Protestas en la capital de Nicargua

Últimos días en León, Nicaragua

Una educadora española estaba viviendo en Nicaragua cuando el gobierno de Ortega comenzó la represión contra estudiantes. Esto es lo que vio.
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Acabo de regresar de León, Nicaragua, donde he estado viviendo desde finales del año 2016, pasando algunos meses de este periodo en España. Soy educadora y todo este tiempo he estado de voluntaria en una ONG participando en proyectos relacionados con la educación en el tiempo libre en la ciudad de León y las comunidades rurales del noreste del país.

El pasado mes de abril, junto con mis compañeras, estaba organizando y programando las actividades que íbamos a realizar por las tardes en las comunidades rurales. Al echar la vista atrás, me doy cuenta de que a lo largo de ese mes vivimos claramente cómo se iba prendiendo la mecha, aunque nadie se imaginara la explosión que vendría después.

El inicio fue la ineficacia del gobierno ante el incendio de la Reserva Biológica Indio Maíz. Participé en la primera protesta. Tuvimos que cambiar dos veces el lugar de encuentro, ya que, como es habitual desde hace años, cada protesta tiene su contramarcha convocada por el gobierno. Cuando llegamos al lugar que finalmente se decidió, nos encontramos la calle cortada y un partido de fútbol amenizado con música a todo volumen saliendo de unos altavoces que enfocaron, a modo de boicot, hacia el grupo de personas que allí protestábamos. La marcha avanzó hacia el Parque Central. Justo al lado acababa la contramarcha y, aunque se palpó tensión, ese día no hubo enfrentamientos directos. Empezaron al día siguiente.

Luego llegó la reforma del Instituto Nacional de Seguridad Social que, aunque parecía una estrategia para desviar la atención de Indio Maíz y hacer que las aguas volvieran a su cauce, no hizo sino provocar el desborde total y definitivo.

El 17 de abril una amiga y yo empezamos a pegar carteles para una bicicletada nocturna que habíamos organizado desde nuestro colectivo feminista. Conforme íbamos recorriendo el centro de León, nos dimos cuenta de que quizás no era un buen momento para realizarla. Todos los parques estaban ocupados por policías, pequeños grupos de simpatizantes con banderas del Frente y altavoces con la música del partido. Respiramos la tensión que estaba a punto de romperse y decidimos quitar los carteles y aplazar la bicicletada. En ese momento todas pensábamos que la tensión se disolvería. Obviamente, nos equivocábamos.

El 18 de abril estaba en Ciudad Darío, una pequeña ciudad del norte de Nicaragua renombrada así por ser el lugar de nacimiento de Rubén Darío. Estábamos visitando a unas amigas que vivían allí cuando empezamos a recibir llamadas y mensajes de nuestros amigos en León contándonos todo lo que estaba pasando. Amigas estudiantes refugiadas en casas ajenas sin poder salir porque participantes de la contramarcha (miembros de las juventudes orteguistas), respaldados por la policía (que esos primeros días no atacó, solo resguardó), les esperaban en la calle con palos y cascos de motos para golpearlas. Hijas de amigas refugiadas en la catedral de León porque también habían tenido que salir huyendo de la marcha. Amigos a los que no lográbamos localizar…

Esa la recuerdo como una tarde larga y silenciosa. Todas pendientes de los móviles, y, aunque comentamos de vez en cuando lo que nos iba llegando, fumamos mucho más de lo que hablamos. Regresamos a León a la mañana siguiente por miedo a que la situación se extendiera, llegara a Ciudad Darío y nos quedáramos aisladas.

Tras varios días sin poder salir de casa, la ONG prefirió por seguridad que saliéramos unos días del país. Nos fuimos a El Salvador, donde tenemos amigos y amigas que nos acogieron. Decidimos volver a Nicaragua a los pocos días bajo nuestra propia responsabilidad porque no sabíamos cuánto iba a durar la situación y no encontrábamos sentido a estar allá.

Cuando pienso en estos últimos meses vividos en Nicaragua las primeras palabras que me vienen a la cabeza son tensión e incertidumbre. Dos sustantivos potentes y desestabilizadores capaces de provocar una sensación brutal de pérdida de control sobre tu propia vida. Ya no decides tú si hoy irás a trabajar o a dar una vuelta por el parque central. De eso, ahora, se encargan los que también deciden si hoy saldrán en camionetas a disparar por los barrios de tu ciudad.

Las imágenes y sonidos de mi realidad cotidiana cambian: policías encapuchados armados hasta los dientes; barricadas levantadas en cada cuadra para protegernos resguardadas por chavalas y chavalos con tirachinas, piedras y morteros que no paran de sonar; campanas repicando señal de que están atacando algún barrio…

La percepción del tiempo también cambia. En estos meses que parecen años el proyecto en el que estaba participando se paralizó para luego reformularse y responder ante la nueva realidad. Pasamos a preparar sesiones para las escuelas en horario de mañana (las familias no iban a permitirles ir por la tarde de nuevo a la escuela por miedo. Muchas ni siquiera los mandaban por la mañana) con el objetivo de que pudieran expresar, soltar y canalizar todas las emociones que estaban viviendo en esas primeras semanas tanto el alumnado como el profesorado. Hubo días que era imposible trasladarse de León a la comunidad y, por tanto, a las escuelas. Cada día nos encontramos con una situación diferente.

Todo cambia. Los juegos también. Las niñas y los niños, espejos y esponjas, ahora juegan a levantar barricadas con piedras pequeñas y a disparar con palos, dibujan morteros en vez de paisajes, repiten las consignas que se gritan en las marchas y no tienen claro si los días sin escuela son vacaciones. Eso sí, de lo que no les debe quedar duda es de que el mundo de las personas adultas se ha vuelto loco o está del revés.

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María Terol (Zaragoza, 1992) es educadora. Ha trabajado en El Salvador y Nicaragua en proyectos educativos.


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