Hace miles de años domesticamos a los animales y los usamos para mover cosas. Fue hace miles de años, en el Neolítico. Hace ocho mil inventamos el molino y un poquito después –tal vez por ahí del siglo ocho antes de Cristo– lo hicimos girar con animales. Luego prescindimos de los animales con ayuda del agua y el viento. Y ya mucho después inventamos los motores.
Los españoles trajeron el trapiche –un molino de rodillos hendidos, de tracción animal– a lo que hoy es México. Los hacendados lo usaban para moler la caña y obtener azúcar y otros productos. Era todo un sistema de explotación –animal y humano– con el que se enriquecían unos cuantos. Además, poco productivo, porque costaba mucho construir y mantener los trapiches. La tecnología los superó en el siglo XIX y comenzaron a desaparecer a la par de la urbanización el siglo siguiente. Aún hay algunos en la Huasteca y las sierras. “En algunas regiones”, dice una pequeña primicia de InfoRural, “todavía pueden apreciarse este tipo de instrumentos, aunque en muchos ranchos han sido sustituidos por molinos motrices, que son más prácticos.” Esto desde hace unos cien años. En la Sierra Norte de Puebla, por ejemplo, “existe una de las pocas moliendas, que literalmente se resisten al olvido.” A La Lagunilla, en Tlacuilotepec, donde una familia mantiene la tradición, “acuden visitantes quienes aprovechan la ocasión para conocer esta tradicional actividad y de paso probar el jugo de caña al cual, por cierto, se le atribuyen propiedades curativas.” Hoy se consiguen trapiches eléctricos o de gasolina fácilmente en internet.
Hace no mucho, más o menos ocho mil años después del Neolítico, el presidente del actual México visitó un viejo trapiche justo en la Huasteca y dijo:
“Esta es la auténtica economía popular. Gilberto es ejidatario, tiene su parcela, cultiva la caña, tiene su trapiche, desde luego su caballo, que la verdad trabaja igual o más que Gilberto, porque es el motor que mueve el trapiche. Éste es el jugo de la caña: $10 pesos este vaso de jugo de caña exquisito, natural, sabroso, no el agua puerca esa que venden que ya no voy a decir cómo se llama –ya no voy a decir–, pero esto es muy sano; y así como ésta, existen las actividades productivas abajo… en la gente; se me viene a la memoria lo que hacen los productores de maíz y de haba, que no sólo producen el maíz y el haba sino que hacen [lo que viene siendo] el tlacoyo, para ir a vender a la Ciudad de México. Esta es la economía que estamos impulsando. Y a ver, Gilberto, muéstranos cómo funciona el trapiche, ¿cómo se llama el caballo?”
Entonces Gilberto echó a andar al caballito-burro espiritifláutico y el presidente del México actual le siguió los pasos (y viceversa: el caballito-burro le siguió los pasos al presidente). Después abrazó con acostumbrada jovialidad a Gilberto, quien impasible y sereno, pero aprovechando la oportunidad, dijo: “pues muchas gracias por visitarnos acá, a la región Huasteca, y esperemos los apoyos por acá también”, acaso una perífrasis para “un trapiche con motor, si se puede.” Imposible transcribir lo que suplicaba el caballito-burro.
Diez días después, el INEGI estimó que en los primeros seis meses de aquello que se autodenomina la cuarta y última transformación, la economía creció más o menos a la misma velocidad a la que giraba ese trapiche; sin embargo, muchos se alegraron porque habría agua de caña para todos, pues como dice el azucarado aforismo hispanoamericano: “seremos pobres pero honrados.” Es la última transformación, sí: se fijó en los tiempos nuestra eterna voluntad de permanencia.
Es periodista, articulista y editor digital