Todos los debates son falsos

El resultado es cacofónico porque se grita mucho, no por una cuestión de diversidad: el objetivo es que haya dos puntos de vista enfrentados sobre cada cosa.
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El principal ciclo informativo es semanal. Se trata de una lucha por controlar los temas de los que se va a hablar esos días. En algunos casos la sintonía entre los partidos y los medios de comunicación alineados es casi perfecta. Cada sector intenta imponer los suyos: unos funcionan mejor que otros, las narrativas contrapuestas se retroalimentan. Algunos temas no llegan a arrancar y otros mueren a mitad de semana, y a veces pasan cosas. 

Los medios hablan de asuntos que preocupan sobre todo a los partidos, en ocasiones con una perspectiva idéntica a la de la organización; llamarlo perspectiva ideológica sería una exageración solo comprensible como parodia. Pero lo más llamativo y determinante es el acompasamiento temporal, la aceptación de la agenda política (aquí al margen de color partidista). 

El resultado es cacofónico porque se grita mucho, no por una cuestión de diversidad: el objetivo es que haya dos puntos de vista enfrentados sobre cada cosa. Los temas que no eran estrictamente posicionales se enfocan para que lo sean. Si no sirven para construir una cuña dejan de interesar.

Cuando no se sabe qué decir, porque la situación para su partido de referencia es indefendible, el angustiado comentarista muestra decepción. A veces las cosas cambian y el consenso condenatorio se resquebraja: porque descubrimos algo o porque nos aburrimos y queremos hablar de otra cosa. En momentos difíciles se puede utilizar el recurso de que “ha faltado contundencia” y el lamento compungido: “lo peor es que estas cosas alimentan a la extrema derecha”. En condiciones normales basta con decir que el adversario es peor. El adversario es otro partido aunque el emisor sea supuestamente un analista. 

Todos los debates son falsos. Da igual que traten un tema importante, como la vivienda o la inmigración, algo de alcance menor o una chorrada. 

Esta semana una diputada del PP con un cargo poco explicable en su partido dimitió porque había falseado sus títulos académicos. Algunos dijeron esperar que la dimisión marcase un giro ético en nuestra desvergonzada política, otros pidieron la renuncia de miembros de otros partidos que han colocado en su currículum títulos falsos o fraudulentos: los destinatarios todavía se están riendo.

Luego se discute si un diputado debe tener título universitario, como si fuera ese el problema. Algunos dicen que sería clasista exigirlo, como si la gente que surge de las juventudes de los partidos, un ambiente que a juzgar por el material resultante es similar a la fábrica de orcos de Isengard, fuera como Lech Walesa o Thorbjorn Falldin. Todo esto en un país donde casi la mitad de los ciudadanos de entre 25 y 34 años tiene estudios superiores y donde cobrar 150 euros puede requerir que presentes 3 o 4 documentos. Feliz agosto. 

Publicado originalmente en El Periódico de Aragón.


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