Las cifras hablan por sí mismas sobre la violencia de la guerra civil que ha devastado Siria: 70,000 muertos; más de un millón de refugiados que han huido del país y se han acomodado como han podido en Turquía, Jordania y Líbano, y dos millones más de desplazados que se han agolpado en las zonas fronterizas con la esperanza de salir si la situación se deteriora aún más. No se necesita tener una bola de cristal para predecir que eso es precisamente lo que sucederá. El gobierno de Bashar al-Assad y los grupos rebeldes que han convertido a Siria en un campo de batalla desde hace dos años, están enfrascados en una guerra donde nadie está dispuesto a ceder un ápice. A diferencia de Hosni Mubarak en Egipto, Assad ha decidido llevar hasta sus últimas consecuencias una lucha existencial para mantener el derecho dinástico heredado de su padre para gobernar el país a su antojo. Para ello ha echado mano de todos los instrumentos militares a su alcance, incluyendo, al parecer, el uso de armas químicas. Y las trece facciones rebeldes tienen un solo denominador común: no depondrán las armas hasta derrocar a Bashar al-Assad.
Siria se ha convertido en el escaparate de los choques sectarios, étnicos y religiosos que alimentan los muchos conflictos que desgarran el Medio Oriente: de la confrontación entre shiítas y sunnitas y entre minorías religiosas, como los cristianos, y étnicas, como los kurdos, que buscan obtener diversos grados de autonomía.
La guerra civil siria es también el espejo de la politización del Islam –el legado más oscuro del Ayatollah Khomeini– que ha llenado el hueco ideológico que dejó el marxismo y se ha convertido en una utopía política y un instrumento de lucha con sanción divina. Todas las facciones rebeldes en Siria enarbolan diversas tonalidades de islamismo político: desde Jabhat al-Nusra, que ha reconocido sus ligas con Al Qaeda, hasta grupos más moderados como los Batallones Farouq.
Los contendientes se han radicalizado también porque casi todos tienen aliados externos que les dan apoyo político y militar en función de sus propios intereses y de las filiaciones de rebeldes y gobierno. Rusia e Irán han surtido con armas, asesores y personal militar al régimen de Assad: el Kremlin no quiere perder la punta de lanza que conserva en la región como legado de la guerra fría y Teherán quiere mantener a toda costa a su mejor aliado –Bashar al-Assad– en el poder para extender su dominio sobre la región. Qatar y Saudi Arabia han financiado a las facciones rebeldes más radicales. Encarnan la eterna confrontación entre sunnitas (ellos mismos y la mayoría de la población siria incluyendo a los rebeldes) y shíitas.Entre ellos, los iraníes y la minoría alawita siria-que practica un shíismo peculiar-a la que pertenece la dinastía Assad.
Turquía ha jugado sus cartas con un pragmatismo maquiavélico. Ha estrechado su relación política y económica con los kurdos de Iraq –de quienes dependen los kurdos sirios– y ha entablado negociaciones con el líder histórico de sus propios kurdos –Abdullah Ocalan–, para evitar que el Kurdistán iraquí y sus paisanos en Siria puedan reclamar un Estado propio que le arrebataría los territorios turcos poblados por kurdos. Paralelamente ha apoyado a algunos de los grupos rebeldes sunnitas, Islam que predomina también en Turquía,y dado refugio a cientos de miles de desplazados. En pago, muy probablemente bajo las órdenes de Assad, dos poderosas bombas estallaron en una población turca hace días destruyendo edificios y la vida de decenas de civiles. El gobierno turco difícilmente podrá evitar intervenir más directamente en la guerra civil siria.
Eso es lo que ha hecho Hezbollah, la organización shíita que es la fuerza político militar más poderosa de Líbano. Retoño del régimen teocrático iraní que la patrocina, Hezbollah no puede darse el lujo de perder a su aliado sirio y con él, el control del territorio del país por donde transitan hasta Líbano los armamentos provenientes de Irán.
Desafortunadamente, los grupos que conforman el casi que no tiene apoyo abierto del exterior son las facciones rebeldes más moderadas, los aliados naturales de Occidente. La Unión Europea acaba de levantar el embargo de armas a los contendientes hace unos días, pero ni Gran Bretaña ni Francia –como tampoco ha podido hacerlo Turquía– podrán alterar el curso de la guerra sin la participación norteamericana. Y el “síndrome Irak” parece haber paralizado al presidente Obama que ha apostado todas sus cartas a una imposible negociación entre Assad y los rebeldes. Una política que polarizará aún más las posiciones de los contendientes, alentará una mayor intervención iraní y prolongará el conflicto hasta las Calendas griegas.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.