NIcaragua Daniel Ortega Rosario Murillo
Foto: Jack Kurtz/ZUMA Wire

Una dinastía totalitaria acorralada

Para entender la actual crisis política de Nicaragua, y sus posibles salidas, hay que recapitular los orígenes del proyecto dinástico del matrimonio Ortega-Murillo, y las piezas que una oposición fragmentada puede jugar para hacerle frente.
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Nicaragua se encuentra una vez más en una gran crisis política. El 2 de junio, la figura opositora que registra los niveles más altos de aprobación en las encuestas, Cristiana Chamorro –hija de Violeta Chamorro, quien en 1990 ganó las elecciones presidenciales frente a Daniel Ortega– fue puesta bajo arresto domiciliario. También fueron arrestados otros tres aspirantes presidenciales, Sebastián Chamorro, Félix Madariaga y Arturo Cruz, así como Violeta Granera –destacada activista de derechos humanos– Tamara Dávila –una líder de la Unión Nacional Azul y Blanco, que agrupa a varios partidos de oposición– y José Adán Aguerri, un conocido empresario. Unos días después, corrieron la misma suerte Dora María Téllez, Víctor Hugo Tinoco y Hugo Torres, exdirigentes sandinistas que pasaron a la oposición, También Ana Margarita Vijil y Suyén Barahona, dirigentes de la Unión Democrática Renovadora (Unamos), nuevo nombre del Movimiento Renovador Sandinista. Luis Rivas, director general de Banpro, un gran banco de inversión, ha sido investigado, lo mismo que otros ejecutivos de las más grandes empresas de Nicaragua, vinculadas a la Fundación Nicaragüense para el Desarrollo Económico y Social (Funides), todos bajo la misma acusación: “favorecer la injerencia extranjera” en el país. Sobre Humberto Belli, quien fuera ministro del gobierno de Violeta Chamorro y antiguo opositor de Ortega, también pende la amenaza de enjuiciamiento. Finalmente, dos de los periodistas más influyentes del país, Carlos Fernando Chamorro y Miguel Mora, han visto sus casas cateadas y han sido interrogados por la policía. En total, 21 figuras de la oposición han sido detenidas, y es más que probable que otras lo sean en los próximos días. Todos son signos de endurecimiento de un régimen triplemente acorralado, que perdió toda legitimidad tras el levantamiento cívico de abril a junio de 2018, está bajo amenaza de sanciones internacionales cada vez más duras y, finalmente, se enfrenta a una cita crucial en los próximos meses: las elecciones presidenciales de noviembre próximo.

 

Genealogía de una crisis política

Para entender mejor el presente, recapitulemos de manera rápida los hechos ocurridos desde la insurrección de 2018. En el segundo trimestre de aquel año, amplios sectores de la población se levantaron contra el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Durante meses, el país se vio literalmente paralizado por protestas que no se habían visto desde 1978, durante la lucha contra Anastasio Somoza. Algunos barrios y pueblos se erizaron de barricadas e incluso se autoproclamaron “territorio libre del dictador”. Las principales carreteras del país fueron cortadas por las barricadas que colocaron los insurgentes. En un principio, los manifestantes denunciaban la inacción del gobierno ante los incendios forestales que asolaban una reserva natural en la costa atlántica. Muy pronto protestaron también contra la represión de sus primeras manifestaciones, y exigieron el retiro de una ley de reforma del sistema de pensiones. La brutal represión de aquellas primeras manifestaciones pacíficas –en las que decenas de personas recibieron tiros deliberadamente letales por parte de las fuerzas policiacas– unió a los diversos sectores de la oposición: los empresarios, la iglesia católica, campesinos despojados de sus tierras por el proyecto del canal transoceánico, los estudiantes y la juventud urbana, la prensa independiente y los movimientos feministas. Todos habían denunciado la corrupción y el autoritarismo del régimen; todos exigían un diálogo nacional, el alto a la represión y una investigación de los crímenes cometidos por la policía. Además, coincidían en que solamente la celebración de elecciones anticipadas pondría fin a la crisis de legitimidad del régimen.

Decir que este levantamiento fue reprimido con la mayor brutalidad es decir poco: en apenas tres meses, 328 personas murieron y miles resultaron heridas, hubo cientos de presos –la mayoría de las veces torturados y agredidos por la policía–, y más de cien mil personas partieron al exilio, en un país de 6.46 millones de habitantes. A finales de 2018, varios directivos de prensa y medios de comunicación independientes habían sido arrestados y sus medios de comunicación habían sido incautados. A su vez, varias ONG, consideradas demasiado críticas, fueron simple y llanamente proscritas, sus propiedades confiscadas.

((Se trata del medio Cien por cien noticias y de las ONG Popol Na, Cenidh, CISAS, Hagamos Democracia, IEEPP, IPADE e Instituto de Liderazgo de las Segovias.
))

Las presiones internacionales, en particular de OEA y la ONU y, más importante aun, la decisión del gobierno de Estados Unidos de congelar los activos de altos funcionarios sandinistas, entre ellos Rosario Murillo y el secretario personal de Daniel Ortega, obligaron al gobierno a arrancar negociaciones mínimas en 2019. También promulgó, en junio de 2019, una ley de amnistía que permitió la liberación de la mayoría de los presos políticos, con la excepción de un centenar de ellos, aún detenidos por delitos de derecho común, según el gobierno.

Sin embargo, como lo demuestran varias leyes aprobadas de octubre a diciembre de 2020, nunca fue el deseo de Daniel Ortega poner fin a la política de terror que desplegó contra los opositores, ni tampoco permitir un retorno al libre juego de la democracia en Nicaragua. Las nuevas leyes otorgaron poderes inquisitoriales a la policía y al poder judicial. La detención preventiva, que no podía exceder las 48 horas, ahora puede durar 90 días. Las leyes también definen delitos –como la “incitación a la injerencia extranjera”, “crímenes de odio” o los “ciberdelitos”– que permiten enjuiciar y condenar a severas penas de prisión a todos aquellos que piden la llegada de observadores internacionales para supervisar el desarrollo de las elecciones, o que denuncian las acciones del gobierno en las redes sociales. La ola de arrestos lanzada por el gobierno, entonces, tiene como objetivo romper cualquier intento de movilizar a la población para exigir unas elecciones competitivas donde la oposición tenga la posibilidad de ganar, como ocurrió en 1990, al final del régimen sandinista.

Por eso, hoy es fundamental exigir dos cosas, junto con los opositores al gobierno de Ortega-Murillo. Los presos de conciencia detenidos desde principios de junio, así como otros encarcelados desde 2018 o antes, en algunos casos,

((Pienso particularmente en el caso de Santos Sebastián Flores Castillo, arrestado en junio de 2013 y condenado a 15 años de cárcel por denunciar los abusos sexuales de Daniel Ortega contra su hermana, Elvia Junieth Flores Castillo, nacida en 1990. Ortega habría abusado de ella desde sus 15 años, y dos niñas habrían nacido de esa relación, en 2011 y en 2015. En noviembre de 2017, la propia Elvia denunció, en una llamada telefónica a medios de Miami, los abusos e injusticias contra ella misma, su hermano y su familia. Dijo estar virtualmente secuestrada, vigilada permanentemente y sin derecho de salir. En enero de 2018, Santos Sebastián fue internado en la prisión de La Modelo, en la galería reservada para los prisioneros de alto riesgo.
))

deben ser puestos en libertad. El gobierno debe, además, comprometerse a permitir la realización de elecciones verdaderamente competitivas, donde los opositores tengan la oportunidad de hacer campaña sin ser sometidos a persecuciones y actos violentos por parte de los sandinistas. Estas elecciones deben ser organizadas por escrutadores independientes o por un organismo internacional, como la OEA. Dicho esto, quedan por entender dos aspectos fundamentales para apoyar la valiente lucha del pueblo nicaragüense por recuperar su libertad: el tipo de poder que ejerce y los fines que persigue el matrimonio Ortega-Murillo, y la naturaleza de los múltiples segmentos de la oposición, junto con la pertinencia de su estrategia.

Muchos observadores –entre ellos, de manera clara, Salvador Martí i Puig y Mateo Jarquín–

((En su artículo “El precio de la perpetuación de Daniel Ortega”, publicado en Nueva Sociedad.
))

sostienen que la pareja presidencial tiene una sola meta: instituir una forma de patrimonialismo familiar, una puesta al día de las prácticas de la familia Somoza, que reinó en el país desde 1937 hasta 1979. Ortega y Murillo habrían, en cambio, abandonado la ideología del Frente Sandinista, así como las promesas de redistribución de la riqueza y progreso social que sostenían en la década de los ochenta. Recuperar el poder –como de hecho hizo Ortega en 2006– y nunca volver a abandonarlo se convirtió en su único fin. Para ello, desmantelaron las instituciones democráticas del país y prefirieron “transformar al FSLN en una fuerza de derecha, antes que permitir que ‘la derecha’ regresara al poder”. Durante más de una década, supieron construir “un fuerte consenso autoritario en Nicaragua con el apoyo tácito de sus antiguos enemigos ‘contrarrevolucionarios’ de los años ochenta”.

No podemos sino compartir las dos primeras observaciones de estos autores. Desde 2006, la pareja Ortega-Murillo ha instaurado metódicamente un poder dinástico, que ha pervertido las instituciones democráticas al someterlas al poder ejecutivo. Como demuestran todas las elecciones organizadas desde 2008, Ortega ha decidido no aceptar más que el poder se ponga en juego de forma periódica, lo que podría forzarlo a buscar acuerdos con alcaldes o diputados de la oposición o, más aún, a abandonar la presidencia de la república. En cada una de estas elecciones,

((Hubo elecciones municipales en 2008, 2012 y 2017, y elecciones generales en 2011 y 2016.
))

el Consejo Supremo Electoral organizó metódicamente el fraude a favor del FSLN e ignoró sistemáticamente las protestas de la oposición o los llamados al orden de la OEA. Las imágenes a menudo grotescas de la familia Ortega Murillo –la pareja, sus ocho hijos y sus nietos–, escenificadas durante diferentes ceremonias públicas, los roles clave atribuidos a cada uno de los hijos, al frente de distintos canales de televisión, agencias de publicidad y otras posiciones en el mundo empresarial, son pruebas de este deseo de establecer el poder dinástico.

El papel cada vez más importante de Rosario Murillo –ahora vicepresidenta, tras haber administrado durante la presidencia anterior (2011-2016) la importantísima ayuda económica de Venezuela,

((Esta ayuda fue administrada de forma discrecional por Murillo, quien se sirvió de ella para financiar una política de asistencia dirigida a todos aquellos que aceptaran volverse miembros de las nuevas organizaciones de masas del FSLN.
))

o su omnipresencia en el medio sandinista online El 19– apoya la tesis del proyecto dinástico. Murillo dicta la agenda de movilizaciones populares a las que el gobierno convoca reiteradamente. Las elogiosas palabras que Daniel Ortega le dedica son la prueba definitiva de las formas ahora familiares de este poder. Ella es “la compañera eternamente leal”. Ortega tiene toda la razón en este punto: su lealtad está fuera de toda duda. Rosario Murillo la demostró por primera vez en un momento crucial, cuando Zoilamérica, su hija mayor, nacida de una unión previa, osó denunciar, en 1998, las reiteradas violaciones de su padrastro y padre adoptivo, Daniel Ortega. Rosario Murillo calificó las palabras de su hija como calumnias y mentiras, y llamó a sus otros hijos a unir fuerzas contra su propia hija. Esta primera muestra de lealtad fue el punto de partida de su carrera política en la primera fila, al lado de su esposo: hasta entonces, había tenido una influencia escasa o nula en la escena política nicaragüense. Y esta lealtad no ha menguado: se reafirmó en 2018, cuando Rosario Murillo supervisó personalmente la represión de la insurgencia cívica, con una instrucción clara para la policía y los grupos de choque del FSLN: ¡vamos con todo!

Los regímenes comunistas no han estado exentos de estas patologías dinásticas. Pensamos, por supuesto, en Mao Zedong y su cuarta esposa en China durante la Revolución Cultural, Jiang King; en Kim Il sung entregando el poder a su hijo Kim Jong-un en Corea y, más cerca de Nicaragua, en los hermanos Castro en Cuba. También, en la Nicaragua de los 80, con el peso decisivo de Daniel y Humberto Ortega dentro de la Dirección Nacional del FSLN, que duró hasta que Daniel adquirió mayor influencia como presidente y acabó por enemistarse con su hermano.

Lo que hay que entender es que desde su regreso al poder en 2006, Ortega y su esposa se han hecho con el control de todos los poderes, pero no a la manera de los caudillos latinoamericanos del siglo XIX y comienzos del XX, ni de los militares en los años 1960-1980. Aquellos proclamaron que sus dictaduras solo serían temporales. Aquí es todo lo contrario: se vislumbra un mundo sometido a un par de “egócratas” –el término lo usó Solzhenitsyn para evocar a Stalin– que están ahí para siempre. Ya no se corre el riesgo de volver a perder el poder como en 1990. (cuando, según Henry Ruiz, si hubieran sabido que podían perder las elecciones, los sandinistas “habrían ideado un plan para hacer fraude en las elecciones”.) Los Ortega-Murillo pretenden encarnar al pueblo nicaragüense, dándole una nueva dignidad. Son los organizadores de la vida social a través del FSLN y sus organizaciones de masas, sobre las que tienen un control férreo. El Estado y el partido son, en efecto, uno solo.

El presidente y la vicepresidenta hacen y deshacen carreras. Si Daniel Ortega prefiere la sombra, Rosario Murillo es una líder omnipresente, en particular gracias a los medios de información en manos de sus hijos y de los medios sandinistas en línea, como El 19. Allí aparece en todo momento dando instrucciones sobre todos los temas. Los nicaragüenses, con gran sentido del humor, notan que ella es experta en todo, incluso en meteorología. Pero el lado barroco y estridente de sus intervenciones no debe engañar. Sus caprichos, sus excesivas joyas, su forma de vestir o incluso sus “árboles de la vida” –conocidos como Chayopalos–, gigantescas estructuras metálicas que coronan las grandes rotondas y las principales avenidas de la capital, simbolizan su deseo de imponer su sello en todos los niveles, ya se hable de protocolos o de la organización del espacio público. Sobre todo, es una mujer que sabe calcular y gobernar, asegurando la fidelidad de aquellos a quienes asciende gracias a las múltiples prebendas a las que les da acceso.

Los “Gracias a dios”, “Dios mediante” y “Primero dios” que marcan sus intervenciones públicas no engañan a nadie, fuera del reducido círculo de sus simpatizantes. De ninguna manera son expresiones de su devoción a un Dios todopoderoso. Son el signo de su fe en su destino providencial, así como el de su esposo; son el emblema y la encarnación de la Nueva Nicaragua, sandinista, cristiana, solidaria.

Estos últimos adjetivos no ocultan el regreso a cierta escatología totalitaria. Sus diatribas contra los opositores de 2018 –seres “minúsculos”, “seres malvados que nunca podrán gobernar Nicaragua”– son muy reveladores de su concepción de la política. Encontramos, en un lenguaje que toma imágenes del cristianismo, la vieja división totalitaria entre el Pueblo y sus enemigos, que prevaleció a lo largo de la década de 1980. Murillo y Ortega no dudan en poner al día la vieja división sandinistas / contras para estigmatizar a los oponentes, que no son más que “marionetas del imperialismo”. Desde su elección a la presidencia en 2006, Ortega declaró que era el momento de la “segunda fase de la revolución”. Se borró de la historia el paréntesis de su derrota en las elecciones de 1990, lo mismo que la democracia a veces corrupta que Nicaragua conoció de 1990 a 2006. Fieles a sus patrones de pensamiento de los años ochenta, Ortega y Murillo no pueden concebir a las múltiples figuras de la oposición más que como enemigas del Pueblo, creadas casi ex nihilo por el imperialismo estadounidense. Operación Danto, como se llamó en la propaganda sandinista en redes sociales a las acciones lanzadas a principios de junio por la policía, es también una forma de traer al presente el imaginario de los años de la guerra civil. Danto, que fue el seudónimo de Germán Pomares, uno de los guerrilleros sandinistas asesinado poco antes de la caída de Somoza en 1979, fue bautizada una de las principales ofensivas militares contra la Contra en los años ochenta.

Daniel Ortega y Rosario Murillo no rompieron con su proyecto de transformación social de los 80. Recordamos que casi de inmediato se formó una burocracia prevaricadora, cuyo favoritismo y prebendas rápidamente vaciaron de sentido las proclamas igualitarias de la revolución. Los hermanos Ortega y Tomás Borge estuvieron entre los primeros dirigentes en servirse con la cuchara grande, al igual que muchos otros prevaricadores de menor envergadura en todos los niveles del nuevo aparato del partido-estado sandinista. Indiscutiblemente, se trató de un tipo de movilidad social. Fueron pocos los líderes de costumbres franciscanas, como Henry Ruiz y otros menos conocidos.

En cierto modo, el clientelismo y la corrupción que han caracterizado a Nicaragua desde 2006 han hecho posible el mismo tipo de movilidad. Hombres y mujeres de los más humildes orígenes han ascendido a puestos de responsabilidad en la administración estatal y en las nuevas organizaciones de masas. Muchos han sacado provecho de sus contactos y se han beneficiado con la ayuda venezolana. Además, los círculos empresariales –y especialmente los que están ligados al mundo rural, que exportan sus productos a Venezuela–, han hecho excelentes negocios.

La verdadera novedad del momento es la forma en que Daniel Ortega y Rosario Murillo se enfrentan al entorno internacional. En la década de 1980, los sandinistas emplearon con astucia el lenguaje de la democracia. Hoy Daniel Ortega y Rosario Murillo actúan sin adornos. Sus deseos son ley. Su enfrentamiento con los oponentes es directo: quien no se alinee de forma incondicional es un enemigo en potencia. Su desprecio por los derechos humanos y la opinión pública internacional son conocidos. Uno puede pensar que hay algo suicida allí, pero su estilo es en todos aspectos similar a los de Vladimir Putin o Xi Jinping.

 

¿Cómo actuar?

¿Qué peso tiene la oposición? Lo menos que se puede decir es que está pasando por un mal momento. La represión de la que ha sido objeto desde 2018 ha desalentado y destrozado en parte la voluntad de muchos manifestantes y opositores. Algunos no tuvieron otra opción que huir al extranjero para escapar de la persecución. Pero muchos otros han perseverado, con valor excepcional y abnegación admirable. Son militantes políticos –desde los renovadores sandinistas de Unamos hasta los diversos partidos liberales, conservadores o demócratas cristianos–, periodistas y activistas de derechos humanos, activistas y clérigos comunes. Si hoy no han intentado volver a manifestarse en las calles (el costo de tales acciones es enorme), nada impide que la rabia, de la cual hay mucha, los lleve a jugarse el todo por el todo. Aunque es sabido que una cosa es expresarse enfado en las redes sociales y otra manifestarse en la calle, los comentarios realizados en las redes muestran con claridad el tamaño del rechazo al poder. El FSLN y luego la pareja Ortega-Murillo han tenido un núcleo duro de simpatizantes, de alrededor del 40% del electorado en la década de 1980,

((Incluso en las elecciones de 1984, donde el FSLN obtuvo casi el 67% de los votos emitidos, la cifra real fue mucho más baja. A pesar de las presiones del Frente, el 10% de quienes estaban en edad de inscribirse a las listas electorales no votaron, 24% de los inscritos se abstuvieron, y 26% anularon sus votos. Es decir que ese 67% de los votos a favor del FSLN representar, en el mejor de los casos, 50% de los votos de los votantes potenciales, o de hecho, el 40% de los votos emitidos.
))

y de aproximadamente un tercio a partir de entonces hasta hoy. En unas elecciones libres,

((Recordemos que la ley actual, aprobada para permitir la reelección de Ortega, estipula que si un candidato recibe más de 35% de los sufragios y tiene una distancia de 5% de los votos con respecto al rival más cercano, es elegido en la primera vuelta.
))

la oposición tendría muchas posibilidades de ganar.

Un grupo social no menos importante en términos de influencia, el empresariado, tuvo una actitud mucho más ambigua antes y después de los eventos de 2018, y hasta hoy. De hecho, la comunidad empresarial se adaptó bien a la destrucción metódica de las instituciones democráticas por parte de Ortega y Murillo. Pagaban poco o ningún impuesto, y los sobornos que hacían llegar a la familia gobernante o a sus emisarios, para poder llevar sus negocios con tranquilidad, les parecían un mal menor ante una reforma fiscal o la existencia de movimientos sociales autónomos en sus empresas. Muchos empresarios acariciaron la idea de que, si los Ortega-Murillo volvieran a ser “razonables”, un nuevo pacto con ellos sería la mejor solución. ¡Poco les importan las libertades públicas si el negocio marcha! Pero la recesión económica que vive el país desde 2018, acentuada por la epidemia de covid-19, así como las sanciones de Estados Unidos contra algunos funcionarios sandinistas, les han complicado considerablemente la tarea. No solo fueron congelados los activos de ciertos funcionarios sandinistas en suelo estadounidense, sino que ya ninguna institución financiera internacional puede hacer negocios con ellos. Por haber respetado esta norma, varios empresarios son procesados ​​por la justicia nicaragüense, en nombre de la “defensa de la soberanía nacional”.

La oposición política también ha estado atrapada durante mucho tiempo en la lucha de egos, y hasta ahora no ha logrado ponerse de acuerdo en torno a una candidatura común que podría congregar al mayor número de nicaragüenses en las próximas elecciones presidenciales. La mejor prueba de ello es que hay cinco posibles candidatos a las elecciones presidenciales en prisión o bajo arresto domiciliario. La paradoja es que esta ola de represión ha unido a personas que alguna vez fueron rivales, y la comunidad empresarial se está dando cuenta de que el tiempo de las negociaciones ha terminado.

Algunos observadores –Martí i Puig y Jarquín insisten en esto– han argumentado que, tras las grandes manifestaciones de 2018, los opositores de todas las tendencias habían confiado demasiado en que las sanciones internacionales harían caer a la pareja Ortega-Murillo. Es difícil compartir este juicio sin adoptar la lógica del matrimonio Ortega-Murillo, que ha hecho caso omiso de los compromisos de Nicaragua en materia de tratados internacionales, en particular la carta constitutiva de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y sus consideraciones sobre el respeto a las normas democráticas. La oposición, por el contrario, los honra y pide que se apliquen las sanciones contra la dirigencia nicaragüense. Y en esto tiene toda la razón. Pero la cuestión de estas sanciones es si son efectivas, y qué costos conllevan para la población nicaragüense. Así, la propuesta de ciertos congresistas estadounidenses de poner en cuestión los tratados de libre comercio con Nicaragua no afectaría mayormente a los dirigentes sandinistas, pero tendría terribles consecuencias en materia de empleo para los nicaragüenses más pobres. Por eso, detrás de su aparente realismo, corre el riesgo de ser ineficaz o estar plagada de efectos perversos.

Al contrario, las sanciones decretadas por Estados Unidos contra los líderes del régimen, incluyendo, por supuesto, a la familia Ortega Murillo, pero también a sus secuaces y testaferros, son muy efectivas. Estas personas tienen todo tipo de negocios en Estados Unidos, pero también en América Latina y Europa. El congelamiento y posible decomiso de sus activos, así como la prohibición que se les impone de realizar transacciones con bancos internacionales y, finalmente, la imposibilidad de viajar utilizando aerolíneas internacionales, son presiones muy efectivas contra ellos. Más allá de su retórica antiimperialista, todos, y más aún sus familias, son adeptos del American way of life. Son ávidos consumidores y creen que, en caso de contratiempo, podrían irse de Nicaragua y disfrutar de sus bienes. Las cosas ahora son mucho más complicadas. Es de esperar que otros estados de América Latina y Europa adopten la misma política en esta área.

La presión de la OEA tiene también cierta eficacia. Son bienvenidas las primeras medidas adoptadas y la condena de veintiséis países latinoamericanos a las detenciones arbitrarias y el llamado a la liberación inmediata, así como la formación de una comisión para encontrar una solución a la crisis nicaragüense. Otra medida que podría pesar a favor de la oposición sería que los nicaragüenses presenten denuncias ante tribunales internacionales contra altos funcionarios sandinistas y exijan que sean juzgados por los delitos cometidos en 2018.

Está de más decir que en las próximas semanas y meses los nicaragüenses tendrán una enorme necesidad del apoyo de la comunidad internacional en su pulso con la pareja Ortega-Murillo, cuyas prácticas se encuentran a medio camino entre la puesta al día del totalitarismo y las clásicas formas de la tiranía latinoamericana, que tan bien describió Mario Vargas Llosa en La fiesta del chivo.

 

Traducido del francés por Emilio Rivaud Delgado.

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