Ha habido muchos consejos sobre hacia dónde podíamos dirigirnos durante la pandemia de la C-19. Además de los recordatorios habituales –mantente en forma, come de manera sana y bebe menos alcohol– casi todos los periódicos importantes han publicado al menos un artículo largo sobre lo que hay leer durante el confinamiento. Las recomendaciones van desde los clásicos de los viajes imaginarios –destacaban Los viajes de Gulliver de Swift y Robinson Crusoe de Defoe– a novelas y autores modernos como La peste de Camus y el último intento de atrapar las dimensiones históricas de la muerte y la pesadumbre, The mirror and the light de Hilary Mantel.
Los Diarios y Walden de Henry David Thoreau están entre los pocos textos de no ficción de esas listas de lecturas obligatorias. Sin embargo, por no ser de ficción, las reflexiones de Thoreau se han considerado sobre todo contribuciones a una mindfulness en buena medida despolitizada: suficientes para generar unas semanas de meditación personal durante el encierro pero desprovistas de un mensaje político radical, más allá de consideraciones individualizadas. En resumen, Walden y los Diarios se han convertido en textos carentes de toda consecuencia social o política.
El aguijón crítico y provocativo ha sido extirpado. Lo que encontramos en un prestigioso periódico estadounidense es un Thoreau que se fue a los bosques sobre todo para meditar sobre el sentido de la vida después de vivir la repentina pérdida de su hermano por una sepsis unos meses antes (así es como ve Walden el corresponsal del Washington Post). Obviamente, eso pretende apelar a aquellos cuyos parientes y amigos han muerto en la pandemia.
En cambio, en un artículo más reciente sobre Thoreau que ha publicado otro periódico estadounidense, el New York Times, los lectores tienen ante sí a un misántropo que se aisló en Walden Pond sobre todo para vivir la naturaleza de forma más directa, y para distanciarse de las contaminaciones de la civilización humana. Parece que el artículo se escribió para atraer a todos los amantes de la naturaleza que se habían encerrado en casa.
Para ser justos, al menos el Times no ha olvidado las actividades políticas de Thoreau (aunque parece más una corrección posterior que una descripción competente del contexto de los firmes principios de Thoreau). El periódico cubrió el compromiso del escritor y su grupo con el “ferrocarril subterráneo”, que ayudaba a huir a esclavos fugitivos del Sur de Estados Unidos hacia Canadá; los llamamientos públicos radicales de Thoreau al servicio de la causa abolicionista; y su oposición a la guerra entre Estados Unidos y México: todos ellos asuntos que le llevarían a cuestionar la autoridad política ilegítima. Sin embargo, la forma en que esas actividades se pueden reconciliar con su tiempo en el bosque sigue siendo un misterio para el periódico: parecen haberse desarrollado casi mágicamente desde la “soledad constructiva” del escritor.
No se puede negar que Thoreau tenía un lado misántropo. Sí, buscaba la soledad, normalmente paseando por el bosque en torno a Concord o lo que quedaba de él (a los lectores se les animaba enfáticamente a comparar la etimología del término original, sauntering, en el Oxford English Dictionary; para el caso, es caminar a la vez que reflexionas, mind-sauntering podría ser otra “traducción”).
En sus expediciones en los páramos, Thoreau obviamente prefería el canto de los pájaros a la compañía humana; algo similar ocurría cuando veía venados o encontraba ratones caseros en su cabaña. Al parecer no le gustaban las carcomas porque sus esfuerzos combinados podían acarrear la destrucción de su refugio de madera, así que había obvios límites a esa idea de la naturaleza como compañía.
Pero aunque esas historias describen algunas de las actividades de Thoreau en su exilio autoimpuesto, parecen superficiales si las separamos de su agenda política. El escapismo ecológico, el recuerdo o el duelo por amigos y parientes, y los ejercicios de meditación eran necesarios, pero nunca fueron los objetivos principales del escritor, al menos no en Walden y en los Diarios. Identificarlos como “puro Thoreau” y asociarlos con comportamientos de anacoreta evita abordar los motivos políticos y sociales más profundos que impulsaban al hombre. En cambio, lo que Thoreau intentó imaginar y luego demostrar con un ejemplo era lo que constituía la formación propia y el autocontrol en una república reciente pero profundamente imperfecta.
Por decirlo en pocas palabras, en su exilio interno Thoreau reflexionaba de manera crítica sobre la relación problemática entre el individuo y la sociedad en una república cargada de defectos (en Estados Unidos, al menos, el término democracia se volvió popular mucho más tarde, por eso Thoreau emplea los términos “república y “republicano”).
Para él, el propósito de la sociedad era existir para beneficiar a todos los ciudadanos, no al revés. En otras palabras, el propósito del individuo no era servir a la sociedad como si esta última fuera algo que estuviera por encima de los miembros que la constituían o formase una entidad totalmente separada.
El defecto de la república estadounidense era que algunos de sus miembros no eran ciudadanos sino esclavos legales y/o meros residentes (Thoreau escribía antes de las enmiendas 13 y 14, que pusieron oficialmente fin a la esclavitud) y estaban excluidos de participar en la reproducción de su forma política a través del voto y de la capacidad de ganar dinero. Eso era contrario a las convicciones de Thoreau. Desde su punto de vista, él no podía ser libre mientras hubiera otra persona sometida a la esclavitud, otro al que se le impidiera ser libre.
Exigir libertad y promover la no dominación para todos era una cosa; formar una ciudadanía republicana a través del dominio y control de uno mismo era otra. Thoreau no esperaba que este cambio viniera del gobierno. Era un pensador demasiado republicano como para esperar un movimiento de esas características en ninguna administración.
Así, en el pensamiento republicano la formación del ser (o de los seres) y el cultivo del control de uno mismo es una tarea de cada ciudadano (y de aquellos que aspiran a convertirse en ciudadanos). Esa idea contrasta con mucho de lo que tiene que decir la sociología actualmente acerca de lo que mucha gente parece haber llegado a compartir: no solo somos víctimas de la sociedad.
Thoreau nos recuerda que tendemos con demasiada frecuencia a olvidar que todos y cada uno de nosotros actuamos, por limitados que sean nuestros medios y por constreñidos que parezcan verse nuestros poderes. Todos somos los ejecutantes de la sociedad. Si eso es cierto, nuestra agenda debe consistir en identificar las injusticias cuando ocurren y reaccionar ante ellas, y no ser recipientes pasivos conducidos a un coma político por una caritativa provisión del Estado u otros agentes, ni seguir llamamientos para servir a “nuestra nación” y abandonar nuestras obligaciones laborales en espacios electorales distintos.
Finalmente, pero no de forma menos importante, para Thoreau la experiencia de un exilio interior limitado en el tiempo fue una especie de depósito de compromiso político. Más de 120 años después de Thoreau, el mago de las ciencias sociales Albert O. Hirschman señaló algo parecido en su estudio Shifting Involvements: hay una conexión más profunda entre el compromiso público y el retiro privado. Los dominios de lo público y lo privado no deben verse como alternativas sino coexistentes.
No podemos estar comprometidos 24/7; necesitamos tomar aire y recargar nuestras baterías para la siguiente lucha y el siguiente compromiso privado. Una reflexión crítica pocas veces se produce cuando uno está en mitad de una lucha, suele necesitar una distancia en términos de tiempo y espacio. Lo que Thoreau hizo era exactamente eso: un experimento exitoso y por tanto recomendable en el terreno de los compromisos cambiantes.
Quizá Pascal tuviera razón al señalar que todos los problemas de la civilización se derivan de que no somos capaces de estar solos en una habitación un periodo prolongado. O pensemos en la observación de Sartre de que el infierno son los otros. Sin duda, Thoreau era una especie de Jeremías estadounidense.
Era distinto a los dos pensadores ejemplares europeos que acabo de citar; y sin embargo también era un republicano en el Nuevo Mundo que conocía lo bastante la tradición europea clásica como para defender los principios del humanismo cívico y como para hacer más sugerencias adicionales sobre cómo podría producirse o mejorarse. Al hacerlo defendía algo que iba más allá de Pascal o Sartre, es decir, que la formación del ego y la compasión hacia los demás eran contradictorias. Imagina lo que eso podría significar en los tiempos del C-19.
Publicado originalmente en Open Democracy.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Andreas Hess es profesor de sociología en University College de Dublín.