Ilustración: Vèlia Bach

768.786 euros

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Clara y Marcos vivían en un piso de unos cuarenta metros cuadrados situado en un barrio periférico y ganaban, no sé, dos mil euros al mes entre los dos (creo que él era, y es, trabajador social; ella era teleoperadora), dinero que les daba para pagar el alquiler (su piso estaba encima del mío y el mío cuesta quinientos euros y lo pago buscando personas como Clara y Marcos por las calles, en el metro, en las escaleras mecánicas de los centros comerciales, en los ascensores, en los jardines cuando cae el día, a la salida de tantos sitios donde la gente entra a hacer cola y a desesperar por unos papeles, dónde no habré esperado yo, dónde no habré buscado), para pagarse la ropa jipi y un tatuaje nuevo cada año, un piercing a lo mejor (él tenía dilatadores en ambas orejas y ella una bola plateada en el centro de la lengua y supongo que también algo de metal le colgaba del ombligo, del coño), y un tatuaje en la ingle quizá; para pagarse, claro, la comida, los viajes, la gasolina del coche y un libro o unas entradas para el cine de vez en cuando, vamos, una vida como la de todo el mundo, como la de todo el mundo en este barrio, que es una vida de mierda si vamos a eso, pero una vida mejorable, esperanzada, porque siempre puede pasar algo cuando se tiene poco, y a ellos les pasó que les tocaron 768.786 euros en la lotería.

Cuando te toca la lotería, lo sabe cualquier imbécil, lo normal es callarse y echar a correr, dejar atrás todas las cosas, a todos los que conoces, comprar enseguida varios pisos y alquilar todos menos uno, el más modesto, donde te metes tú a vivir y a seguir gastando dinero con disimulo, ese millón de euros, ese medio millón de euros, los 768.786 euros que te han tocado por hacer siete cruces azules sobre un papel reticulado, 8, 13, 33, no sé qué números escribieron Clara y Marcos, ni si fue ella quién eligió los pares y él, los impares, ni si la combinación de todos ellos tenía un sentido especial para la pareja, sus fechas de nacimiento entremezcladas, el número de todos los portales donde habían vivido (llevaban veinte años juntos, desde el cole), yo qué sé, lo único cierto es que enseguida se fueron de la lengua, el sábado mismo andaban por el barrio dando la noticia en todos los bares, en todas las tiendas de chinos, en las panaderías y en el supermercado, donde me enteré yo, pues, nada más salir de allí con las manos vacías (tuve que abrirme la cazadora para que un hijoputa me dejara marchar) vi a Clara y a Marcos abrazándose a una señora de pelo violeta, gorda, con el bolso bien apretado debajo del brazo, y luego esta señora llamó a otra, que estaba sentada en un banco cercano, y como tardaba tanto en acercarse (parecía que tuviera que desenclavar su bastón del mismo cemento de la acera cada vez que lo posaba), la mujer del pelo violeta le dijo a gritos: “¡La lotería!, ¡que a los chicos les ha tocado la lotería!”, y la señora del bastón, de pronto, se volvió la velocista del barrio, y en un instante formó corrillo con los otros y preguntó que cuánto, y la cifra era compleja y memorable: 768.786 euros, y todos la repetían como si aprendérsela de carrerilla les convirtiera en seguros ganadores del siguiente sorteo, o en participantes del aguinaldo, pues hasta mis oídos llegó la cuantía del dineral, así que me decidí a seguir a Clara y Marcos por todo el barrio ese día, y con tanta ceguera de avaricia los observé que solo me di cuenta de quiénes eran por la noche, cuando volvieron a su casa y resultó que vivían encima de mí, y que tenían todo ese dinero llamándome por las goteras del techo del salón.

En el bar, el lunes, o el martes, la parroquia ya no hablaba de fútbol, sino de qué harían ellos con 768.786 euros si les cayeran de pronto del cielo, y unos comprarían coches y otros harían viajes a tomar por culo y otros lo repartirían entre sus hijos, y alguno más dijo que no era tanto dinero, porque un futbolista ganaba eso cada mes, cada día, cada minuto llegó a decir el ignorante, y yo callaba y me iba engolosinando con la pareja, pensando en mi parte, dando gracias a dios de que todo ese dinero viviera en el piso de arriba y no tuviera que irme al centro o al norte de la ciudad a buscarlo, como si el euro y medio que me ahorraba de metro fuera en realidad mi botín, y no esos miles de euros que podría conseguir de Clara y Marcos si me lo montaba bien, y entonces uno dijo que era mentira, que no les había tocado la lotería, porque si les hubiera tocado no estarían diciéndoselo a todo el mundo, ni mucho menos viviendo aún en la calle Coraceros, que era de lo peorcito del barrio, el tipo se había quitado las gafas para intervenir en la charla, y las limpiaba con los bajos de su camiseta, mostrando una gran seguridad en su propio criterio, que el camarero dio por bueno y hasta secundó con algunas historias que yo no conocía (me dedicaba a pedir una cerveza tras otra desde mi taburete en una esquina de la barra), pues resultaba que Clara y Marcos eran idealistas, así los llamó el camarero, y que como “idealistas” se pasaban el día inventado gilipolleces para entretenerse, como ese festival de teatro que organizaron en las antiguas escuelas, antes de que las demolieran del todo y pusieran ese cartel que anuncia aún hoy la construcción de un ambulatorio que nunca pasó de cuatro encofrados y un suelo de hormigón, o esa otra vez en la que se dejaron ver por el barrio con una guía de Manhattan y consiguieron que varias decenas de personas recorrieran con ellos las calles buscando el puente de Brooklyn y algunos edificios que salían en las películas de Woody Allen, pero casi nadie se tragó aquello, que no les hubiera tocado de verdad la lotería, como si el dinero fuera sagrado y las bromas de ese jaez resultaran inconcebibles, como si, de hecho, una broma u ocurrencia semejante tuviera menos perdón que cualquier otra trastada o travesura, a pesar de que Clara y Marcos no le hicieran daño a nadie inventándose que les había tocado la lotería, y entonces la discusión se apagó y alguien señaló la tele y vimos varios goles repetidos desde distintos ángulos de un partido de segunda división, y luego el comienzo de una película de invasiones alienígenas, que el camarero cambió por unos vídeos musicales llenos de tías buenas y negros que agitaban con la mano los collares de oro que les colgaban del cuello, y entonces escuché un ¡Enhorabuena! y me volví hacia la puerta del bar y allí estaban ellos, Clara y Marcos, sonrientes, exultantes, dando abrazos a gente a la que a buen seguro nunca antes habían dado la mano siquiera, yo mismo les saludé, les abrieron un hueco en la barra de metal y todos callaron como si alguien a quien le ha tocado la lotería tuviera mucho que decir sobre la experiencia, y lo cierto es que ni Clara ni Marcos tenían tanto que decir sobre eso ni sobre nada, de modo que la hora larga que estuvieron allí se fue en vaguedades de todo tipo, que de alguna manera siempre parecían guardar relación con el dinero, y en decenas de cervezas y copas servidas con diligencia por el camarero, que también era el dueño del garito, y, antes de marcharse, Marcos pidió la cuenta de todo el bar, y lo hizo con esas mismas palabras: “Quiero la cuenta de todo el bar”, y Clara se reía, y decía: “Sí, ¡la cuenta de todo el bar!”, de modo que el camarero, el dueño, que nunca en su puta vida había hecho sumas tan elevadas, le acabó diciendo que eran ochocientos euros más o menos, y algunos se rieron de ese “más o menos” y advirtieron a Marcos de que le estaba timando, que cuarenta cañas y unos gin-tonics aquí o allá, y algunos sol y sombra para los ancianitos de la mesa del fondo, no llegarían siquiera a los quinientos euros, pero Marcos, siempre animado por Clara, dijo que le daba lo mismo y que era un placer pagarnos a todos las consumiciones.

Así que los ochocientos euros dieron que hablar tanto como esos 768.786 del principio, y además yo había visto a Marcos sacar los ochocientos euros y pagarle la bebida a un montón de desgraciados, de modo que no tenía duda alguna de que había dinero para mí en esa pareja, ni de que tenía que darme prisa antes de que entraran en razón y se fueran a vivir al centro o de que alguien se me adelantara, pero no sabía cómo hacer para llevarme un buen pellizco, porque lo mío eran los bolsos y las carteras, los cajeros automáticos, conseguir cincuenta euros con suerte, doscientos con mucha suerte, y eso con estos parecía fácil, solo había que seguirlos por la noche y esperar la ocasión y sacar la navaja, y luego acercarse a un cajero y retirar la mayor cantidad posible, seiscientos euros probablemente, apenas nada frente a ese interminable 768.786, aparte de que vivir debajo de su casa me suponía un riesgo, pues aunque fuera de noche y me echara como siempre la capucha y me subiera la cremallera de la sudadera hasta la barbilla, podían llegar a reconocerme, si voy a trabajar al centro no es solo porque allí haya dinero, es también una cuestión de seguridad, lo que me llevó a pensar que si hacía algo tenía que ser algo grande y definitivo, que dejara en cero su premio de la lotería, que me permitiera largarme del barrio y no mirar atrás, que es lo que tenían que haber hecho estos dos lo primero de todo, así que me pasaba el día entero dándole vueltas al modo de hacerme con su puto dinero, pensaba tanto en él que realmente creía que era mío y que ellos lo estaban desperdiciando, cada vez que los veía les acompañaba alguien que seguramente acabaría por sacarles algún billete, de mi dinero, pero no se me ocurría nada sensato, práctico, que tuviera visos de ir a funcionar, porque el dinero estaba en el banco y yo no tenía experiencia ni probablemente cojones para conseguir que fueran hasta la sucursal y retiraran todo el dinero y me lo dieran a mí en una bolsa de deporte, así que vi pasar los días, las semanas y los meses, y la gente del barrio pareció olvidarse de que vivían puerta con puerta con dos personas que tenían setecientos mil puñeteros euros en el banco, pero yo no lo olvidaba, yo veía el símbolo del dólar en la cara de Clara y en la cara de Marcos cuando me los cruzaba por las escaleras, cosa que ahora sucedía con más frecuencia porque controlaba ya sus horarios de entrada y de salida, y hasta les acabé por decir mi nombre, que no voy a escribir aquí.

Lo que sucedió fue que me encontré a Clara una noche sola por las escaleras y le pedí dinero, pues me hacía falta para pagar el alquiler o si no me echaban, y lo que le pedía eran quinientos euros, y si lo hice así sin más ni más fue porque no había dormido en toda la noche pensando en los 768.786 euros que tenían y necesitaba que ellos supieran exactamente eso: que yo pensaba en los 768.786 euros que tenían, que solo había tiempo en mi cabeza para pensar en que dos hijos de la gran puta que vivían encima de mí en un piso de mierda de cuarenta metros cuadrados guardaban tres cuartos de millón en el banco, y que parecía que eso daba igual en este barrio, a estas alturas, a todo el mundo, como si no fuera ofensivo que alguien simulara ser de los nuestros cuando contaba con toda esa pasta a su disposición, un capital con el que, sin embargo, no hacían nada en absoluto, salvo tenerlo, exhibirlo, respaldarlo, ofenderme, y ella se puso a reír, nada más oír mi petición se echó a reír, y aunque era cierto que en realidad yo no necesitaba ese dinero, pues iba tirando con mis cosas, su risa me atravesó el pecho y a punto estuve de tumbarla de un guantazo, perdona, me dijo, sin dejar de reírse, estoy un poco, y se llevó una mano a la boca, un poco… borracha, y solo entonces me di cuenta de que venía de una larga tarde de cervezas con amigas, o de copas con compañeros de trabajo, de un cumpleaños o de una despedida de soltera, de alguna situación festiva que le exaltaba la sinceridad y el humor, pues enseguida me dijo que no tenía dinero, que ni ella ni Marcos tenían un duro, ante lo cual yo me acerqué a ella y le puse las manos sobre los hombros, lo que ayudó a que Clara se sostuviera de pie, y le pregunté por el premio de la lotería que habían ganado hace medio año, era un juego, me contestó, y se echó a reír, solo era… un juego, repitió, y yo no entendía qué clase de juego era aquel de decir que has ganado la lotería cuando no la has ganado, y apreté mis manos sobre ella y noté que estaba tan bebida que no se daba cuenta de la fuerza con la que le estaba estrujando los hombros, ¿y el dinero del bar, eh, los ochocientos euros?, a mi pregunta siguió otra ruidosa carcajada, qué estupidez, ¿eh?, dijo, y siguió riéndose, riéndose sin parar, riéndose con tanta fuerza que le di un par de empujones para que se calmara, y cuando quise darme cuenta Clara había rodado escaleras abajo, produciendo un ruido como el de los libros cuando se vuelcan todos hacia un lado en una estantería, y hasta despatarrada sobre el descansillo del piso de abajo, antes de quedarse completamente muda, parecía reírse, la pobre. ~

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(Segovia, 1975) es escritor. En 2014 publicó Alabanza (Literatura Random House)


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