Wall Street. Es una combinación que, al principio, parecía poco probable: activistas LGBTQ junto a Goldman Sachs. Pero funcionó. Los “progresistas” disfrutaron de su recién descubierta influencia. Consiguieron que Goldman defendiera de boquilla la igualdad de derechos, promoviera a varias personas “de color” a posiciones importantes, e incluso que se diera cuenta de las ventajas, en resumidas cuentas, de ser más abierto a un talento diverso. Goldman Sachs ganó dinero. Esto es lo que en los 90 y principio de los 2000 se describía con el eslogan “socialmente progresista y fiscalmente conservador”.

¿Quién pagó los platos rotos de este paraíso “neoliberal progresista”? Los que no obtuvieron éxito económico, esto es, los perdedores de la globalización, y aquellos incapaces de aceptar las nuevas reglas del progresismo. La alianza de progresistas y neoliberales del sector financiero creó una contrapartida en quienes fueron marginados: tanto económica como socialmente. Pero mientras esos “marginados” fueran un 20% o por ahí del electorado y solo hicieran mucho ruido pero con poco éxito político (el Tea Party), podían ser ignorados por la coalición ganadora. Es una de las ironías de la vida que los “marginados” encontraran en Donald Trump a alguien capaz de expresar y usar ese resentimiento.

Como demuestra Nancy Fraser, este alineamiento de fuerzas ignoró completamente a la izquierda. La izquierda fue cooptada por una gran coalición de partidarios de Clinton y Obama, liberadores sexuales y adinerados, y cada vez que amenazaba con salirse de esa coalición se enfrentaba al espectro de cosas terribles. Se convirtió en rehén de los neoliberales progresistas. Esto castró completamente a la izquierda. No podía salir de la coalición clintonita sin atraer a racistas y xenófobos al poder, y no podía guiar a la coalición Clinton-Obama hacia la izquierda.

En su excelente análisis Fraser dice abiertamente que la responsabilidad del surgimiento de Trump está en la “nefasta alianza entre la ‘emancipación’ y la ‘financiarización’”. ¿Qué hacer, entonces?: “Llegar a la masa de votantes de Trump que no son ni racistas ni son unos derechistas convencidos sino víctimas de un ‘sistema amañado’”.

El análisis de Wolfgang Streeck sobre Europa es muy similar al de Fraser sobre los Estados Unidos. Los costes de la pensée unique adoptada por los socialdemócratas a lo largo del continente están siendo pagados ahora con la ausencia de una alternativa creíble socialdemócrata que pueda atraer los votos de los “descontentos”, y por lo tanto controlar el aumento de la derecha. En la opinión de la alianza “neoliberal progresista”, dice Streeck, “el hecho de que el ‘Gran Populacho’ haya vuelto a votar, después de haber contribuido a la promoción del progreso del capitalismo pasando su tiempo en las páginas de Facebook de Kim Kardashian, parece un signo de una regresión peligrosa.”

Streeck es muy crítico con el uso del término “populista”. Considera, acertadamente en mi opinión, que es un atajo útil para rechazar en bloc a cualquiera que esté en contra de TINA (“There is no alternative”, en español “no hay alternativa”). El término “populista” es útil para la alianza “neoliberal progresista” porque no distingue entre izquierda y derecha, y porque tanto Trump como Sanders pueden ser considerados populistas que están proporcionando “respuestas fáciles a una realidad compleja”. Cualquier cosa que no sea TINA es simplista y equivocado porque esa compleja e inmensurable realidad solo la pueden comprender los neoliberales.

El “populismo” es diagnosticado en su uso normal internacionalista como un problema cognitivo”, dice Streeck. En otras palabras, cuestionar TINA es visto por las élites como un síntoma de un problema cognitivo profundo. No es sorprendente que haya demandas de que se acabe con el voto universal y se sustituya por una “gnosocracia”: el voto solo para aquellos que demuestren ser suficientemente inteligentes. (Streeck cita ejemplos de esto).

Solución: ninguna por el momento. Estamos en un interregno gramsciano en el que “las cadenas familiares de causa y efecto ya no están vigentes, y eventos inesperados, peligrosos y grotescamente anormales pueden ocurrir en cualquier momento”.

Paul Mason (cuyo excelente Poscapitalismo reseñé aquí) ha escrito un bonito ensayo basado en su experiencia personal y en la de su padre. Es una historia de la clase trabajadora inglesa, unida en su odio por los ricos, los timadores y el gobierno, abierta a extranjeros como ellos, y con fuertes lazos sociales. Todo eso fue, según Mason, destruido por el thatcherismo. Las empresas quebraron, las minas de carbón cerraron, el trabajo para el que esta gente estaba formada se hizo difícil de encontrar, los empleos se enviaron al extranjero, la solidaridad social se fragmentó, y comenzó una etapa de atomización. Algunos dejaron estos lugares desolados en busca de mejores alternativas en ciudades, otros abrazaron el nuevo dogma de financiarización y dinero fácil. Los clubes locales de rugby se cerraron. En vez de un tejido social rico, ahora había un desierto.

La descripción es contundente y conmovedora. Mason quiere que las cosas vuelvan a ser como en los años sesenta y setenta. Es sincero al decir que la izquierda debería deshacer la globalización, recuperar los empleos, olvidarse de los países en vías de desarrollo, y deshacerse de los inmigrantes de Europa del Este. Estos últimos los critica porque, al contrario que inmigrantes previos de África y Asia, aunque no es su culpa, llegaron a Reino Unido cuando el país estaba haciendo una transición de una economía manufacturera a una de servicios: por eso no podían ser incluidos en un ethos exclusivamente de clase trabajadora como el descrito por Mason, porque ese mundo había dejado de existir. A Mason no le gustan porque ve en ellos una población demasiado dócil hacia las demandas del capitalismo globalizado y demasiado complaciente con los dogmas neoliberales. Olvidemos a los baristas rubios polacos, ¡devolvednos a los trabajadores kenianos rudos y bebedores de cerveza!

¿Qué tipo de izquierdismo, se pregunta uno, es uno que resulta indistinguible del Frente Nacional de Marine Le Pen?

La pregunta que el lector se hace al final del libro es: ¿debería la izquierda socialdemócrata mantener su internacionalismo, y por lo tanto volver a las élites de Wall Street y descartar las políticas nacionales de redistribución, o debería centrarse en el descontento doméstico, y entonces moverse hacia políticas de nacional-socialismo? ¿O debería encontrar un camino estrecho, entre ambos, que combine el internacionalismo con la redistribución doméstica?

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Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, Mayo de 2024).


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