Acaba de comenzar el ciclo electoral que definirá si Donald Trump, el controversial presidente de Estados Unidos, logrará reelegirse en las elecciones del 3 de noviembre de 2020. Decir que el país nunca había estado más dividido es una exageración. Lo estuvo alrededor del Movimiento de Derechos Civiles en los años cincuenta y sesenta, en el surgimiento del movimiento anarquista y las protestas contra inmigrantes en 1919, y, en el extremo, en la Guerra de Secesión del siglo XIX. Ni siquiera el populismo del mandatario es original. Huey Long, gobernador de Luisiana, lanzó una plataforma populista en 1932, intentando oponerse a su colega demócrata Franklin D. Roosevelt, antes de ser asesinado. Pero sí hay elementos nuevos en la política estadounidense, y de entenderlos dependerá el éxito de quienes quieran ganar en los comicios que vienen.
En su libro Why we’re polarized, el politólogo Ezra Klein dice que en esta ocasión es la identidad, y no las diferencias en cuanto a políticas públicas, lo que ha exacerbado la polarización. Si la identidad es lo que define la postura de un elector, no habrá argumento racional alguno que lo haga cambiarla. Quizá de ahí que no hayamos visto el más mínimo movimiento en los niveles de aprobación del presidente conforme surgía información que lo incriminaba en su proceso de destitución. Si quien cometió esas faltas es “uno de los nuestros”, entonces puede mentir, hacer trampa, e incluso aliarse con una potencia extranjera para que interfiera en una elección local: no importa.
Este es el elemento más complejo para entender la elección que viene. El partido Republicano se ha alejado de sus principios históricos de disciplina fiscal o de los valores conservadores que eran su esencia. Ahora apoyan a un presidente mujeriego que se ha casado tres veces; que pagó por el silencio de una actriz porno para que no afectara su campaña electoral y fue grabado presumiendo que gracias a su fama le era permitido tomar a las mujeres por los genitales, e ignoran el hecho de que, por primera vez, bajo su mando Estados Unidos tendrá un déficit fiscal que superará el millón de millones de dólares en medio de un año de clara prosperidad. Nada de eso importa. Lo único trascendente es que es “uno de los nuestros”.
En su libro Identity crisis, Sides, Tesler y Vavreck explican el impacto que la crisis de identidad tuvo en el resultado electoral de 2016. Según ellos, uno de los grandes cambios fue que los electores blancos sin educación universitaria, que usualmente se dividían por parejo entre ambos partidos, se movieron al lado republicano a partir de 2015, provocando una diferencia de 24 puntos porcentuales sobre el apoyo a los demócratas. Esto se detonó primero por la elección de Barack Obama, primer presidente de ascendencia afroamericana, lo cual les llevó a asociar, por primera vez desde los sesenta, la raza al partido. Se dieron cuenta que el Partido Demócrata apoyaba políticas centradas en temas de desigualdad racial. Otros factores demográficos aceleran el cambio. La mayoría blanca se siente amenazada. En un par de décadas, los blancos serán la primera minoría. Los estadounidenses que nacieron en el extranjero hoy ascienden a 14.5% del total, cuando eran sólo 4% en los setenta. Por si fuera poco, en este país fundado por protestantes conservadores que huían de la persecución religiosa, en un par de décadas serán más quienes no se identifican con ninguna religión, que quienes sí.
Por ello, votaron por un candidato que enviaba el mensaje “correcto”: construir un muro para cerrar la frontera, “hacer que ‘América’ fuera grande otra vez”, ver hacia adentro y olvidar la política exterior, culpar a los migrantes del atraso de los blancos menos educados, a los extranjeros de la epidemia de abuso de opioides, a México del cierre de fábricas, etcétera. Lo de menos era decir la verdad, lo importante era repetir lo que el electorado quería escuchar. Mientras que la campaña de Hillary Clinton se centró en cientos de propuestas de políticas públicas, la de Trump no llegó a una decena, poco realistas y menos aún relevantes. Pero el mensaje y la simbología de éstas eran perfectos para el electorado en el centro del país, aunque provocara náuseas a los votantes en Nueva York o California.
Para entender la elección que viene, hay que tener un par de cosas en claro. Primero, si la “identidad” es el factor dominante, los republicanos tendrán una enorme ventaja. La base de Trump está concentrada en estados predominantemente blancos que tienen un peso electoral desproporcionado a su tamaño poblacional. Los republicanos han perdido el voto popular en cuatro de las últimas cinco elecciones, y a pesar de ello lograron la presidencia en dos.
((El Colegio Electoral estadounidense define que gana la elección quien logre 270 de los 538 votos electorales en los que se dividen las preferencias de los 50 estados. El número de votos que le corresponden a cada uno va en proporción a su población. Cada legislatura estatal define cómo asignarlos. En la mayoría de los casos, gana todos los votos electorales del estado quien obtenga la mayoría, aunque ésta sea por un solo voto. Un estado como Wyoming tiene 3 votos electorales, con una población de medio millón de habitantes, mientras que California tiene 55, a pesar de tener 80 veces más población. En este sistema, los estados menos poblados están sobre-representados, por lo que es posible ganar una elección logrando los 270 votos electorales y obteniendo menos votos en la elección “popular”.
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Es enteramente probable que Trump se reelija, a pesar de perder el voto popular por 3 ó 4 millones de votos. Segundo, que la elección se acabará definiendo primordialmente en tres estados: Pensilvania (20 votos electorales), Michigan (16) y Wisconsin (10). Ohio, Florida o incluso Arizona pueden resultar relevantes, en alguna combinación.
Es muy probable que, dada la importancia de esos tres estados, quien resulte elegido candidato del partido Demócrata buscará ser acompañado por un candidato a vicepresidente que provenga de éstos. Hay media docena de senadores o gobernadores, actuales o anteriores, hombres o mujeres, que serían buena opción. La gobernadora de Michigan, Gretchen Whitmer, quien dio la respuesta formal del Partido Demócrata al reciente Informe de Gobierno de Trump, parecería una elección idónea. Olvidémonos de una vez de las mancuernas Biden-Warren o todas esas opciones que tanto le gustan a quienes escriben del tema.
Esto pone a los demócratas en un dilema. Para ganar, tienen que dominar el centro del espectro ideológico del electorado. Tienen que hacer que su base tradicional salga a votar (particularmente los afroamericanos), pero necesitan también atraer a independientes y a republicanos tradicionales frustrados con Donald Trump. Si analizamos a quienes compiten por la candidatura demócrata en la primaria en curso, son pocos los que lograrían ganarle a Trump en los tres estados clave antes mencionados.
El Partido Demócrata tiene que lidiar con la oleada de izquierda que la candidatura de Bernie Sanders despertó en 2016. El otrora senador independiente de Vermont, a quienes todos veían como un político folclórico casi decorativo que no merecía mucha atención, ahora atrae el apoyo y voto de los más jóvenes. Su ascenso presenta enormes retos para el partido. En una encuesta de NBC/Wall Street Journal, sólo 12% de sus simpatizantes dijeron apoyar el capitalismo, mientras que 60% tienen una opinión positiva del socialismo. Entre quienes apoyan a otros candidatos demócratas, 90% votarían por el Partido Demócrata aunque su candidato no gane la primaria; sin embargo, solo el 52% de los simpatizantes de Sanders lo haría si él no resulta ser el candidato. De hecho, el alto número de seguidores de Sanders que votaron por Trump podría explicar la derrota de Hillary Clinton en Filadelfia, Michigan y Wisconsin en 2016. De ser el elegido, Sanders podría poner a los demócratas en una situación similar a la que Corbyn puso a los laboristas en el Reino Unido, uno enfrentando a Trump y el otro a Boris Johnson; el resultado fue que el Partido Laborista tuvo su peor derrota desde 1935 como consecuencia de posturas demasiado extremas para el electorado.
La agenda de izquierda del partido, representada por Sanders y Warren, resulta tóxica en los tres estados clave. En éstos, con una presencia sindical fuerte, propuestas como la abolición de seguros de salud privados para privilegiar “Medicare para todos” son paupérrimas. En buena medida, el éxito de esos sindicatos se basa en haberle ofrecido a sus agremiados programas de salud superiores a la media. ¿Por qué querrían sacrificarlos? Igualmente, ¿cómo convencer a los electores blancos que no fueron a la universidad, en gran medida por motivos de costo, de que, por medio de la propuesta de condonar la deuda universitaria, paguen el costo de la universidad de quien sí fue? Candidatos como Sanders o Warren arrasarían en estados como California (que siempre ganan los demócratas), pero fracasarían estrepitosamente en los estados bisagra que necesitan ganar. La retórica de Sanders a favor de Fidel Castro, Chávez y otros dictadores de izquierda sería un sueño para la campaña de Donald Trump. Pero los candidatos de centro, Biden, Buttigieg y Klobuchar tienen sus propios problemas.
Si bien Biden parece ser el candidato al que más teme Trump (y por ello le pidió ayuda al gobierno de Ucrania para encontrar con qué debilitarlo), tiene ya 77 años, que se le notan. Siempre fue un político propenso a traspiés, pero ahora se le nota menos ágil mentalmente y arrastra más las palabras al hablar. Su mayor fortaleza es que es quien más energiza a los votantes afroamericanos, al haber sido vicepresidente de Obama, y quien mejor conecta con trabajadores y clase media en los estados imprescindibles. La trágica pérdida de sus familiares cercanos genera también enorme empatía. Si logra arrasar en la primaria del estado de Texas, sabremos que cuenta con el apoyo necesario.
Buttigieg, alcalde de South Bend, Indiana, es quizás el más articulado y con mejor currículum de todos. Graduado de Harvard y Oxford (donde fue becario Rhodes), es el único candidato que vistió uniforme militar (dos veces en Afganistán). Sin embargo, es poco probable que logre el apoyo de los electores afroamericanos (particularmente de los evangélicos), pues está casado con una pareja de su mismo género. Ciertamente sorprendió el apoyo que logró en zonas rurales de Iowa, lo cual le permitió ganar la primera primaria, pero tendrá un reto mucho mayor en los estados del sur, donde el peso del voto afroamericano es mayor.
Por último, la presencia de Michael Bloomberg merece mención. Si bien considero improbable que un ex alcalde de Nueva York, billonario, judío, partidario del control de armas de fuego, pudiera ganarle a Trump en estados clave, su participación puede resultar esencial. Ya ha gastado 300 millones de dólares, predominantemente en anuncios televisivos contra el presidente, enfocándose en los graves errores que éste ha cometido en su primer mandato. Considerando que su patrimonio rebasa los 60 mil millones de dólares, puede gastar mucho más. Difícilmente ganará la nominación demócrata (para hacerlo, tendría que empezar por ganar la primaria en California), pero creo que su estrategia es debilitar a Trump tanto como le sea posible, para después poner su peso detrás del candidato de centro más viable en ese momento. Dados sus recursos casi ilimitados, puede también influir para provocar que otros candidatos se alineen con del de su predilección (a cambio de ayudarles a pagar deudas de campaña, por ejemplo). Su militancia previa en el Partido Republicano puede ayudarle a atraer a republicanos tradicionales, que no simpatizan con Trump, a la causa de un demócrata moderado.
Por último, vale la pena mencionar la campaña de Donald Trump. En 2016, contó con 19 empleados de tiempo completo y 36 millones de dólares. Ahora tendrá más de 200, y 500 millones de presupuesto, más lo que le sigan donando conforme se perciba que va en caballo de hacienda. Su campaña se centrará en encontrar cada prejuicio y cada fobia de los electores, para por ahí llegarles. Será el mayor esfuerzo de inteligencia artificial y de uso de redes sociales que jamás hayamos visto.
Donald Trump no es invencible, pero para derrotarlo los demócratas necesitan a un candidato idóneo, que corra con suerte en la campaña. No estaría de más que hubiera alguna crisis económica este año, para apoyarlo. Pero, por el contrario, si la crisis fuera geopolítica, favorecería, como suele suceder, a quien tiene la rienda en la mano.
Sea lo que sea, será un año interesante.
Es columnista en el periódico Reforma.