Carosia.

Populismo: una cuestión moral

¿Por qué cuestionan el nacionalismo y el populismo los fundamentos de la democracia liberal?
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En un ensayo reciente, Félix Ovejero ponía en cuestión la existencia de una distinción clara entre los populismos de derecha e izquierda. Es una discusión que ha ocupado a analistas y científicos sociales en los últimos años y para la que, en efecto, no hay una conclusión definitiva. Para ilustrar su duda, Ovejero cita un extracto del programa del partido griego de extrema derecha Amanecer Dorado, que, asegura, podría haber firmado Podemos.

Es una duda pertinente. Cuando conoció que había ganado el Brexit, Nigel Farage, líder del eurófobo UKIP, proclamó: “Es una victoria de la gente corriente contra los bancos, las grandes empresas y los políticos”. Entonces yo me preguntaba si aquella afirmación, que podría haber pronunciado Pablo Iglesias, decía algo sobre el carácter ideológico de un movimiento, o era simplemente una expresión de renovado nacionalismo presente en populismos de derecha e izquierda.

No obstante, es cierto que nacionalismo y populismo presentan diferencias. En ambos casos nos encontramos con un relato sentimental que precisa de un enemigo, pero este enemigo es exógeno a la nación, en el caso del primero, mientras que en el segundo toma siempre la forma de una élite que oprime al pueblo, bien desde dentro, bien desde fuera del Estado.

Esta discrepancia entre dos cosmovisiones que comparten su carácter excluyente puede tener que ver con la evolución del contexto histórico. La globalización ha hecho más por la universalización de las solidaridades de clase que cualquier interpretación del marxismo, de modo que las líneas de fractura social de nuestro tiempo ya no enfrentan a países rivales, sino a grupos sociales de prevalencia global.

Los mismos conflictos entre el campo y la ciudad, los jóvenes y los mayores, las élites culturales y los trabajadores no cualificados, la clase financiera y los obreros se reproducen en todos los países de Occidente. El cambio tecnológico ha tenido un efecto tal vez poco intuitivo: ha fomentado la homogeneización de los países y la heterogeneidad de las sociedades dentro de los países. Quizá esto explique el éxito del populismo o del nacionalpopulismo en nuestros días sobre el nacionalismo clásico.

Pero no sería preciso concluir que el populismo es a la posmodernidad lo que el nacionalismo fue a la modernidad, pues tal vez fuera Andrew Jackson quien fundara el populismo occidental para derrotar al aristócrata John Quincy Adams allá por 1824. Sin embargo, sí parece que el populismo encuentra en las condiciones socioeconómicas actuales un hábitat amable. Por cierto, que aquel populismo de Jackson exhibía indudables tintes nacionalistas.

Pero si las fronteras entre el nacionalismo y el populismo tienden a desdibujarse, y los bordes del populismo de derecha e izquierda son difíciles de trazar es porque nos encontramos ante cosmovisiones morales. Las dicotomías amigo-enemigo solo son posibles cuando se han establecido criterios morales nítidos sobre el bien y el mal. Es en esta concepción moralista de la política y la organización social cuando se hacen patentes las diferencias entre el nacionalpopulismo (de izquierda o derecha) y el liberalismo.

El resultado de introducir en la competición política discursos nacionalistas o populistas que retan los principios liberales del sistema se traduce en una crisis democrática. La irrupción del nacionalismo desmanteló la democracia liberal europea en la primera mitad del siglo XX, y el auge ahora de este populismo, o nacionalpopulismo, ha propiciado una crisis de la democracia liberal que, espero, esta vez consigan resistir las instituciones.

¿Por qué cuestionan el nacionalismo y el populismo los fundamentos de la democracia liberal? Porque nacionalismo y populismo comparten interpretaciones sobre la organización social ancladas en principios morales monolíticos, mientras que el liberalismo es un sistema político que parte de una asunción: en la sociedad conviven puntos de vista individuales que son a menudo diversos y contradictorios, sin dejar de ser legítimos. Esta intuición se traduce en un valor fundamental del liberalismo: el pluralismo. Y, quizá sea necesario aclararlo, cuando hablo de liberalismo no me refiero a la ideología de la tacañería que algunos enarbolan, sino a un espacio político en el que caben familias progresistas y conservadoras.

¿Significa esto que el liberalismo es amoral? No. Adam Smith, considerado uno de los padres intelectuales del liberalismo, ha pasado a la historia como un gran economista, y La riqueza de las naciones bien merece esa fama. Pero Smith fue, además, un moralista, en el mejor sentido del término. En una obra menos conocida, La teoría de los sentimientos morales, de 1759, el autor se plantea una paradoja: aceptando esa pluralidad de intereses que mencionábamos, Smith se pregunta por qué existe la sociedad como cuerpo razonablemente estable y cohesionado. Por qué el egoísmo no la ha hecho saltar por los aires. El escocés encuentra entonces una simpatía natural (hoy diríamos empatía) que permite a los hombres ponerse en el lugar de los demás hombres, y halla también una figura interior, un “espectador imparcial” que actúa como juez de nuestros propios actos individuales: algo así como la conciencia.

A mí me parece evidente, y me sorprende que no haya rastro de esta analogía en Google, que esta teoría de los sentimientos morales de Smith tuvo una profunda influencia en la ética kantiana, y no solo porque el genio de Konisberg se deshiciera en elogios hacia la obra de Smith: es fácil descubrir la simpatía y el espectador imparcial del escocés en las formulaciones sobre “la ley moral en mí” y el “imperativo categórico”.

En todo caso, los intelectuales liberales, de Smith a John Stuart Mill y de Raymond Aron a Isaiah Berlin se han ocupado y preocupado de las cuestiones morales. Sin embargo, todos ellos han partido de dos principios: el individuo es la unidad de medida de las sociedades y el pluralismo es el valor político que permite la expresión de esa individualidad. En último término, su conclusión es clara: el Estado debe salvaguardar las libertades individuales frente a los abusos del poder y garantizar el pluralismo en la competición democrática. Esa garantía solo es posible si la competición partidista es guiada por el respeto a unas reglas del juego dadas: la Constitución y/o las leyes.

La plasmación política de esa teoría es el orden democrático liberal representativo. Y ese orden choca con el hipermoralismo nacionalista y populista, de izquierda o derecha, que presume la existencia verdades sociales y políticas indisputables, así como su ánimo hiperdemocráico, por el cual el impulso plebiscitario no puede encontrar constreñimiento en las leyes.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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