Philip Roth empieza su estremecedora novela, The Plot Against America, sobre lo que pudo haber sucedido en 1940, como todos los buenos arranques literarios que anuncian una tragedia, con una frase económica y escueta: “Entonces los republicanos nominaron a Lindbergh y todo cambió.”
Afortunadamente, en la vida real, el partido republicano escogió a Wendell L. Willkie, un político mediocre que no podría haber derrotado nunca al presidente Franklin D. Roosevelt (obtuvo apenas 82 votos electorales frente a 449 del presidente.)
En su novela, Roth sustituyó a Willkie por Charles Lindbergh, porque era un personaje literario mucho más rico y porque el piloto, admirador de los nazis, famoso, guapo y tocado por la tragedia personal, pudo realmente haber mandado a Roosevelt a su casa, si los republicanos se hubieran vuelto locos y hubieran optado por él.
El ánimo de la opinión pública era –como ahora– profundamente aislacionista. El racismo, siempre presente en la cultura política norteamericana, se había exacerbado tras décadas de martilleo de los muchos eugenistas que pedían reducir la inmigración, mantener la “supremacía de la raza blanca” y evitar un “suicidio racial”.
El racismo estadounidense había encarnado desde 1924 en leyes anti inmigrantes que autorizaban el acoso y la deportación de inmigrantes no documentados y que habían condenado a su suerte a cientos de miles, si no es que a millones de judíos perseguidos por el nazismo que habían permanecido de noche y de día frente a las puertas de los consulados estadounidenses europeos en espera de una visa que nunca llegó. Hasta 1940, ningún relato del drama que vivían los judíos europeos había logrado conmover a la opinión pública estadounidense. Como ahora, lo que la mayoría demandaba era convertir al país en una fortaleza racial cerrada a piedra y lodo.
Y luego estaba el socorrido recuento de una difícil situación económica que en Estados Unidos ha justificado siempre las más brutales medidas contra El Otro. En el siglo XIX y principios del XX, contra chinos, irlandeses, católicos, griegos, turcos, armenios, serbios, italianos y judíos, como ahora contra los mexicanos. El país, argumentaban los que justificaban esa persecución, empezaba apenas recuperarse de la Gran Depresión del 29.
El ánimo público no estaba de humor para rescatar a millones de europeos perseguidos y, mucho menos, para participar en otra guerra. Ni siquiera contra un enemigo como Hitler. (Cómo ahora tampoco está de humor para condenar a Donald Trump que ha prometido emprender una campaña inmisericorde para deportar a 11 millones de indocumentados, mayormente mexicanos, y a sus familias. Hay que tener en consideración que los estadounidenses perdieron muchos jobs con la crisis financiera del 2008.)
El candidato republicano de Roth en 1940 tenía un lema de veras efectivo –más que el mesianismo grandilocuente y hueco del probable candidato republicano de hoy–: “Vota por Lindbergh o vota por la guerra”.
El Lindbergh de a de veras, que afortunadamente nunca fue candidato del GOP, tenía también un proyecto muy original que respondía al visceral odio a los judíos que lo aquejaba: la construcción de un muro. No de piedra, como el que promete el pedestre merolico que encabeza la campaña republicana en 2016, sino uno de “raza y armas”. Su objetivo si era igual al de Trump: detener “la infiltración de razas inferiores” a Estados Unidos.
La tragedia histórica que pudo haber sucedido si Lindbergh, un racista a quién Goering condecoró en 1938 con la Cruz nazi del Aguila Alemana, ignorante y sin experiencia política hubiera llegado a la Casa Blanca, está en el libro de Philip Roth: Hitler hubiera ganado la II Guerra Mundial.
No se necesita una bola de cristal para predecir lo que podría suceder ahora que los republicanos han perdido la chaveta y pretenden elegir a Trump, otro demagogo racista, como candidato republicano.
La historia –y la literatura, que muchas veces se le adelanta– confirman que los políticos populistas con pulsiones dictatoriales cumplen puntualmente cuando llegan al poder sus promesas de campaña.
Si llegara a la Casa Blanca, Trump destruiría la democracia norteamericana, y su muro y los aranceles que pretende imponer a las exportaciones mexicanas hundirían a México en una recesión económica profunda. En una democracia el cabildeo pesa: los mexicanos no podemos optar por el silencio.
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.