Participar en la arena pública venezolana no es fácil. Los medios de comunicación independientes han sido reducidos a su mínima expresión y las redes sociales se han convertido en la vía expedita para el debate público en un país con el peor ancho de banda de internet de la región. Actividades como la docencia universitaria han devenido en apostolados sin rédito económico, en particular en el sector público; mis colegas afincados en Venezuela no viven de la docencia, sino de otros trabajos o de la ayuda de familiares en el exterior. En cuanto a artistas y escritores, su alcance se ha reducido a consecuencia de la situación del sector cultural en el país. Además, figuras importantes de la televisión y la radio, otrora líderes de opinión, no cuentan con la audiencia del pasado.
Sin embargo, ya sea por medio de artículos en medios digitales o de las redes sociales, hombres y mujeres de pensamiento siguen manifestando su parecer sobre la situación venezolana en un contexto en el que olvidarse de la política y sobrevivir es la consigna. Comparten su descontento y sus ideas sobre el futuro para sus seguidores, sin impacto en la mayoría de la población y en el fracasado liderazgo político. Incluso, algunos se dan el lujo de ser optimistas y registran mejoras en la vida colectiva: hay más gente en los centros comerciales y se ha estabilizado el abastecimiento. No nos tengan lástima, no estamos tan mal. Desde luego, no todos los intelectuales opinan así. Miguel Ángel Campos o José Rafael Herrera, residentes en Venezuela, mantienen una crítica implacable contra la tiranía madurista.
Ciertamente, el abastecimiento ha aumentado en relación con períodos como el de 2018 y 2019, pero la CEPAL, el Banco Mundial y Naciones Unidas coinciden en señalar como grave la situación de Venezuela. Se calcula nada más y nada menos que un noventa y cinco por ciento de pobreza, sin mencionar el descalabro político. Tan es así que el veinte por ciento de la población ha emigrado, lo cual sin duda ha incidido en que se perciba un mayor bienestar por la simple razón de que hay menos gente pujando por los servicios públicos, el empleo y los productos disponibles, por no hablar del ingreso por las remesas desde el exterior. No sobran razones para alabar el presente, a menos que se viva en una burbuja y se compare la situación actual con la vivida en los aciagos años pasados. Luce factible que aquí resida la razón de la renovada fe de algunos intelectuales, pero se debe ir más allá.
Puede que la clave de la conducta de nombres tan relevantes como Rafael Arráiz Lucca reside en que no son objeto de persecución y pueden seguir su trabajo con grandes limitaciones pero sin mayores sobresaltos. Si bien la tortura, el asesinato y la cárcel son una política de Estado, como indican los informes de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, las víctimas suelen formar parte de sectores como el militar, el político y el del activismo social. En Venezuela no ha existido una Ana Ajmátova o un Andrei Sajarov. La revolución evita este tipo de heroísmo pues le basta y le sobra con haberle partido el espinazo a la educación pública, dominar la comunicación y haber arruinado al sector cultural estatal.
Los intelectuales resisten y se adaptan ante un gobierno que los deja en paz. Sobreviven al colapso y siguen enseñando y escribiendo en condiciones realmente inhóspitas. Lejos de mí cuestionar a mis colegas del mundo literario y universitario por continuar sus vidas y su labor intelectual en el contexto de la tiranía madurista. Los que cuentan con una obra sólida ya le han dado al país lo suficiente como para que se les agradezca eternamente. Pienso en gente como Ana Teresa Torres, Yolanda Pantin, Gioconda Cunto de San Blas, Benjamin Sharifker, Elías Pino Iturrieta y el propio Rafael Arráiz Lucca. Igualmente, y más allá del sector propiamente intelectual, la gente que publica libros, ejerce el periodismo, hace teatro o mantiene una librería merecen el respeto más sincero.
Lo que me causa perplejidad es el optimismo que olvida la tragedia infinita que significa el triunfo de la revolución, no el que mantiene la esperanza y el coraje. Los caminos de la resistencia cultural en Venezuela enfrentan, lo que no es poco, el optimismo frívolo alimentado por la otrora abundante renta petrolera y los hábitos letales de la corrupción y el amiguismo. En un país en el que se piensa que el problema del agua potable se resuelve cavando pozos en cada edificio y el de la electricidad con plantas particulares, la sedimentación de un ethos colectivo propicio para una resistencia al estilo de la rusa, la polaca o la checa es una tarea muy cuesta arriba. Tal resistencia tendría que partir de una labor de minorías convencidas de su misión y que no se tragan el cuento chino de que un gobierno de corte totalitario les va a dar oportunidades electorales o económicas reales. Llevar a cabo esta actividad en el terreno es muy difícil. Puede ser más expedito conformarse con mínimos espacios.
Hablar desde el extranjero complica los debates, incluso para quienes salieron del país hace pocos años y compartieron directamente la desgracia revolucionaria. Si por una parte existen vasos comunicantes entre los intelectuales dentro y fuera de Venezuela, las diferencias surgen inevitablemente. Se organizan eventos, circulan textos, hay asociaciones académicas y profesionales y una declarada voluntad de estar en contacto, pero no es fácil juzgar de manera favorable la adaptación a las dinámicas dictatoriales presentada como un avance, luego de todo lo ocurrido en Venezuela. Hablar de apertura, de normalización de la vida democrática, de apuestas por elecciones, no resiste un mínimo análisis con datos en mano. Tal vez sería más honesto admitir que, así como es preferible cavar un pozo en residencias particulares a quedarse sin agua, pese a las consecuencias ecológicas de este tipo de soluciones, mantenerse activo en una burbuja es preferible a sucumbir y cruzarse de brazos. Se trata de una apuesta personal que ayuda a sostener a la gente joven y a mantener viva la posibilidad de entender, pensar y crear. Es un propósito legítimo, aunque sea de lamentar que, en algunos casos, venga acompañado de una retórica más cercana a la autoayuda que al coraje y a la ética.
Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.