Verdad y paparruchas digitales: ¿se puede prohibir la verificación de las noticias en Internet?

Lo que es inconstitucional de la propuesta de Vox es partir de una regla prohibitiva que impone una restricción desproporcionada a la libertad de los medios de comunicación y de las redes sociales.
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¿Qué es la verdad? Aquella pregunta que con un tono escéptico espetó Pilato a Jesús ha acompañado el desarrollo de la humanidad y se encuentra en la base del propio orden democrático. A la misma tuvieron que dar respuesta los primeros liberales que rompieron con un orden absoluto, sostenido por sacras verdades inmutables, para afirmar el pluralismo sin el cual no es posible la democracia: todo individuo debe ser libre en la búsqueda de la verdad y, para alcanzarla, las ideas deben poder competir sin trabas en el libre mercado. No hay verdades de Estado y, por mucho que nos repugnen sus ideas, debemos tolerar al disidente.

Es cierto que esta respuesta, válida para el orden político, no tiene por qué llevarnos a un relativismo social. Que antes como ahora tenga pleno sentido para un Pilato investido de autoridad, no quiere decir que en otros órdenes no pueda aspirarse a la búsqueda de la verdad: que en el orden filosófico o religioso se busquen las verdades morales o teológicas; que la ciencia aspire a alcanzar la verdad de las cosas; o que el periodismo pretenda dar cuenta de la verdad de los hechos sociales. Al mismo tiempo, tras los horrores que dieron lugar a la Segunda Guerra Mundial, las democracias vieron también la necesidad de afirmar una verdad que sostiene el edificio constitucional: la inviolabilidad de la igual dignidad humana.

Hoy día, en pleno siglo XXI, las sociedades democráticas, desbordadas por la nueva realidad tecnológica, vuelven a preocuparse por la idea de verdad. Son muchas las cuestiones sobre las que deberíamos reflexionar. Por ejemplo, en un mundo en el que avanzan las posibilidades biotecnológicas y el pensamiento llamado transhumanista, ¿qué implica y qué límites morales y jurídicos podemos deducir de aquella verdad de la igual dignidad humana? ¿Admitiremos niños a la carta o humanos tipo RoboCop? O, centrándonos en el tema que ahora nos ocupa principalmente, ¿es posible que los ciudadanos encuentren la verdad en una opinión pública intoxicada por noticias falsas y paparruchas –palabra que define con precisión la idea de fake news en nuestro rico castellano– y filtrada por redes sociales que responden a intereses corporativos que desconocemos?

Precisamente traigo a colación esta última pregunta al socaire de una proposición de ley orgánica que ha planteado Vox en el Congreso para la regulación parcial de la verificación de noticias falsas en redes sociales, blogs, sitios webs y medios de comunicación impresos, digitales y audiovisuales. Adelanto mi posición: la preocupación de la que parte es acertada, la respuesta sin embargo me parece inadecuada y seguramente inconstitucional. Amén de que cualquier grupo parlamentario debería mostrar un mínimo de prurito y cuidar no ya solo el fondo jurídico, sino también la redacción de sus iniciativas.

Así las cosas, esta iniciativa ha detectado un problema real que está generando tensiones. En España ha sido el propio Vox el que ha visto como Twitter censuraba temporalmente su cuenta o, con evidentes concomitancias, en los EE.UU. el presidente Trump ha dictado una orden ejecutiva para revisar el régimen de responsabilidad de las redes sociales por los contenidos que se difunden a través de las mismas como reacción a que Twitter hubiera etiquetado como información dudosa un tweet del presidente. Asimismo, en Italia los tribunales han tenido que intervenir ante el bloqueo de la cuenta de Facebook de un grupo fascista. Y varios países europeos, entre ellos Francia y Alemania, han adoptado medidas para combatir las noticias falsas en periodos electorales.

Por el momento en el debate constitucional son más las dudas que las certezas: ¿sería constitucional imponer normativamente a las redes sociales y demás medios de comunicación un deber de neutralidad cuando verifican contenidos que se difunden en las mismas y, más en general, en sus funciones de intermediación –piénsese, por ejemplo, en el bloqueo de determinados contenidos? ¿Qué papel les corresponde desempeñar a los poderes públicos en este ámbito? ¿Es compatible con la garantía constitucional de la opinión pública libre que el Estado asuma funciones de verificación para ayudar en la limpieza de internet no solo de contenidos ilícitos sino también de otros simplemente nocivos?

Ocurre que, siendo deseable abrir este debate, las respuestas que ofrece la propuesta planteada en nuestro país por Vox, igual que la dada por el presidente Trump, suponen una reacción de brocha gorda, la cual, además, puede terminar menoscabando el propio fin que se dice perseguir –la salvaguarda de la opinión pública libre. Presentan tintes antiliberales que, según he adelantado, a mi juicio resultan de dudosa constitucionalidad. Trataré de explicarlo.

La primera medida de la iniciativa planteada por Vox es prohibir que la verificación de noticias falsas en redes sociales, webs y en medios de comunicación pueda ser realizada por entidades dependientes directa o indirectamente de gobiernos o autoridades públicas o “políticamente partidistas y/o partidarias”, salvo que así se reconozca expresamente. Puede sonar bien, pero su aplicación es distorsionadora: ¿qué puede considerarse “políticamente partidaria”? ¿Los vínculos se extienden a las fuentes de financiación? ¿Es dependencia gubernamental cuando las grandes redes sociales firman un acuerdo con la Comisión Europea para retirar el discurso del odio? Pues bien, por mucho que sea positivo avanzar en determinadas obligaciones de transparencia aplicadas a redes sociales, hay que hacerlo precisando con detalle las cargas y, lo que en mi opinión resulta inconstitucional, es partir de una regla prohibitiva que impone una restricción desproporcionada a la libertad de los medios de comunicación y de las redes sociales, así como de los que promuevan los sistemas de verificación, para poder organizarse y financiarse como crean. De su independencia dependerá su prestigio, pero no se les puede prohibir la actividad.

En segundo lugar, la propuesta normativa apuesta por prohibir “toda verificación gubernativa de noticias falsas”, reservando esta labor con exclusividad a la autoridad judicial. Es cierto, no corresponde al Gobierno pasar por el cedazo de la verdad lo que se publica, sino ofrecer información oficial de los temas pertinentes, esta sí, es de esperar, veraz y neutral. Ojo, pero ni siquiera a los jueces les corresponde verificar las noticias. Cosa distinta es que, si se publica algo falso y con ello se produce un daño en otro bien jurídico, ahí sí que pueden intervenir los tribunales. Ahora bien, a priori, mentir no es ilícito, por lo que una comprensión liberal de la democracia lo que debe es confiar en el buen juicio de los propios ciudadanos y en la adecuada praxis de los medios de comunicación.

Como tampoco tiene mucho sentido prohibir la verificación de opiniones (art. 2) que, por su propia naturaleza, no son susceptibles de comprobar su veracidad. Solo se puede corroborar la verdad de los hechos, no de las ideas. Lo que sí que se puede hacer es discutir las mismas. El problema es que al prohibir su verificación, enfatizando luego la responsabilidad por violar esta normativa, se abre la puerta a que se judicialicen muchos espacios grises donde lo que se hace es refutar opiniones, basadas quizá en hechos distorsionados. Se ven así los tintes antiliberales de esta propuesta.

Los cuales, por último, afloran con especial claridad cuando en el artículo 4 se establece una exótica responsabilidad civil de redes sociales, webs y medios de comunicación. En primer lugar, porque resulta extraña una responsabilidad civil anudada a la mera contravención de la normativa y no al daño. Y, cuando hay daño, bastaría con aplicar el Código civil y la LO 1/1982. Pero, sobre todo, porque la misma erosiona la que hasta el momento ha sido la regla de oro que ha permitido la construcción de internet: que los intermediadores no sean responsables por los contenidos publicados por terceros. Una regla que quizá haya que matizar, habida cuenta de la función que hoy día están asumiendo en particular las redes sociales, pero no de la forma en que lo afronta esta propuesta normativa.

Al final, las imprecisiones de la misma y su construcción “prohibitiva” terminan por desviar el núcleo del debate. Como ha explicado el profesor Vázquez (aquí), “la censura privada en las redes, no deja de ser al mismo tiempo una censura de trascendencia pública, sobre la que se han de proyectar, por lo tanto, los principios constitucionales que regulan el discurso público”, pero sin que ello signifique reducir a la nada la autonomía de las empresas de comunicación. Porque precisamente en ese equilibrio es donde está en juego la garantía de “un debate democrático abierto y vivo”. Sin olvidar que, frente a la mentira, no hay mejor camino que una ciudadanía formada críticamente y un periodismo de calidad.

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Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.


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