Yo no sé si así le ocurra al lector, pero a mí, el ritual de la seducción político-electoral me tiene agotado. No tengo ya paciencia para los anuncios de renovación, de esperanza, del político que nos hará renacer de las cenizas. No estamos para destellos de oratoria. Me tiene absolutamente sin cuidado si Andrés Manuel López Obrador cree que todo el problema de México está en una crisis de valores o si Enrique Peña Nieto pretende hacer suyo el estandarte de una generación. Para ser franco, ninguno de los dos discursos me emociona en lo más mínimo. Por el contrario: me resultan irresponsables y anacrónicos. No quiero que me hablen de entelequias; prefiero que me expliquen cómo superar retos muy específicos. Pongo sólo un ejemplo.
Todos sabemos que los gobiernos del PRI de finales de los setenta y principios de los ochenta desaprovecharon, a través del despilfarro, la corrupción y la pésima gerencia, buena parte de la riqueza petrolera de México. Tampoco es ninguna noticia que, de entonces a la fecha, Pemex ha sido una empresa sobrerregulada que los gobiernos en turno usan como sufrida gallina de los huevos de oro. El declive en la producción de Pemex y los raquíticos resultados que ofrece, hasta ahora, la diluida reforma de hace unos años no dan para la esperanza. Parecería, pues, que a la industria petrolera mexicana se la ha ido el tren de la modernidad, si por ello entendemos lo que han conseguido países como Brasil o Noruega.
No obstante, por increíble que parezca, la historia (o la ruleta geológica) le ha dado a México una nueva oportunidad. Esta vez se trata de nuestras reservas de gas no convencional, en este caso el conocido como shale gas o gas de esquisto. Hace unas semanas tuve la oportunidad de moderar una mesa de trabajo para la ANIQ, la Asociación Nacional de la Industria Química. Con representantes de Pemex, Petrobras y la propia industria, la conversación se concentró en el shale gas. En términos muy generales, el asunto es como sigue. México ocupa el cuarto sitio en el mundo en reservas de este tipo de gas. De acuerdo con la Secretaría de Energía, la explotación eficaz del mismo podría traer al país inversiones de entre siete mil millones y 10 mil millones de dólares anuales, además de desatar la generación de aproximadamente 1.5 millones de empleos en una década. Además, claro, la explotación del gas podría poner punto final a la dependencia mexicana del gas importado. La extracción del gas es complicada y costosa, pero, con los recursos correctos, México podría disfrutar de algo cercano a aquel malogrado milagro que desató Cantarell.
¿Suena bien? Pues claro. Por desgracia, en el caso del shale gas, la industria mexicana enfrenta los mismos retos de siempre. El marco regulatorio actual complica gravemente la asociación con empresas que pudieran ofrecer al país la tecnología necesaria para explotar a la brevedad los yacimientos de gas. Para variar, Pemex es la única empresa facultada legalmente para realizar dicha explotación, pero no tiene los recursos suficientes. El riesgo, entonces, está claro: por nuestras incomprensibles taras (“sensibilidades históricas” fue el maravilloso eufemismo que usó un diputado del PRI en aquella reunión de la ANIQ), México puede perder la oportunidad que ofrece el shale gas.
Es exactamente sobre temas como este que los candidatos presidenciales deben pronunciarse. Y lo deben hacer con toda claridad. ¿Qué harían con el potencial mexicano en gas natural? ¿Estarían dispuestos a flexibilizar las reglas para ayudarle al país a aprovechar esta nueva oportunidad o postergarían la explotación en aras de argumentos soberanistas? ¿Y qué opinan los candidatos de la preocupación ambiental que ha causado en el mundo la singular explotación de este tipo de yacimientos (el famoso fracking)? Nada de esto es menor. Los dos caminos ilustran proyectos de nación diferentes. Pero ese es el tipo de debate —específico, serio, exhaustivo— que necesita México. Todo lo demás es blablablá.
(Publicado previamente en Milenio Diario)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.