Desde hace tiempo sabíamos que el narcisismo, la egolatría y las mentiras definen la personalidad de Donald Trump. También entendíamos que su visión del mundo es sui generis. Lo nuevo es la admisión de que para él y su equipo de colaboradores a los hechos hay que contraponerles “hechos alternativos”. Los hechos no son eventos comprobables sino mentiras disfrazadas.
El fin de semana pasado en la conferencia de prensa posterior a la toma de posesión, el secretario de prensa de Trump acusó a los medios de querer minimizar el tamaño de la multitud que atestiguó la juramentación de Trump. Según él, la concentración fue la mayor en la historia del país, “y punto”, enfatizó. Para no quedarse atrás, su jefe calculó la concurrencia entre un millón y un millón y medio de simpatizantes. Y cuando los reporteros cuestionaron las cifras de ambos comparando fotografías de las ceremonias de inauguración de Obama y Trump, el secretario de prensa les acusó de manipular las fotos. Un poco después, con enorme desparpajo, la vocera de Trump “aclaró” que el problema era que hay dos visiones encontradas la de los hechos y la de los “hechos alternativos”.
Dudo mucho que Trump o Kellyanne Conway hayan leído a don Ramón de Campoamor, el poeta español del siglo XIX que debe su fama a una frase: “En este mundo traidor/ nada es verdad ni mentira/ todo es según el color/ del cristal con que se mira”, pero no cabe duda que se identifican con él en lo rústico y simplón.
Hablar de “hechos alternativos” no solo es una contradicción en los términos sino una insolente defensa de la mentira, pero ese es el tenor del discurso que EUA enfrenta con esta administración. Y la pregunta para quienes no vivimos en una realidad alternativa sino en la realidad a secas es ¿debemos resignarnos a que nos mientan a placer?
¿Debemos quedarnos cruzados de brazos hoy que los temas de la agenda nacional que creíamos resueltos están seriamente amenazados? Hablo del derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, de los ciudadanos a tener un seguro de salud, de la necesidad que tiene el país del trabajo de los inmigrantes, de la igualdad de oportunidades, del decoro y la decencia en la Casa Blanca, de la mesura en el discurso presidencial, del rechazo al racismo y al discurso de odio.
¿Qué hacer frente a esta erosión de la civilidad? ¿Esperar paciente y pasivamente a que Trump y el Congreso, dominado por los republicanos, desmantelen todo lo que ha tomado años construir? ¿No habría que confrontarles antes de que empiece la devastación de programas, tratados y vidas? ¿No deberíamos aliarnos con los grupos de mujeres que recién le mostraron su repudio en una manifestación que rebasó el millón de personas en EUA y otro millón en el resto del mundo? ¿No podremos unificar a las comunidades inmigrantes con el resto de fuerzas progresistas para impedir o dificultar las redadas de la Migra a los centros donde trabajan los indocumentados, y a los domicilios de los jóvenes registrados por el DACA (Deferred Action for Childhood Arrivals)? ¿Debemos permitir que Trump y sus empleados eliminen las reglas de protección al medio ambiente vigentes en estados como California?
Para mí es evidente que la pasividad es inaceptable. Debemos confrontar a Trump cada vez que sea necesario y recordarle que casi tres millones de personas votamos por su oponente y en contra de lo que él representa. Hay que salir a las calles y ocupar las plazas, las universidades y los espacios públicos con manifestaciones de protesta pacíficas pero combativas. Quienes dicen que las manifestaciones de protesta no rinden fruto están equivocados. “Los millones de manifestantes latinos que marcharon en 2006 por toda la nación descarrilaron el proyecto de ley racista y anti-inmigrante, del congresista Jim Sensenbrenner,” me dice Antonio González, presidente del Southwest Voter Registration Education Project.
Es claro, sin embargo, que no basta con las manifestaciones de protesta. Hay que empadronar y empoderar a los ciudadanos que no votaron en la pasada elección. Hay que hacer valer la mayoría de los tres millones que votamos por Clinton y organizar al electorado para recuperar la mayoría en el Senado en la elección de 2018. No será fácil pero se trata de una elección crucial de la que dependerá la conformación de la Suprema Corte de Justicia, y la posibilidad tan real como esperpéntica de que Trump la configure a su imagen y semejanza.
Hay que prepararnos para enfrentar las políticas de Trump como lo está haciendo California que anticipando las batallas legales con la Casa Blanca ya ha contratado al ex Fiscal General de Estados Unidos, Eric Holder para encabezar el equipo que litigará en temas de inmigración, medio ambiente, cuidado de la salud y otros. La Junta de Supervisores del Condado de Los Ángeles ya ha girado instrucciones a su personal de interrumpir sistemáticamente cualquier política de Trump que vaya en contra de las leyes y las políticas del estado. Lo mismo ha sucedido en San Francisco.
Por su parte, el gobernador Brown ha propuesto al ex congresista Xavier Becerra como Fiscal General del Estado con instrucciones de contrarrestar las ordenes de deportación, combatir el registro de musulmanes y ayudar a los indocumentados a obtener licencias de conducir y asistencia legal a los inmigrantes. La legislatura estatal ha propuesto expandir el programa que beneficia económicamente a los estudiantes universitarios indocumentados.
No podemos permitir que se nos imponga una visión alternativa de los hechos. No debemos admitir que se nos gobierne con mentiras.
Escribe sobre temas políticos en varios periódicos en las Américas.