La noche del 23 de junio de 2016 muchos de los embajadores permanentes ante la UE, así como ministros de Asuntos Europeos, se reunían ante una pantalla de televisión en el hotel Novotel del distrito Kirchberg de Luxemburgo. Estaban en la capital del ducado porque el Consejo pensó que era buena idea retrasar una reunión de Asuntos Generales del 23 de junio a la mañana del día siguiente. Así podrían celebrar que el Reino Unido se quedaba en la Unión.
La noche terminó temprano en Luxemburgo. Sobre la una de la madrugada Newcastle había caído del lado del Leave y Sunderland, un bastión clave que se esperaba que eligiera quedarse en la UE, había votado por abandonarla con 22 puntos de diferencia. El shock era total. La partida estaba perdida y el tablero por los suelos.
Nadie entonces, ni en los días siguientes, se atrevió a decirlo abiertamente, pero sobre la gestión de toda la crisis del Brexit sobrevuela siempre la misma idea: no hay mal que por bien no venga. La salida del Reino Unido es dramática, sin duda, pero en la mente de muchos diplomáticos, técnicos y funcionarios europeos existe la esperanza de que, ahora sí, se pueda construir mejor el proyecto europeo.
En Bruselas nadie puede negar la realidad: durante 40 años Londres ha rechazado ocupar su lugar liderando el proyecto europeo y ha decidido ir frenándolo, limitándolo a los elementos económicos. Hay razones para rebajar la esperanza de que la marcha de los británicos resolverá el problema y que, de repente, el proyecto europeo avanzará de forma más decidida, porque en los últimos meses se ha visto que no siempre hace falta un Reino Unido para frenar el proceso de integración. Pero nadie que se oponga a él ahora, como por ejemplo Países Bajos, puede tener el peso con el que han contado los británicos durante las últimas cuatro décadas.
Las últimas manifestaciones masivas han levantado las esperanzas en algunas capitales europeas de que el Reino Unido finalmente no abandone la Unión Europea. Este es, casi sin ninguna duda, el peor escenario posible para el proyecto europeo, porque si bien las consecuencias económicas y sociales de una salida sin acuerdo serían catastróficas, la permanencia británica en el club podría acabar pagándose mucho más caro. No cabe duda de que para el Reino Unido esa sería la mejor solución, de forma objetiva. Pero no es así ni para la UE ni para su futuro.
Donald Tusk, presidente del Consejo, ha insistido en numerosas ocasiones en que la puerta está abierta si Londres decide cancelar el Brexit. Peter Altmaier, mano derecha de Angela Merkel y ministro de Economía alemán, celebra cada protesta masiva en la capital británica.
En el otro lado hay pocos personajes públicos que se expresen en contra. Pero cuanto más bajas a las capas técnicas, más gente encuentras que está decididamente a favor de que el Reino Unido termine ya con el sainete del Brexit y que lo haga fuera de la UE. Hay una persona especialmente, en el ámbito público, que está empujando por acabar ya con esto: Emmanuel Macron.
Aunque el presidente francés tiene preocupaciones obvias a puerta cerrada sobre las implicaciones de llegar a forzar un Brexit sin acuerdo, está, en cierto modo, tomando el testigo de la desconfianza de Charles de Gaulle hacia Londres, la cual demostró vetando en dos ocasiones la entrada del Reino Unido en las comunidades europeas. Solo entró con De Gaulle ya muerto, porque el francés siempre consideró que el país no encajaba en el proyecto.
Hay dos razones para considerar que el peor escenario posible es que el Reino Unido permanezca en la UE.
La primera es que, en el fondo, Londres y los votantes británicos siguen siendo los mismos que en los últimos 40 años. Eso en el mejor de los casos. Hay que ser cauto respecto a la fuerza real de los movimientos contra el Brexit y de la supuesta “primavera europea” que se vive en el país. La sociedad británica sigue fundamentalmente partida en dos.
No hay duda de que hoy el movimiento proeuropeo más vigoroso y en mejor forma de toda Europa se encuentra, curiosamente, en el Reino Unido. Existe, claro está, la esperanza de que la visión del precipicio tenga efectos sobre las posturas euroescépticas de los Gobierno británicos; que, de alguna forma, la política en el Reino Unido deje paso a un movimiento proeuropeo real.
Pero los datos animan al desaliento. Sí, parece que el posible resultado de un segundo referéndum daría hoy la victoria al Remain. Pero no ha habido un cambio de opinión masivo, el margen sigue siendo relativamente estrecho y si algo nos debió enseñar la campaña del 2016 es que, a veces, ocurren cosas totalmente inesperadas.
Y aunque muchos votantes hayan visto la cruda realidad post-Brexit alejada de las falsas promesas de los euroescépticos, esto hace poco consistente la idea de que el movimiento proeuropeo en el Reino Unido vaya a estar bien vertebrado: no se trata de que la gente quiera quedarse en la UE porque sea la opción menos mala, visto lo visto, sino que se trata de que el Reino Unido se quede en el bloque para aportar y para crecer, no para seguir poniendo trabas.
Más allá de eso, es difícil imaginar un escenario en el que el país pueda atravesar un segundo referéndum o la revocación del artículo 50 sin dividir todavía más a la sociedad británica, que ya está en un proceso de canibalización política sin precedentes en las últimas décadas. Los votantes se meterán cada vez más en la trinchera, la política será cada vez más inestable.
Además, el movimiento euroescéptico en el Reino Unido no es cosa de la campaña de 2016, basada en mentiras e información envenenada, y por lo tanto ni ha desaparecido ni desaparecerá. Ivan Rogers fue embajador permanente británico ante la UE hasta comienzos de 2017, entiende como pocos el Brexit, y durante una reciente charla en Bruselas señalaba un punto interesante: si el Reino Unido no ha abandonado antes la UE es sencillamente porque nadie ha preguntado antes a los británicos.
El modelo de Unión Europea que se inaugura a partir del Tratado de Maastricht y que se confirma con el Tratado de Lisboa va en dirección contraria a lo que el Reino Unido desea, a cómo Londres entiende la UE. Y Rogers cree que eso no tenía solución. En cierto modo, y desde su punto de vista, el país estaba condenado a abandonar el bloque tarde o temprano si no cambiaba la forma de pensar respecto a él.
Hace solo unas semanas, durante una charla en Aquisgrán, Merkel daba la razón a Rogers sobre la visión británica de la Unión: “La relación del Reino Unido con Europa fue siempre muy… inestable. No han participado en muchas de nuestras políticas. No forman parte de la Eurozona, de Schengen, no participan en la política interior. Siempre dicen: somos una isla y queremos más independencia. Para ellos Europa siempre fue esencialmente una zona de libre comercio. No lo valoraban realmente cuando profundizábamos en nuestras relaciones”.
La segunda razón es que el Brexit es un proceso brutal, traumático, dejará secuelas imborrables que harían del Reino Unido un socio tremendamente conflictivo (todavía más). Los diplomáticos y técnicos de la UE llevan casi dos años sin poder trabajar en asuntos prioritarios del proyecto europeo porque están centrando todas sus energías en las negociaciones, mientras que por el lado británico está pasando lo mismo, solo que en su caso, además, en las conversaciones les han pasado por encima, como era de esperar.
Tras dos años la confianza se ha dinamitado. Los líderes europeos tienen simpatía por la primera ministra británica, pero nadie se fía de ella, y a un nivel más técnico la UE está aprendiendo a trabajar sin el Reino Unido, apartado en una esquina, alejado de los procesos de decisión relevantes.
Si Londres acaba quedándose en la Unión Europea será, en gran parte, porque le ha resultado imposible salir, no por convicción europeísta, no porque lo consideren el bautizo de un nuevo comienzo dentro del proyecto europeo.
Y ahí es cuando se plantea una pregunta legítima que está en el ambiente en Bruselas: ¿Alguien se cree que un Reino Unido que, por lo pronto seguirá teniendo gobiernos conservadores en los que los euroescépticos tienen un poder obvio, va a funcionar bien en los engranajes de la UE? ¿Que no va a poner todavía más trabas que antes sintiéndose traicionado o abusado, siguiendo con la narrativa eurófoba que vertebra su discurso sobre el victimismo?
Puede ser que los técnicos británicos que negociarán en el día a día sean proeuropeos, porque la mayoría lo son, incluso en el Departamento de Salida de la UE (DExEU) del Gobierno británico, pero las directrices políticas no lo serán. El riesgo de tener a un Reino Unido boicoteando el proceso de decisión interno de la UE en el momento en el que el proyecto europeo más necesita avanzar no parece una perspectiva apetecible para nadie.
La idea de que el Reino Unido se acabe quedando en la Unión Europea despierta muchas esperanzas. Sería, previsiblemente, un final feliz: es sencillo porque Londres solo tiene que revocar el artículo 50, no tendría muchas consecuencias económicas y la vida seguiría como antes. El problema es pensar que la vida seguirá como antes, porque probablemente no sea así y el Reino Unido se convierta en un enfant terrible pataleando en la habitación. Y en el mejor de los escenarios, que la vida siga como antes ya no le servirá a una Unión Europea que necesita reaccionar rápida y eficazmente para seguir sobreviviendo.
Por supuesto que queda esperanza. El movimiento proeuropeo en Londres es vigoroso, y eso abre la ventana a la idea de que, dentro de algún tiempo, el Reino Unido vuelva a entrar en la Unión Europea, y que no lo haga a medias: que se involucre de forma total en el proceso de integración, impulsado por unos políticos y unos votantes que, más jóvenes, sufrieron las consecuencias del Brexit. Y que lo hagan no solo por convicción económica, sino por convencimiento político. Pero eso, lamentablemente, no parece estar en el menú por el momento.
Nacho Alarcón es periodista y corresponsal de El Confidencial en Bruselas.