Adiós, Polvorilla

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Amigos me preguntan por Polvorilla sin saber que falleció hace unas semanas, otros me piden que reproduzca el adiós que le dediqué días después del maldito día en que, asesinos amorosos, le dimos muerte digna. Y aquí va el

Adiós, Polvorilla

El jueves 21 de enero de 1988 apunté en mi Desdiario: “María trajo a casa un gatito gris atigrado de unas semanas de nacido que huyendo de la persecución de enfermeros y guardianes del vecino Hospital corría aterrado por los pasillos, y el azar lo hizo entrar a refugiarse en la oficina y bajo el escritorio de María [por entonces Secretaria Ejecutiva del Proyecto del Hospital Regional Adolfo López Mateos]. Cuando los perseguidores pretendieron entrar en tromba tras el fugitivo, María se interpuso en la puerta, abrió los brazos en cruz como en un drama del cine mudo y dijo (de viva voz, no en un letrero): ¡Sobre mi cadáver lo sacarán ustedes de aquí!”

Llegado a la que en adelante sería su casa, el gatito se hizo pipí en la alfombra recién adquirida, me mostró los dientes disparando leves bufidos, me mordió los calcañares y se eclipsó en algún rincón difícil del comedor, donde permaneció invisible por muchos días. Sólo en la avanzada noche salía del escondite para alimentarse en los recipientes de leche y de kittenfood y para cagar y mear en la arena de una palangana convertida en el “cacameódromo”.

En un anochecer, cuando veíamos la televisión en la sala, dio los primeros signos de querer trato con nosotros. Los apunté en mi Desdiario: “Lunes 15 de febrero de 1988. El primer acercamiento de Edelweiss fue esta noche, a eso de las nueve, en que, sin que supiéramos cómo, se apareció frente a nosotros en medio de la sala, donde veíamos un noticiario de la televisión. Estuvo un largo rato en quietud y silencio, con el solo movimiento de girar la cabeza hacia María y luego hacia mí, yo diría que estudiándonos, y finalmente se acercó más, nos pasó el lomo por los tobillos volvió a tomar distancia, a contemplarnos alternativamente, ahora por sólo un minuto o dos, y se alejó a su misteriosa guarida. Ya nos marcó, ya somos suyos, dijo María.” Eran signos de busca de amor y reconocimiento.

El amor se lo tenía ganado desde que brotara en nuestra vida; el reconocimiento tardó unos días, pues, aun si habíamos leído el poema de Eliot sobre cómo nombrar a los gatos, fue difícil hallarle un nombre: ignorábamos su sexo y por otra parte ella (que, sí, era una ella) acaso sospechaba el prejuicio del género humano hacia las gatas embarazables y por tanto embarazosas, y procuraba que no se le viera el “asunto” bajo la cola. Así que le habíamos puesto Edelweiss, palabra alemana que suponíamos de género neutro y que significa algo así como “florecilla blanca” o “florecilla de las nieves”. Y el animalito pareció agradecer ese nombre que, reforzado por sus desplantes braveros, parecía conferirle una defensiva condición macha.

Cuando por fin se “destapó” y delató su verdadero sexo, consideramos varios nombres que no fueron fáciles de hallar porque nos negábamos a humillarla con perversiones silábicas del estilo de Michita, Yuyú, Morronguita o Doris… Queríamos un nombre que a la vez fuese familiar, gracioso, expresivo de energía, y no muy trillado. Entonces, una noche, cuando, por haber fracasado en la captura de una mariposa atarantada que había entrado y finalmente había salido por la ventana, emitió una metralla de bufidos como explosiones, le comenté a María: “Es una polvorilla”. El sobrenombre le quedó como nombre y me enorgullece haberlo hallado porque entre otras cosas lo creo infrecuente si no único en México. La gatita quedaba distinguidísima con una palabra que le iba muy bien y que el diccionario académico define de este modo: “Polvorilla. Persona de gran vivacidad, propensa al arrebato pasajero e intrascendente.”

Convivir con la Polvorilla era una forma de la felicidad. Cuando tras horas de teclear en Acerina (mi computadora Acer) me quedaba a dormir en el “estudio” para no entrar en el dormitorio interrumpiendo el sueño de María, la gata se trepaba al lecho, me mordisqueaba los pies a través de la ropa de cama, se me acurrucaba en el vientre o a un costado y se dormía ronroneando. Y esto para los dos era un éxtasis.

Además, todo hay que decirlo, no dejaba de tener manías: cuando, siguiendo el ejemplo de Flaubert, leía yo en voz alta lo que acababa de escribir, se sobresaltaba y venía a protestar porque no me reconocía el tono y sospechaba que me hubiera vuelto un impostor, o quizá que me habitara un inquietante alter ego. Y si me oía conversar con Gema Amanda, hija de nuestra sirvienta Berta, se ponía celosa, me gruñía ferozmente y me mordía los calcañares. Eran modos a veces tremendos de demostrar su amor, pero, como se diría en romances y se cantaría en boleros: qué culpa tenía ella de haber nacido apasionada.

Creíamos que llegaría a los veinte años, pero desde hace unos quince días había comenzado a ayunar, a adelgazar, a caminar tambaleante, a quejarse con una triste vocecita de saxofón de juguete y quedarse tendida y quieta y aplanada en el suelo, mirando hacia la nada. La atendió con sapiencia y ternura la doctora Laura E. Millé León que logró que se recuperase algo por unos días. Luego recomenzó su deterioro, ahora más rápido y doloroso. Anteayer casi no respiraba y tenía una mirada vacía. Tras consultar con la doctora decidimos María y yo acabar con su sufrimiento. Ni siquiera sintió en el pecho la aguja que le paralizaría el corazón.

*

Adiós, querida, inolvidable, irrepetible Polvorilla.

(Milenio Diario, domingo 18 de marzo de 2007)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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