La semana pasada, mientras seguía el llamado supermartes en el que una decena de estados votaron en Estados Unidos para tratar de elegir al candidato presidencial del Partido Republicano, recordé un texto que había leído unos días atrás. Publicado en la revista New York y firmado por Jonathan Chait, un respetado editor y especialista en política estadunidense, el largo ensayo analiza por qué, de una u otra manera, el 2012 representa la última oportunidad del partido conservador para detener la marcha del país hacia un statu quo liberal. Chait explica cómo la elección de noviembre puede convertirse en los estertores del Partido Republicano, o al menos su versión más conservadora. “El Partido Republicano moderno”, dice Chait, “podría estar enfrentando su extinción demográfica”. Razón no le falta: en efecto, con el paso de los años, los republicanos se han convertido en un partido monotemático, poco diverso, intensamente dogmático. De acuerdo con Chait, los republicanos “se ha visto confinado a los votantes blancos, especialmente aquellos sin educación universitaria, además del voto blanco rural”. En cambio, los demócratas han sabido consolidar su atractivo entre las minorías (minorías-mayorías, podrían llamarse) que representan los hispanos y afroamericanos. Pero no solo eso: los demócratas han ganado cada vez más terreno entre los blancos con educación universitaria, un segmento de la población decididamente republicano en los años dorados de Ronald Reagan.
En el cálculo de Chait, los republicanos intuyen que las tendencias demográficas no les favorecen y por eso han adoptado una agenda casi exclusivamente obstruccionista desde que Obama llegó al poder. Sospechan, parece decir el autor, que si Obama se reelige, las posibilidades de retomar el poder serán cada vez más remotas para los conservadores. La preocupación se entiende. Después de todo, los republicanos no han podido sacudirse la parálisis ideológica, mientras que los demócratas han conseguido, a trompicones, mantener no solo cierta congruencia sino cierta decencia.
Creo, claro, que Chait tiene razón. Pero agrego una lectura que me parece fundamental y que, creo, se le escapa al autor: la implosión republicana podrá deberse a la demografía y otros factores externos, pero los conservadores cargan con una enorme dosis de responsabilidad. Después de todo, fueron ellos los que optaron por atar al partido al apoyo de la derecha evangélica. Esa estrategia, puesta en práctica desde hace años pero perfeccionada por Karl Rove durante la elección de George W. Bush, suponía que el Partido Republicano podía consolidarse en el poder a largo plazo confiando en dos bloques demográficos: la derecha evangélica y, curiosamente, los latinos. Rove calculaba —con cierta razón— que los hispanos son conservadores por naturaleza: los republicanos debían solo convencerlos de votar desde sus valores sociales. Durante algún tiempo, la apuesta le resultó a Rove. Bush tuvo buenos resultados entre los hispanos. Pero nadie puede servir a dos amos, y menos cuando sus agendas son antagónicas. Después de todo, la derecha más conservadora es la enemiga más radical de la reforma migratoria. Al final, los republicanos abandonaron su intento de seducir al votante latino y se volcaron, irremediablemente, hacia la derecha.
El resultado ha sido un espectáculo abominable. La retórica conservadora de los candidatos sería cómica si no fuera trágica. Que un hombre como Rick Santorum —que se sentiría cómodo acompañando a Savonarola en la Florencia del siglo XV— pudiera ganar la candidatura republicana ilustra de manera inmejorable el predicamento que el partido enfrenta: obligado a satisfacer la celosa voracidad de la derecha, los republicanos han terminado por aislarse, convirtiéndose en una suerte de enorme santurrón, anacrónico y chocante. Quizá la única solución sea una derrota incuestionable en noviembre. Así, ante el abismo, el partido volverá a sus cabales y retomará la moderación, la modernidad. Si no es así, en efecto, morirá poco a poco.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.