Rusia en Siria

Ante la parálisis política de Occidente, Moscú se convirtió en un actor más de la guerra en Siria.
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El presidente ruso Vladimir Putin pasó de las palabras a los hechos en unas cuantas horas. La mañana del lunes leyó en la ONU un cuidadoso discurso –redactado seguramente por su experimentado y astuto ministros de asuntos exteriores Sergei Lavrov– en donde invitaba a Estados Unidos y Europa a conformar una alianza parecida a la que derrotó a los nazis durante la II Guerra Mundial para acabar con la guerra en Siria  y el terrorismo fundamentalista del llamado Califato Islámico o ISIS. El miércoles, aviones de guerra rusos empezaron a bombardear a los opositores del presidente sirio Bashar Al-Assad.

Entre el discurso y los bombardeos, Moscú legitimó su intervención en Siria en el ámbito internacional intentando convencer a Obama en una reunión tras las bambalinas de la Asamblea General de la ONU, de coordinar las acciones militares estadounidenses con las rusas. Y en el ámbito doméstico, convocando a una votación en el Consejo de la Federación Rusa.

La aprobación del Consejo nunca estuvo en duda. Todos sus representantes están al servicio del régimen y votaron aplastantemente –162 contra 0– a favor de una intervención abierta de Moscú en Siria. Por el contrario, la reunión con Obama fue un fracaso. La Casa Blanca –y sus aliados europeos– se negaron una vez más a participar más activamente en Siria si Assad no renuncia. Moscú ha sostenido desde el inicio de la guerra civil hace ya más de 4 años que demandar que Assad abandone el poder como precondición para emprender una lucha a fondo contra los terroristas islámicos de ISIS “es contraproducente e irreal”.

Lo que Moscú no ha aceptado es que el desencuentro con Washington es mucho más profundo y gira precisamente en torno a Bashar el-Assad. Los Estados Unidos buscan construir una Siria democrática, un objetivo imposible mientras Assad reine en Damasco. La estrategia rusa requiere exactamente lo contrario: que Bashar el-Assad siga en el poder.

Este choque estratégico ha impedido una intervención multilateral en Siria que parece ser el único camino para imponer al menos una tregua entre los adversarios, debilitar a ISIS y detener la ola de refugiados que ha invadido Europa. Apenas una mínima parte de los más de 7 millones de desplazados y 4 millones de refugiados que ha provocado el sangriento conflicto en Siria.  

Pero en política, los vacíos se llenan. Mientras los europeos discuten cuantos refugiados sirios están dispuestos a recibir y los estadounidenses limitan su intervención a bombardeos aislados en el territorio ocupado por ISIS, en espera de que Assad sea derrocado, Moscú aprovechó el hueco que abrió la parálisis política de Occidente y se convirtió en un actor más de la guerra en Siria.

A contracorriente de las declaraciones de Putin en la ONU, la meta central de Rusia no es eliminar al terrorismo fundamentalista que encabeza ISIS y resolver la catástrofe humanitaria siria. Esas serían ganancias bienvenidas, pero colaterales. 

 

Los fines del Kremlin son pragmáticos –realpolitik destilada–: fortalecerse como un actor global indispensable en el ámbito internacional y consolidar su posición geoestratégica en el Medio Oriente a través de Siria.

Como todo lo que hace Putin, su política siria está inspirada en la diplomacia soviética. En los lejanos tiempos de la Guerra Fría, y después de que Egipto expulsó a los asesores soviéticos y Anwar Sadat decidió consolidar, a cambio, su relación con Washington, Siria se convirtió en la punta de lanza de Moscú en Medio Oriente.

La larga historia de la alianza del Kremlin con los Assad le ha reportado muchos beneficios. El mayor de ellos es la base naval rusa en el puerto de Tartus, en la costa siria. La única base militar rusa más allá de sus fronteras y en las orillas del Mediterráneo (una meta que Moscú ha perseguido desde tiempos inmemoriales). 

El imperativo ruso de conservar a toda costa la base naval de Tartus y seguir ejerciendo una política activa y visible en el Medio Oriente dependen, al menos a corto plazo, de que Assad se mantenga en el poder. Moscú empezó a transportar apresuradamente material de guerra –aviones tanques ,soldados y provisiones– a Latakia, al sur de Tartus, no porque la guerra en Siria haya alcanzado terribles niveles de crueldad, sino porque el régimen de Bashar el-Assad está al borde del abismo.

A lo largo de 2015, la balanza militar siria se ha movido en contra de Assad. Durante el verano, el gobierno sirio perdió amplias porciones de territorio en el norte del país a manos de los kurdos, (que tienen el apoyo de Occidente, pero enfrentan un conflicto en dos frentes con los turcos, que han emprendido una guerra propia dentro de la guerra civil siria para impedir el surgimiento de un posible Estado kurdo). Assad no ha tenido mejor suerte con su más peligroso enemigo: ISIS ha extendido sus tentáculos y ampliado el territorio que ocupa desde 2014 a pesar de los ataques aéreos norteamericanos. Para colmo de males, a principios de septiembre, una facción rebelde afiliada con Al-Qaeda ocupó una base militar al sur de Aleppo, la segunda ciudad más poblada e importante de Siria. La caída de Aleppo sería un golpe mortal para Assad y para los dos países que lo han surtido de armamento y apoyado desde los inicios del conflicto sirio: Irán y Rusia.

Ello explica por qué los aviones rusos no han bombardeado el territorio dominado por ISIS,  sino las posiciones de otros grupos rebeldes que amenazan directamente a Assad en Aleppo y en la cada vez más reducida franja –20% del territorio sirio– que controla a duras penas el gobierno.

Es imposible predecir el impacto de la intervención rusa en Siria. Puede prolongar la guerra si logra apuntalar a Assad, o debilitar a los rebeldes junto con el dictador sirio; fortalecer la posición de Rusia en el Medio Oriente, o convertirse en un costoso embrollo a imagen y semejanza de Afganistán en los años setenta. Ninguno de estos escenarios augura un futuro mejor para el pueblo sirio.

 

(Imagen)

 

 

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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