¿A dónde hemos llegado?

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Hace poco, en estas mismas páginas, un respetado colega atribuía a la mala educación muchos de los males que aquejan al medio cultural. Estoy totalmente de acuerdo con él, aunque a mi entender esa mala educación no se circunscribe exclusivamente al ámbito de la escuela o la universidad, sino que puede localizarse también en los modos y maneras que presiden muchos de los gestos de la denominada sociedad culta. Me trae sin cuidado el cúmulo de saber y lecturas que haya podido atesorar un individuo si es incapaz de someter sus actos a una pauta de comportamiento ético. Para mí la cultura está íntimamente relacionada con la educación. Si una persona no sabe comportarse de un modo ajustado a la moral, me parecerá siempre maleducada.
 
Pese a este comienzo, trataré de evitar que mis palabras desemboquen en cualquier tentativa de catastrofismo; antes bien, preferiría que incurriesen en la muy saludable práctica de la ironía. La cultura escrita como nos la ha facilitado varios siglos de imprenta, le pese a quien le pese, no va a desaparecer. Un libro impreso es como una suerte de corazón de creatividad pública y, si se me apura, cívica. Lo triste, aunque siempre fue así, es que los lectores sean una minoría y nada parece, ateniéndonos a los programas de nuestras instituciones, que apunte a rectificar esa realidad. Y es evidente que no somos precisamente los editores, que tenemos colgado de modo arbitrario el marbete de elitistas, los responsables de que no se lea.
 
El editor literario es quien elige, quien debe elegir por los otros, y solemos hacerlo con total y absoluta libertad ateniéndonos exclusivamente a nuestro muy subjetivo, por supuesto, criterio de excelencia. Encima, para mayor abundancia de datos y para desespero de algunos, nos lo pasamos bien, tratamos de ser felices. La libertad resulta inquietante tanto al que la veta como al que no puede o no sabe disfrutarla. Y ello responde a que en el fondo al poder le molesta sobremanera que podamos y, lo peor, sepamos elegir. El lector para mí es también aquel que sabe elegir. Es decir, acostumbra ser una persona culta y bien educada.
 
Siempre he sostenido que editar es una de las formas posibles de hacer pedagogía. Desde antiguo la práctica pedagógica ha tendido a crear estados de perplejidad en los otros, esa suerte de sorpresa a partir de la cual se facilita la transmisión del saber. El pedagogo en el fondo siempre ha sido un seductor, pues para enseñar es muy necesario saber inducir a los otros a amar aquello que antes ha aprendido a amar uno.
 
Si profundizamos en la etimología del vocablo pedagogía encontramos, según Corominas, que pedagogo (del griego pai-paidós, “niño”, y ágó, yo conduzco) es el acompañante de niños. Y hallaremos también un matiz interesante: pedante es deformación cometida en Italia en el siglo XV con el cultismo pedagogo por identificación popular jocosa con la voz vulgar italiana preexistente pedante, que significa “soldado de a pie” o “peatón”, aludiendo al hecho de que el acompañante de niños es un peatón constante.
El editor, insisto, es una suerte de pedagogo porque suele ser alguien que al conducir a otros, niños o no, no puede sino preguntarse, emocionarse y descubrir con ellos. Porque los caminos son múltiples y porque, aun tomando una sola senda, por más que ésta se transite una y mil veces, nunca es la misma. A mi juicio ésa es una de las razones que honran nuestra profesión.
 
Acercar a los individuos a la literatura supone invitarlos a participar de las infinitas formas que la humanidad tiene de mirar, pensar, interpretar y expresar el mundo a través de la palabra. Pero en la acción de tratar de seducir a los otros, de atraerlos a la lectura, resulta crucial que nuestros cercanos no la vivan como un territorio ajeno, sino que se les brinde la oportunidad de implicarse en ella desde sus propias inquietudes y experiencias. Este logro requiere la presencia de libros físicamente alcanzables, canciones, narraciones, lecturas en voz alta desde la más tierna infancia en el seno familiar; y posteriormente atañe, en gran medida, también a la escuela, pues es desde la didáctica de la lengua y la literatura desde donde más ágilmente se posibilita esta implicación a través de actividades diversas: de biblioteca, en talleres de escritura, con dramatizaciones y otras manifestaciones expresivas. Instrumentos y manifestaciones capaces de ser asumidos por aquellos individuos libres que deseen por voluntad propia y no inducida adquirir un saber.
 
La palabra es una de las principales herramientas que nos asiste para poder ordenar nuestro mundo, nuestro pensamiento y nuestras emociones. La transmisión de la misma es esencial para el desarrollo sutil del ser humano. Se empieza a leer por el oído. La lectura no es innata al hombre, la escucha en cambio sí. Insisto: narraciones, canciones, juegos orales, lecturas compartidas en voz altaÅc son las primeras invitaciones a la lectura, pero no sólo cuando el niño aún no sabe leer, también mientras está aprendiendo e incluso cuando ya lo hace de forma autónoma. El placer de leer es un acto de gustoso contagio y va acompañado, no lo olvidemos, de ritos, ritmos, entonaciones, aromas, prosodia.
 
En el mismo orden de cosas, no debemos creer que leer es lo mismo que descodificar. Que alguien aprenda los mecanismos de la lectura y la escritura no implica que sepa leer. Desde que un individuo comienza a descodificar hasta que lee –interpretando incluso mensajes no explícitos–, hay un larguísimo recorrido en que no debe abandonarse al incipiente lector a su suerte. El proceso no concluye hasta que el acto de leer se convierte en un viaje interior, individual e íntimo. Leer es recorrer, viajar. Es un trayecto complicado y, al contrario de lo que se cree, es muy difícil que ocurra antes de la adolescencia, pero como nos diría un maestro zen: quien no tenga dificultades al comienzo las tendrá, y peores, más adelante.
 
En los inicios de ese proceso, el aprendiz, algo que ya no quiere ser nadie y palabra que en sí misma ofende a los más ignorantes, el aprendiz, decía, es un puro receptor. Aunque también es cierto que a lo largo de ese proceso el lector va incorporando el bagaje adquirido a través de la lectura, haciéndolo suyo y recreándolo en el uso cotidiano de la lengua oral y escrita. El proceso, no debería hacer falta repetirlo, lleva implícitas transformación y evolución. La elección de lo que se podría leer, compartir con los otros desde la perspectiva del editor, ha de ir sufriendo también una transformación y una evolución, tanto desde el punto de vista cuantitativo como cualitativo, bien compaginando lecturas más sencillas con otras más complejas, bien sustituyendo las primeras por las segundas, incluso entre aquellos que se creen en posesión de un saber superior.
 
A lo largo de la evolución del proceso, el lector, que partió de la pura interpretación literal, habrá de ir descubriendo otras interpretaciones más complejas. Hasta llegar a leer con mayor capacidad de abstracción, de forma más inteligente y, por tanto, más placentera. De ahí la muy alta responsabilidad que compete a los maestros y los pedagogos.
 
La educación sentimental, literaria, como toda educación que se precie, supone, pues, un proceso, y es presumible que éste se dilate ampliamente en el tiempo, pues ha de contemplarse que la facultad lectora ni es innata ni pertenece a la naturaleza humana, aunque encuentre en ésta las condiciones y medios para desarrollarse. Este desarrollo exige esfuerzo en el aprendizaje del lector, tanto más cuanto menor sea la atracción que el sujeto sienta por la lectura. Por lo que el pedagogo, el editor, debe verse abocado a dar con la manera de provocar esta atracción, de seducir, pues se trata de un medio, hoy por hoy, indispensable para adquirir cultura. A veces se intenta promover la lectura con procedimientos más o menos coercitivos en la escuela, con el grave riesgo de crear un rechazo a la letra impresa, al libro, para el resto de la vida.
 
El interés del niño –como de cualquier otra persona de cualquier edad– se despierta cuando el objeto de su atención se involucra, de alguna manera, en su persona. Cuando entra en contacto directo con sus emociones, su curiosidad, sus inquietudes o experiencia; lo cual no excluye que, además, siga habiendo un esfuerzo de aprendizaje, que será tanto más liviano cuanto mayor sea el interés despertado.
Por muchos métodos coercitivos o persuasivos que se empleen, el caballo no bebe si no tiene sed. No se trata, pues, de hacer beber a cualquier precio, sino de provocar sed. De abrir una inusitada puerta al conocimiento, al viaje, al diálogo.
 
Pero ¡cómo provocar esa suerte de sed en los tiempos que corren! Es verdad que estamos asistiendo al fracaso de lo personal. Y nada apunta a frenar en nuestros días la tendencia a la imitación de la imitación, al conformismo, a la inflexibilidad que la tendencia a lo confortable conlleva en sí misma. Síntomas todos de una época estéril que pretende verse reflejada en su opuesto y cuya contundencia en su resistencia a desaparecer, por paradójico que resulte, no es otra que la propia de una cultura que está dando sus últimos coletazos. Nos encontramos inmersos en un momento en que cualquier idea original o su expresión libre y sin prejuicio es rápidamente deformada, oscurecida y arrumbada al anonimato, transformando el drama que eso supone en esa terrible verdad de que ningún desconocido es echado de menos; de lleno, como estamos, en la confusión rampante entre calidad y cantidad. El vigor de una cultura no debe medirse nunca por el número, sino por la calidad. No se obtiene por proceso de aluvión, sino por peso específico.
 
Y la cultura a la que me estoy refiriendo es esta del resentimiento y falta de esperanza en que nos encontramos enrocados. Donde la solidaridad, la conciencia de proximidad con los otros casi se ha perdido. Ahora más que nunca, al menos así lo siento yo, se han malbaratado las maneras y muchos de los que apelan a la ética son los primeros en estar prestos a acuchillarla. Es decir, vivimos una época en que los delincuentes suelen encontrarse entre quienes más claman justicia. En fin, pienso que nuestra fe debería fortalecerse, por contrapartida, ante el incumplimiento de lo anhelado. Tenemos que aprender a tender nuevos puentes afectivos que propicien la lectura serena en los que todavía no han sido capaces de disfrutarla.
 
En mi imaginario la lectura y el viaje están íntimamente relacionados. Recuerdo cuando en la prepubertad descubrí a Rubén Darío. Fue tanta la fascinación ante dicho poeta que corrí a la enciclopedia Espasa-Calpe a consultar dónde podía estar ubicado un país denominado Nicaragua. Ese fue mi primer viaje imaginario y desde entonces no he dejado de viajar a través de los libros real y simbólicamente. Leer es recorrer. Toda lectura implica un desplazamiento, un viaje en pos de algo desconocido, de algo que está por venir o sobrevenir.
 
Vivimos momentos de confusión. Quizás siempre los hayamos vivido, es más, puede que nunca hayamos salido de ellos. Pongamos un ejemplo, y ahora recurramos a la ironía, de una de las manifestaciones del síntoma, algo que nos atañe a quienes parecemos empeñados en devastar el Amazonas editando libros en papel. Es evidente que en la actualidad arrecian las posturas interesadas, muy interesadas, en augurar el cuestionamiento del libro en su formato actual. Antes se quemaban los libros sin el menor titubeo. Como ahora eso resulta un tanto antiestético y poco peraltado, no se atreven a prenderles fuego, sino que se
limitan a tratar de borrarlos ya no de nuestras vidas, sino de las vidas de los más indefensos, los niños, las generaciones venideras. Todos estos agoreros no hacen más que perorar sobre si el libro en su tradición impresa perdurará en el futuro, lo que es lo mismo que si ahora estuviésemos especulando sobre cuál va a ser la literatura que se escribirá en el año 2713. Nadie en cambio reflexiona sobre los contenidos. Por lo que se ve, eso es lo de menos; para reflexionar a ese respecto haría falta una sensibilidad ambiente más fortalecida en la cultura y menos orientada al espectáculo. ~
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