¿Amnistía al procés? 

Lo que está en juego no es decidir quién o quiénes nos gobiernan los próximos cuatro años, sino cómo queremos que sea nuestra democracia.
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La amnistía al procés se ha convertido en el tema estrella de la investidura de Sánchez, suscitando un intenso debate jurídico y político. ¿Ampara nuestra Constitución la amnistía? ¿En qué medida este instrumento es compatible con el Estado de Derecho? ¿Es razonable en términos políticos y jurídicos conceder una amnistía a los condenados por el procés? Son algunas de las preguntas que sobrevuelan y a las que trataré de ofrecer alguna respuesta. Pero antes conviene comenzar perfilando aquello que entendemos por amnistía desde el punto de vista constitucional.

La amnistía es un instrumento jurídico que se incorpora, en principio, en el derecho de gracia, junto con los indultos generales y particulares, siguiendo la terminología más extendida en nuestro país. Si bien, en ocasiones una amnistía puede trascender a ese fundamento en el ámbito de la clementia principis, vinculada siempre a una búsqueda de Justicia.

Así, mientras que con el indulto se consigue el perdón de la pena, pero se mantiene intacto el reconocimiento del ilícito, la amnistía comporta una derogación retroactiva que incide directamente en la calificación del ilícito o en su castigo. En su raíz está el intento de olvidar, de cubrir con un tupido velo una etapa que se quiere superar, reparando las injusticias que en ese momento se hubieran cometido. Como reconoció el Tribunal Constitucional, la amnistía es una operación jurídica que, “fundamentándose en un ideal de justicia (STC 63/1983), pretende eliminar, en el presente, las consecuencias de la aplicación de una determinada normativa —en sentido amplio— que se rechaza hoy por contraria a los principios inspiradores de un nuevo orden político. Es una operación excepcional” (STC 147/1986). 

En cuanto a su forma, toda amnistía debe ser aprobada por el Parlamento, aunque no puede identificarse sin más en la potestad legislativa, ya que, a mi entender, aprobar una amnistía supone el ejercicio de una potestad política singular y excepcional. Así se contemplaba en la enmienda presentada en las Cortes constituyentes por el Grupo Mixto, firmada por el constitucionalista Raúl Morodo, donde la facultad de amnistiar se le reconocía a las Cortes de forma diferenciada del resto de sus potestades. Una enmienda que, sin embargo, no fue aceptada en este punto.

Del mismo modo, debemos advertir que no son amnistías en sentido propio las popularmente conocidas como “amnistías fiscales”, ya que estas no son más que regularizaciones (muy beneficiosas), que no tienen el alcance de las amnistías (por ejemplo, en principio no afectan a irregularidades ya castigadas o en fase de investigación).

A partir de ahí, en mi opinión, la gran cuestión es dilucidar en qué medida la amnistía es compatible con los postulados de un Estado de Derecho, ya que parece evidente que la misma afecta de forma muy intensa a algunos de ellos y, muy en particular, al ideal de imperio de la ley, que comporta la igual sujeción de todos a la ley general. Por eso, por mucho que algunos textos constitucionales modernos sigan contemplando este instrumento, habrá que hacer del mismo una interpretación restrictiva, buscando acomodarlo a las exigencias propias de un Estado democrático de Derecho.

Pues bien, observando el Derecho comparado, José Ignacio Torreblanca ofrecía hace unos días unos datos de interés: desde los años 90, solo se han concedido tres amnistías en Estados miembros de la UE y siempre para superar conflictos armados en procesos de transición política o descolonización.

¿Y qué dice la Constitución de 1978 sobre las amnistías? Nada. Solo podemos señalar que hubo hasta dos enmiendas que propusieron su incorporación y que fueron rechazadas. Ahora bien, este silencio deliberado del constituyente negándose a su regulación no creo que ofrezca una respuesta concluyente sobre su constitucionalidad. De hecho, si leemos las interpretaciones doctrinales que se venían haciendo hasta el momento, había gran división. Por un lado, algunos autores deducían del rechazo de las enmiendas la inconstitucionalidad de la medida. Añadiendo dos argumentos: Si se prohibieron expresamente los indultos generales, a mayores hay que entender prohibida la amnistía (aunque son instrumentos con diferente naturaleza, según lo dicho). Y, si tan excepcional es este instrumento, solo con habilitación constitucional expresa es posible admitirla. Por otro lado, otro sector doctrinal venía considerando que el rechazo de las enmiendas no es revelador de la inconstitucionalidad de este instrumento porque el constituyente, de haberlo querido prohibir, lo podría haber hecho como ocurrió con los indultos generales. Y, en lo no prohibido, el Parlamento tendría una cierta libertad para poder disponer.

Personalmente, formularía como hipótesis (voluntarista, porque no hay pistas en los debates constituyentes) que la opción por no prohibir expresamente la amnistía se podría relacionar con que, no en vano, se acaba de conceder una que, de esta forma, podía en cierto modo quedar desacreditada y que, como ocurrió, podía ser necesario en el futuro perfilar sus efectos jurídicos. Pero tampoco se quiso contemplar expresamente, a sabiendas de que es un instrumento muy delicado que en cierto modo cuestiona ese ideal de imperio de la ley. 

Sea como fuere, no creo que podamos formular un juicio de constitucionalidad fuerte para negar en todo caso la constitucionalidad de este instrumento, aunque reconozcamos su excepcionalidad y la quiebra que implica de principios del Estado de Derecho. Porque, como concluyó el Tribunal Constitucional en relación con la amnistía fiscal de 2012, esta supuso “la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de todos de concurrir al sostenimiento de los gastos públicos (art. 31.1 CE). Viene así a legitimar como una opción válida la conducta de quienes, de forma insolidaria, incumplieron su deber de tributar de acuerdo con su capacidad económica, colocándolos finalmente en una situación más favorable que la de aquellos que cumplieron voluntariamente y en plazo su obligación de contribuir.” (STC 73/2017). Cuánto más habría que decir cuando nos referimos no ya a una regularización fiscal excepcional, sino a una amnistía penal de auténticos crímenes. 

Así las cosas, debemos exigir que, si se plantea una amnistía, la misma deba superar un test de racionalidad muy exigente para justificar su constitucionalidad. Un juicio que exige atender en primer lugar a la finalidad legítima que puede justificar acudir en una democracia a este instrumento. Y, aquí, he de discrepar de la Vicepresidenta en funciones de nuestro Gobierno. En mi opinión, como hemos visto, a la luz del Derecho comparado, solo puede admitirse un tipo de amnistía: las de punto y final para olvidar y reparar situaciones de grave quiebra de la convivencia democrática. Casos excepcionalísimos en los que la amnistía “implica un juicio crítico sobre toda una etapa histórica, eliminando los efectos negativos de cierto tipo de leyes emanadas durante su transcurso” (STC 147/1986). Es cierto que, además, podría plantearse la legitimidad de amnistías cuyo objeto es servir de acompañamiento a reformas despenalizadoras para superar Códigos penales obsoletos que, normalmente, venían de esas etapas pre-democráticas. Algo que no operaría en el caso español donde desde 1995 contamos con un Código penal democrático. Y la doctrina alemana también ha planteado un tercer tipo de amnistías para ayudar al restablecimiento de la paz jurídica después de tiempos de grave inseguridad o anarquía. Sin embargo, en mi opinión, este tipo de amnistías no son admisibles en democracia. Si una democracia moderna se enfrenta a situaciones de graves revueltas con significación política puede, como mucho, perdonar (indulto), pero no puede amnistiar. No puede olvidar ni mucho menos reconocer que una ruptura del orden democrático pudo tener justificación.

Por ello, ¿en el caso en concreto del procés podríamos considerar la amnistía como una medida legítima para poner un punto y final a ese conflicto que se dice “político”? La respuesta creo que es rotundamente no, por varias razones. Como ha explicado el profesor Silva Sánchez, la legitimidad material –jurídica y política– de una ley de amnistía exige dos premisas: una de pasado y otra de futuro, que no se dan en este caso. En cuanto a la premisa de pasado, que supone un juicio crítico sobre el ordenamiento que se aplicó y que ahora se quiere dejar atrás, como he señalado, no puede formularse cuando se trataba de un orden plenamente democrático. Podemos reconocer que en España hay una cuestión política abierta en relación con la ordenación territorial que ha sido fuente de tensiones y conflictos, pero lo que se ha castigado es otra cosa: fueron unos gravísimos actos de insurgencia, de ruptura de la legalidad democrática. Las causas penales pesan sobre unas autoridades políticas, no por defender un programa o unas ideas, sino por situarse, como sentenció el Tribunal Constitucional, “por completo al margen del derecho…, entrando en una inaceptable vía de hecho”, habiendo dejado “declaradamente de actuar en el ejercicio de sus funciones constitucionales y estatuarias propias” y habiendo puesto “en riesgo máximo, para todos los ciudadanos de Cataluña, la vigencia y efectividad de cuantas garantías y derechos preservan para ellos tanto la Constitución como el mismo Estatuto. Los deja[ron] así a merced de un poder que dice no reconocer límite alguno” (STC 114/2017, de 17 de octubre, FJ. 5). Se trató de actos penalmente tipificados como sedición, desobediencia, malversación de fondos públicos.

En definitiva, el Estado reaccionó frente a un movimiento populista antidemocrático que intentó fracturar nuestra democracia. Ante esta realidad, no hay equidistancias posibles ni apelaciones a que existía un conflicto político. No podemos situar en plano de igualdad a rebeldes, con algún exceso policial puntual. 

Pero es que, para colmo, tampoco se dan las premisas de futuro si no hay propósito de enmienda ni reconocimiento del mal. Quienes lideraron esos actos subversivos no reconocen la ilegitimidad de sus actuaciones y repiten que están dispuestos a volver a cometerlos. No hay un compromiso ni siquiera mínimo con la convivencia democrática. ¿Qué amnistía es posible en esas condiciones? Incluso, ¡qué indulto!

Y una razón más, capital, que abunda en el reproche a esta amnistía al procés en relación con la causa última que la motiva. Esta amnistía, en el actual contexto, sería una ley de impunidad, la apoteosis de la berlusconización de nuestra política. Adoptada sin contar con el partido mayoritario en las elecciones y con los votos de quienes se beneficiarían de la propia amnistía. Todo ello sin ni siquiera haberlo planteado al electorado. Lo escribía Cruz Villalón: una decisión de esta trascendencia para ser legítima, como mínimo, habría exigido un punto en el programa electoral. 

Ahora bien, a fuer de ser sincero, tengo que reconocer que no tengo ninguna confianza en que el actual Tribunal Constitucional pueda ejercer como contrapoder cuestionando esta amnistía si finalmente se concede. Si reviso la composición del Constitucional a lo largo de la democracia la tendencia es decadente. Ojalá mi percepción sea equivocada, pero observo que se ha ido normalizando incorporar magistrados especialmente significados con un partido u otro, y hemos ido acusando composiciones del Tribunal con un cada vez mayor “escoramiento” ideológico. Algo que ha alcanzado unos niveles inéditos en el actual Tribunal (en buena medida, seguramente, por el alto perfil político de los últimos nombramientos). Su credibilidad, por ello, hoy día cotiza muy a la baja.

Todas estas razones sirven para tomar conciencia de la gravedad de la cuestión que se plantea. Lo que está en juego no es decidir quién o quiénes nos gobiernan los próximos cuatro años, sino cómo queremos que sea nuestra democracia.

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Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.


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