La huelga general convocada en España para el 29 de este mes es una mala idea. Sin duda, estos son tiempos difíciles para los españoles: tenemos una cifra de paro aterradora, los funcionarios y los pensionistas han visto reducidos sus ingresos (al igual, no lo olvidemos, que muchos empresarios y trabajadores del sector privado), previsiblemente se va a retrasar la edad de jubilación y la gestión de la crisis que está haciendo el gobierno es, por decirlo educadamente, poco brillante. Pero la interrupción del trabajo durante 24 horas no mejorará en nada nuestra situación. En nada.
Sin duda, los ciudadanos tienen todo el derecho de mostrarle al gobierno su rechazo a las medidas que ha tomado en los últimos meses: no son agradables y suponen uno de los giros más bruscos de la política española desde la Transición, pero también son, a mi modo de ver, adecuadas (aunque insuficientes): en España hemos asumido una versión rara no ya del Estado del Bienestar, sino de la vida: aunque todo cambie -la demografía, el modelo productivo, la esperanza de vida- los servicios que preste el Estado deben ser inmutables. Se diría que hemos llegado a un Fin de la Historia socialdemócrata: esto es lo que hay y de aquí no se mueve nada. Bien, lo mismo se creía en los sesenta y los setenta y ya ven lo que pasó después.
También la oposición parlamentaria tiene razones sólidas para querer que se ponga de manifiesto en las calles la insatisfacción con el ejecutivo y su líder: es cierto que en el PP dicen no apoyar la huelga, pero todo lo que perjudique a Zapatero les hace una indisimulada ilusión. Y más ahora, cuando parece que el PSOE va a aprobar los presupuestos y la esperanza de la derecha de que la legislatura terminara antes de tiempo y pudiera traducir las encuestas en una victoria cómoda se posponen, al menos, un año.
Y finalmente, los sindicatos: necesitan fortalecer su imagen después de que su papel durante la crisis haya sido, por ser educado, irónico: se han dedicado a defender a los que se hallan relativamente bien, los funcionarios y los empleados industriales de mediana edad y contrato indefinido, mientras ignoraban a los más necesitados: los parados y los jóvenes con contratos basura. Además de eso, se ha reforzado la idea de que no son exactamente organizaciones civiles o de clase, sino un aparato más del Estado, de cuyo dinero viven y ante el que representan a todos los trabajadores, aunque solo alrededor de un 15 por ciento de ellos están afiliados.
Y, por encima de todo, la huelga es un derecho constitucional y es excelente que ese derecho exista, aunque habría que legislar de una vez aspectos como los servicios mínimos.
Pese a todo esto, abandonar los escritorios, las cadenas de producción, las obras, las tiendas y los restaurantes durante todo un día será inútil, o hasta perjudicial, para la mejora de nuestra maltrecha economía y nuestra viciada vida pública. Además, ni el gobierno se echará atrás en medidas ya aprobadas, ni la oposición llegará antes al gobierno ni los sindicatos recuperarán su maltrecha imagen pública. Así que mejor no perdamos el tiempo: los esfuerzos inútiles, decía Ortega, conducen a la melancolía.
– Ramón González Férriz
(Barcelona, 1977) es editor de Letras Libres España.