No hay vuelta de hoja: la aprobación de la reforma energética es un triunfo de Enrique Peña Nieto y el PRI. Aquel que lo lea de otra manera peca de ingenuo o de algo peor. Será muy difícil acusar de inmóvil a un gobierno que ha conseguido compromisos legislativos que parecían inalcanzables hace apenas un par de años. Las leyes cuentan. De pronto, la “generación del no” —como la bautizó con toda justicia Ciro Gómez Leyva— ha aprobado, por abrumadora mayoría, una reforma genuinamente ambiciosa.
Ahora queda la reflexión. Me concentró, por ahora, en el ángulo político. Primero lo primero: esta reforma debería ser la última llamada de atención para quienes insisten en menospreciar a Peña Nieto y sus operadores políticos. El “títere impuesto”, el que hizo “el oso en la FIL”, el “ignorante” sigue llevándose todas las canicas. Y eso obliga a una segunda conclusión. Las conquistas recientes del priismo son una advertencia clarísima para la oposición: la hegemonía del PRI está consolidándose y no tiene una aparente fecha de caducidad. Para nadie es un secreto que en los círculos priistas ya se piensa no solo en la sucesión de 2018, sino hasta en la siguiente. Los priistas parecen seguros de que han regresado para quedarse. Lo peor es que, a juzgar por la coyuntura, no les faltan razones para el optimismo transexenal. Y esa es una muy mala noticia para el país. Todo gobierno necesita de una oposición propositiva y eficiente. Por ahora, no hay tal para el priismo. Y aunque este PRI no es el que era, las pulsiones feudales, la voracidad, los excesos, la corrupción y la propensión al dispendio impune siguen ahí. Que los priistas comiencen a echar raíces en el poder no hará sino incentivar su descaro. La única manera de ponerle riendas al dinosaurio es oponiéndosele activamente: ganándole en las urnas.
La candidata no solo natural, sino quizá única para ponerle límites al Leviatán priista, es la izquierda. Por eso es una pena que la izquierda mexicana insista en la viabilidad de la estridencia como estrategia política. De pronto parecería que el sector dominante de la izquierda mexicana ha decidido, ya de manera definitiva, adoptar la teoría de la conspiración como guía ideológica. No importa proponer y argumentar, lo que importa es recordarle al electorado de “fraudes” e “imposiciones”: la indignación como argumento. Le pregunto al lector lo siguiente: ¿qué le escuchó más a la izquierda mexicana (la izquierda formal y sus simpatizantes en las redes sociales y los medios) durante los meses de debate sobre la reforma energética? ¿Propuestas concretas, creativas y realistas que funcionaran como una alternativa de proyecto de nación en función de nuestra coyuntura energética o la viejísima, aburridísima cantaleta aquella de la “mafia en el poder”, el “saqueo al país”, las “trasnacionales rapaces”, y demás incisos del guión que hemos escuchado desde hace ya más de una década? Por supuesto, ciertas voces de la izquierda aportaron elementos loables y sensatos a la discusión. Pero lo cierto es que, como en muchos otros casos, la agenda de la izquierda —en forma y fondo— fue impuesta de nuevo por las voces más radicales y desaforadas. En México y en el extranjero, el rostro de la izquierda nacional no fue Cuauhtémoc Cárdenas, sino la senadora Sansores. Y ni hablar de las redes sociales, en las que la voz de la izquierda se ha vuelto un coro de histéricos que no solo censuran, sino agreden abierta y vulgarmente a cualquiera que se atreva a ir contra su particularísimo dogma. Por argumentada que fuera, ¡ay de aquel que osara manifestar su simpatía por el proyecto de reforma!
Como huérfano político (muchas veces he dicho —y reitero — que soy un votante natural de izquierda) lamento profundamente todo esto. Todavía no encuentro un ejemplo de un político o un simpatizante de un político que haya convencido a un votante a punta de gritos e insultos. El masoquismo tiene límites. Pero más allá de lamentar la terquedad y el apego de la izquierda por la destemplanza, me pregunto con auténtica curiosidad: ¿cuál es el cálculo político-electoral que hacen estos líderes de izquierda? ¿Donde exactamente encuentran el rédito electoral, a mediano y largo plazo, de esta estrategia? Es decir, entiendo la necesidad de apelar a la base lopezobradorista para garantizar el futuro de Morena, pero aún así no me salen las cuentas. No faltará quien me diga que López Obrador estuvo muy cerca de rebasar a Enrique Peña Nieto durante la elección pasada. Y es verdad: es probable que, si la campaña hubiera durado un par de meses más, el resultado habría sido distinto. Pero la izquierda ha aprendido la lección equivocada si cree que la clave de aquella exitosa campaña fue la estridencia ideológica. La fuerza de AMLO en 2012 se basó en un astuto y eficaz movimiento hacia el centro, no en una radicalización. El crecimiento electoral de López Obrador comenzó, claro, con sus leales: no hay campaña electoral exitosa sin una base sólida. Pero el factor que cerca estuvo de alterar el resultado final fue la manera como López Obrador logró presentarse al mismo tiempo como un candidato antiestablishment y como un hombre de renovada moderación ideológica. Lo que acercó a la izquierda al poder fue el discurso conciliador, no la obstrucción rijosa y dogmática. Tomar una ruta completamente distinta ahora no tiene sentido, o al menos no lo tiene si se trata de incrementar el voto de la izquierda para dentro de un par de años y, evidentemente, para 2018. Es muy poco probable que los electores de centro en México “compren” un nuevo movimiento fugaz de López Obrador hacia la moderación en el siguiente gran ciclo electoral. Es un (gran) truco que solo funciona una vez. Si la izquierda no se libera del yugo de la intransigencia, se negará la posibilidad de llegar al poder y le quitará a México la mejor ocasión para embridar al dinosaurio.
(Milenio, 14 diciembre 2013)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.