Hateful is the dark-blue sky,
Vaulted o’er the dark-blue sea.
Death is the end of life; ah, why
Should life all labour be?
“The Lotos-eaters”, Alfred Tennyson
Advertencia: este texto está repleto de spoilers.
El relato se puede consultar en el noveno libro de la Odisea, poema épico de la literatura clásica griega atribuido a Homero que narra el regreso de Ulises a Ítaca tras la Guerra de Troya. Tras nueve días de haber navegado a través de terribles tormentas, cuenta el pasaje, Ulises y sus hombres desembarcaron en una costa apacible y libre de complicaciones. Una vez que descansaron y bebieron agua de los pozos, las tropas exploraron el área. Ahí, los hombres de Ulises se encontraron con los lotófagos –o comedores de frutos de loto–, quienes los colmaron de hospitalidad y alimentos.
La seducción fue contundente. Una vez que probaron los frutos de loto, los soldados sucumbieron a un trance que los hizo ignorar misión, patria y propósito. Embriagados por el placer y la vida despreocupada, las tropas solo querían consumir más loto. El olvido se apoderó de ellos. Ulises, perturbado, arrastró por la fuerza a sus compañeros, los ató a los remos y se embarcaron de nuevo en alta mar, fuera del alcance de las tentaciones del loto.
Concebido como un enclave autocontenido y autosuficiente para brindar escape a la clase dominante del planeta, el hotel all inclusive de lujo máximo es una idea que despliega contradicciones fascinantes. La oferta siempre conecta con el paraíso: un oasis ubicado en la hermosa playa de un país emergente o una comunidad colonizada hambrienta de recursos. A contracorriente de visualizar el inmueble como un edificio vanguardista de estilo corporativo, un concepto socorrido durante la segunda mitad del siglo pasado, el diseño del hotel de cinco diamantes se amolda al paisaje invadido. El lujo, sostienen los anfitriones, no está peleado con la sustentabilidad. Todo lo contrario, dicen: las vistas deslumbrantes y el agua prístina del mar conviven en armonía con las piscinas infinity y los bares de las distintas áreas y ambientes del complejo, cuya estética tiende a ser gigantesca y temática (una pirámide, una villa, una aldea rústica, o cualquier otra cursilería que el turista asocie con la otredad de civilizaciones ancestrales y tierras inhóspitas).
La inmersión promete paz y tranquilidad; la apuesta ulterior, sin embargo, es la complacencia y el placer. La naturaleza y sus maravillas pasan a un segundo plano. Más temprano que tarde, el cliente abandona la fantasía del sosiego espiritual para entregarse de lleno al buffet gourmet y la barra libre internacional. Intoxicado por el suministro constante de alcohol, el visitante se tumbará en un camastro para extraviar la mirada en el paisaje, como un drogadicto que resbala los ojos en el papel tapiz una vez que pasa el éxtasis del levantón. La rutina es agradable, rara vez eufórica o desenfrenada, pero lo suficientemente narcótica para olvidar el mundo exterior. Los soldados de Ulises hoy consumen margaritas y mojitos en hoteles estilo Rosewood o Grand Velas, alejados de la Ítaca representada por los rascacielos y el tedio cotidiano de los suburbios.
Este es el contexto donde se desarrolla The White Lotus, serie estrenada el 12 de julio en HBO que narra las vicisitudes de un grupo de turistas y de los empleados que los atienden en un hotel paradisiaco en Hawái.
Amos
Escrita y dirigida por Mike White (creador de la minusvalorada Enlightened), The White Lotus es una historia de amos y siervos. Los huéspedes son un desfile de gente blanca privilegiada. Los primeros en llegar son la familia Mossbacher, integrada por Nicole (Connie Britton), una CEO neurótica y adicta al trabajo; Mark (Steve Zahn), su esposo, sumiso e hipocondriaco; Quinn (Fred Hechinger), el hijo adolescente retraído en los videojuegos y la masturbación compulsiva; Olivia (Sydney Sweeney), la hija universitaria cuya obsesión protagónica con la corrección política raya en el narcisismo sociópata, y Paula (Brittany O’Grady), estudiante que acompaña al clan y que funge como amiga y patiño de Olivia. Los siguientes en arribar son Shane (Jake Lacy) y Rachel (Alexandra Daddario), una pareja de recién casados que experimenta una prematura crisis matrimonial detonada por la mamitis creciente del esposo y los deseos de emancipación profesional de la esposa, quien desea continuar con su carrera como periodista. La última en bajar del barco es Tanya (Jennifer Coolidge), una millonaria adicta al masaje e inestable emocionalmente que viaja sola con el fin de esparcir las cenizas de su madre en el mar.
El staff está compuesto por Armond (Murray Bartlett), el gerente del lugar cuyo compromiso con el servicio al cliente degenera en delirio escatológico; Belinda (Natasha Rothwell) , la directora del spa que debe soportar a las visitantes más histéricas, como Tanya, quien la alquila como nana y confidente con la promesa de ayudarle a financiar un negocio propio; Kai (Kekoa Scott Kekumano), un mesero nativo que es convencido por Paula de robarles a los Mossbacher bajo el argumento de vengar el robo de las tierras hawaianas a manos de los colonizadores, y Dillon (Lukas Gage), un empleado multiusos que termina siendo amante y compañero de farra de Armond.
Estructurada en seis episodios, la serie es un largo flashback generado por la revelación de una muerte al inicio del primer capítulo, cuando Shane contempla cómo suben un ataúd desde la sala de espera del aeropuerto. Gracias a una charla que sostiene con otro par de turistas, sabemos que la persona muerta estaba hospedada en The White Lotus.
Si bien dista de ser innovador, el mecanismo le brinda una densidad ominosa a lo que de otra forma sería una mera comedia de equívocos. De manera similar a Tiempo compartido (Hoffman, 2018), cinta con la que The White Lotus comparte varios vasos comunicantes, la estética acentúa la amenaza. La fotografía de Ben Kutchins retrata la belleza hawaiana –las puestas de sol, las vistas espectaculares, las ballenas que se asoman en la playa–, pero también captura la oscuridad voyeurística que caracteriza a los hoteles de playa, donde el chisme es inevitable y buena parte del tiempo transcurre en especular lo que hacen los otros. La cámara es un huésped más que sigue con la mirada al resto de los vacacionistas para descubrir sus indiscreciones: una mochila llena de drogas, una aventura romántica con un mesero, riñas matrimoniales, etcétera. Las percusiones tribales de la música de Cristóbal Tapia de Veer anticipan el sacrificio ritual: la desgracia es inminente.
Siervos
No solo los turistas tienen algo que ocultar en el paraíso. Lani (Jolene Purdy), la nueva empleada, esconde un embarazo avanzado por temor a que la despidan por incumplir las reglas no escritas del hotel, las cuales establecen que el personal debe practicar lo que Armond denomina como “kabuki tropical”: “Aquí procuramos no divulgar cosas sobre nosotros mismos, en especial con esta clase de clientes VIP. No debemos ser específicos respecto a nuestra persona o identidad, sino intentar ser más genéricos. Es como los valores japoneses. Se trata de desaparecer detrás de nuestras máscaras de ayudantes amables e intercambiables. Es kabuki tropical. El objetivo es ofrecerles a los huéspedes una impresión de vaguedad que puede ser muy satisfactoria. Darles todo lo que quieren, aunque ni ellos mismos sepan qué quieren, quiénes somos, qué día es, dónde están o qué mierda está pasando.”
Lani desaparece al final del primer episodio. Armond, por otro lado, es el corazón de la serie. Engañosamente entregado a la filosofía del hotel, Armond experimenta una crisis nerviosa detonada por una desavenencia con Shane, quien, no sin razón, se siente estafado al recibir una suite de menor nivel a la que solicitó inicialmente. Más que una reparación en especie, Shane desea recibir la deferencia que implica ser un huésped encumbrado.
El cliente VIP no paga por la champaña, sino por la manera rastrera en que se la sirven los meseros. Esta lógica se extiende al resto de los huéspedes, quienes están definidos por la convicción absoluta de que lo merecen todo, incluso lo que no desean. Olivia, por ejemplo, intenta seducir a Kai solo hasta que se entera de que Paula se acuesta con él. “Ella es mi amiga solo si tiene más de lo que yo tengo, pero cuando tengo algo que es solo mío, lo quiere”, le confiesa Paula a Kai. Su amistad, entendemos, está definida por la explotación. Lo mismo sucede con Rachel, quien debe sacrificar toda independencia para gozar de los privilegios de ser una esposa trofeo. White no se tienta el corazón: ambas se resignan a la sumisión callada para disfrutar de los beneficios de la clase dominante a la que ambicionan pertenecer. El destino de Belinda es aún peor: una vez que Tanya entabla un affaire con un millonario en estado terminal, la promesa de financiar un spa propio deviene en una propina generosa y nada más.
La última mierda
No es sencillo ser empleado de The White Lotus. La movilidad es nula. Las rutas de escape se reducen a la emergencia médica, la cárcel o la muerte. Lo que nos regresa a Armond. Su espiral descendente no inicia con el pleito con Shane, sino que es el resultado del cúmulo de agravios que ha recibido a lo largo de los años por parte de los “niños mimados” que visitan el hotel. El hartazgo es patente en el episodio cinco (“The lotus eaters”), cuando antes de recitar el poema de Tennyson que referencia a los lotófagos de la Odisea, Armond confiesa que quiere sacarse los ojos cada vez que ve comer a los visitantes. Quizá su muerte resulta sorpresiva –era fácil imaginarlo como el protagonista recurrente de futuras temporadas, soportando las neurosis de nuevas camadas de huéspedes–, pero es congruente con el discurso e intención del programa. Sus últimos días son una hazaña punk: drogas, orgías y una creciente actitud de rebeldía que culmina con él cagándose literalmente en las maletas de los huéspedes, no sin antes fungir como el anfitrión de la cena perfecta (“It was the best seating ever!”). El conflicto con Shane es más autosabotaje que descuido o negligencia. Armond, en realidad, nunca deja de ser un gran gerente. La actuación de Bartlett es soberbia: una progresión explosiva que torna entrañable a un personaje en apariencia repulsivo y caricaturesco. En un mundo justo, debería barrer el próximo año con todos los premios.
The White Lotus cierra con una bella ironía: el huésped más alienado termina siendo el único genuinamente afectado por la belleza del lugar. Tras perder su teléfono móvil (el verdadero loto de nuestros tiempos), Quinn despierta del letargo y fraterniza con el equipo de remo local. En los últimos minutos lo vemos remando hacia el Sol, embriagado por la esperanza de perderse en el paisaje ambarino. Un sueño de loto, fugaz y evanescente.
The White Lotus está disponible en HBO Max.
Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.