“Adivine, equivóquese”

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¿Cuánto dura un cuento? El género que privilegia la brevedad tiene distintas formas de ser medido. Yasunari Kawabata reunió sus miniaturas narrativas en Historias de la palma de la mano. Desde el punto de vista espacial, la extensión de esos textos no podía ser más restringida. ¿Qué cabe en una mano? Pero la pregunta alude a la restricción física y también a los misterios de la quiromancia. Es mucho lo que ahí puede leerse. Nada tan reducido como las líneas de una mano; nada tan vasto como su adivinación.

Aunque los cuentos de Juan Carlos Onetti no se imponen la contención de las Historias de la palma de la mano, comparten su sentido agorero: a partir de datos mínimos, las suposiciones se multiplican; la trama tarda en ganar precisión; por momentos, el lector ignora qué historia está leyendo; al igual que el narrador, debe descartar opciones para conocer hacia dónde se mueve ese enigma que se resiste a ser aclarado.

Como en Kawabata, la duración real del texto importa mucho menos que su expansiva duración imaginaria. Los relatores enfrentan un destino inestable, borroso, lastrado por rencores y distorsiones afectivas, que sólo puede ser asumido con desconfianza. Los principales giros de la trama ocurren en la mente de los personajes; deben desechar alternativas para llegar a un desenlace que preferirían evitar, la plancha de metal donde la historia se termina y muestra un saldo doloroso, una indeseada materia inerte.

Los cuentos posponen la revelación de un misterio adverso (muchas veces anunciado en el título: “Tan triste como ella”, “El infierno tan temido”, “La cara de la desgracia”, “La novia robada”, “La muerte y la niña”). El tiempo se detiene para demorar el final y explorar su sentido. La vida se intensifica en esas pausas. Cuando no parece ocurrir otra cosa que el humo del cigarro que sube en curvas al techo, los relatores especulan con insólita agudeza.

Jaime Concha ha señalado con acierto que Onetti se aleja del monólogo interior, pero trabaja desde la conciencia. Más que recordar, sus personajes meditan sobre los mecanismos del recuerdo. Sabemos poco de su infancia o de lo que les pasó antes de llegar a esa historia, pero los vemos luchar con una asignatura pendiente, una culpa, una ilusión que viene de lejos.

Para lograr estos momentos de condensación el narrador hace que sus figuras se queden quietas y asuman una pose común que es descrita como si revelara “algo más”, un código secreto: “una mano en el crepúsculo de la ventana, abierta la otra sobre el yeso roto” (“Los niños en el bosque”), “se levantó y estuvo un rato de pie, las piernas muy separadas, sacudiendo la cabeza” (“Regreso al sur”). Los personajes no adoptan una postura arquetípica –equivalente a un lance torero o un alarde de pantomima–; podrían estar así o de otro modo; lo importante es que su quietud suspende el flujo de los acontecimientos; permite que la cerveza se entibie, las cortinas se ensucien otro poco, la mente piense en lo que hay detrás de lo que está viviendo. Una atmósfera densa donde zumban las moscas y las frases se fragmentan en una respiración asmática, cargada de comas (“estaba, era, solo”, “un asco, todo”), que prefigura la prosa de Juan José Saer.

En Onetti la fijeza de los personajes obliga a la reflexión y profundiza el relato. En cambio, las referencias al clima suelen traer un tránsito veloz. El viento sopla, cargado de arena, para que los indolentes salgan de su modorra. El paso de un episodio detenido a otro que habrá de detenerse se logra con una modificación climática: “Tal vez este periodo haya durado unos veinte días. Por aquel tiempo el verano fue alcanzado por el otoño, le permitió algunos cielos vidriados en el crepúsculo, mediodías silenciosos y rígidos, hojas planas y teñidas en las calles.” No sabemos qué pasó entre tanto, pero la sensación de avance es innegable: las hojas cayeron de los árboles y fueron lentamente atropelladas en las calles. Algo aconteció.

 

El destino indeseable

Los finales de Onetti dependen del descrédito de otras posibilidades, de una resignada cancelación. En el plano de la anécdota, el cierre adquiere el peso de lo que asombra y sin embargo resulta congruente con lo que había sucedido. En el plano del afecto, el desenlace entraña una muerte, genuina o parcial, que podría haberse evitado; de ahí la necesidad de diferirlo, de evitar la franqueza de actuar, la “sinceridad de irse”; de ahí la paradójica urgencia de frenar la trama a través de conjeturas donde se percibe “algo sosegado y recóndito, algo para siempre perdido y recluso”. Las certezas de Onetti son de ese tipo, irremediables e imprecisas.

A lo largo de los cuentos, ciertas palabras se reiteran para perfeccionar una estética de la devastación. Algunas de ellas: “sucio”, “violento”, “desgracia”, “malicioso”, “triste”, “turbio”. Otras (“limpio” o “puro”) se mencionan como lo que no pudo ser.

Un sustantivo menos cargado de emoción sirve para definir la manera en que se construyen estas historias. Onetti recurre con frecuencia a la palabra “prólogo”, no para referirse a un texto sino a una relación. Indaga los borradores de las personas, lo que son antes de asumir un sesgo más dramático y definitivo. Si la palabra “tristeza” refleja el efecto evidente de las historias, la idea de “prólogo”, menos enfática, sirve para organizarlas.

Onetti no cuenta el pasado de las personas –la desgracia remota, el juguete perdido en la niñez–; las ve como figuras provisionales, versiones indecisas de una historia que no debería concluir, prolegómenos, personajes que se entenderán mejor cuando sean pasado.

En un género determinado por la concisión, Onetti odia lo definitivo; entrega cuentos que son ante todo un antecedente, una preparación para algo que sería mejor que no sucediera. De ahí la alargada duración imaginaria de estas historias. La dañina realidad merece ser pospuesta, distorsionada, negada, hasta lograr alguna variante del autoengaño que se confunda con la entereza, la resignación, la noble aquiescencia. Algunos personajes se dirigen de modo consciente a su caída y buscan precipitarla como un contradictorio triunfo de su voluntad. Otros aceptan o incluso desean ese final, superior a la alternativa que les ofrece la vida. Otros más encuentran ahí una rara forma de la redención o la venganza. Hay enormes dosis de vitalidad en estas plurales maneras de encarar la ruina.

En “Regreso al sur”, el desenlace impone una lógica circular. El primer párrafo del relato es en rigor el último. Leído antes de conocer la trama, sugiere otra cosa, un destino criminal. Un hombre se ha prohibido ir al sur de Buenos Aires. Su historia avanza de modo vacilante, sugiriendo diversas opciones. ¿Tiene cuentas pendientes con la justicia o la mafia? ¿Qué descalabro justifica su repudio a esa zona? Su sobrino lo observa y comenta: “Era nuevamente imposible adivinar en qué sentido y con qué intención el odio y el desprecio actuaban sobre las imágenes y los seres del barrio sur.” Las causas que definen ese desmedido rencor tienen la rareza de ser comunes. Onetti no necesita de grandes delitos para justificar el oprobio. Poco a poco sabemos que el rencor del protagonista se debe al abandono de una mujer. Una motivación íntima, caprichosamente individual, contagia a una región entera. Desde la veracidad de los sentimientos, nada puede ser tan vasto, tan “geográfico”, como ese desprecio.

El autor cuenta la vida normal de un hombre que odia. En su última conversación, el rutinario protagonista habla de agricultores canadienses. Es un tipo cualquiera que sólo se singulariza por su malestar afectivo, mucho más doloroso que la enfermedad que termina matándolo. La clave del desenlace está en el misterioso primer párrafo: lo que el sobrino no comprendía (el recelo por el barrio sur) adquiere una razón. La tensa atmósfera del cuento proviene del contraste entre la desmesura de las emociones y la normalidad de quien las experimenta.

Onetti privilegia la realidad de las suposiciones. Incluso en cuentos determinados por la exterioridad (“Un sueño realizado”, “La casa en la arena”), las acciones son una forma del misterio. En “Un sueño realizado” una mujer contrata a una compañía teatral para representar una obra difícil de comprender (el productor recibe el dinero y se tranquiliza pensando que ella está loca). El final revela que su capricho consistía en morir en el escenario. La trama de “La casa en la arena” no depende de una sorpresa de ese tipo; hay que seguirla como un guión de Luis Buñuel o David Lynch, donde no hay la menor duda de lo que vemos ni tampoco una clave de lo que eso significa. Aun en su faceta de narrador objetivo, que se sirve de una distanciada tercera persona, Onetti logra que los gestos y las conductas sean variantes del enigma.

Al conocer el imprevisto final, los cuentos refuerzan su sentido. La historia que se alimenta de vacilaciones y prejuicios en verdad merecía ser replegada. No es que los narradores no sepan contar en forma directa; se abstienen de hacerlo porque eso significaría entrar en contacto con un horror repudiable. La forma tentativa del relato es su moral: la sordidez cumplida y la felicidad traicionada no deben ser vistas de golpe; hay que administrar sus efectos, asimilarlos demoradamente, ensayar la resignación y el entendimiento, suponer que algo distinto aún es posible, admitir, con un sentido de la posposición que parezca una forma de la lealtad, que no hay más salida, que esa versión tantas veces cuestionada es fatalmente única, definitiva.

La lógica de las tramas depende de psicologías que saben ser fieles a sus vicios, sus temores, sus anhelos, sus pasiones malogradas. Leídos en sentido inverso, los relatos revelan que todo podía anticiparse a partir de las señas rotas y dispersas que dejan caer los personajes, entendidos más por sus temperamentos que por sus hechos. Y, sin embargo, esas congruentes estructuras rara vez son intuidas por el lector. “Adivine, equivóquese”, dice un personaje de “El infierno tan temido”. En esta quiromancia las líneas de la mano se confunden con las huellas del tiempo y las manchas que las cosas dejan en los hombres. Por un momento, la desmesura de acertar parece posible: el lector y los personajes presienten lo que va suceder. Dueños de una inminencia, atisban el futuro: adivinan, y se equivocan.

Narrar desde la conjetura le permitió a Onetti escribir un impecable cuento político. En “Presencia” un exiliado contrata a un detective para investigar a una mujer que vive en el país que él se vio obligado a dejar. Desea saber algo de ella, así sea a través de la turbia voz de un perseguidor profesional. Para satisfacer esta curiosidad, el sabueso entrega reportes que de manera progresiva infaman a la mujer. Al protagonista le duele ese hundimiento y el detective cede a la barata filosofía de comentar que todas las mujeres son iguales. Esta historia ruin no es nada en comparación con la realidad. Al final del relato se sabe que la mujer ha desaparecido bajo la represión; el detective inventó toda la historia. Ante el desenlace real, la calumnia parece una forma de la piedad: en forma turbia concedía otra opción, un espacio anterior a la muerte, un espacio en el que ella aún tenía la libertad de envilecerse. El engaño fabulado por el detective era una desgracia preferible.

 

La estrategia subalterna

Onetti se sirve de la primera persona para narrar la proximidad de espacios estrechos (la soledad de un cuarto, la tertulia de un café, las conversaciones accidentales en el vestíbulo de un hotel). Hombres de escasa vida imaginan lo que hacen los otros.

“Tengan la prudencia de desconfiar”, dice un personaje de “Historia del caballero de la rosa y de la virgen encinta que vino de Liliput”. La frase sirve de complemento al “adivine, equivóquese”: el relator prudente descarta lo que ve. Poco después, la ecuanimidad pierde interés y la historia requiere de maledicencia para avanzar. En ese punto el narrador comenta: “Aposté a que tenía buen corazón y le predije algunas tristezas.” Los asistentes a la eterna tertulia del café local suponen que la bondad de la mujer enfrentará decepciones y asumen el tono de los intrigantes. No actúan así con el abierto fin de difamarla, sino por la desesperada urgencia de que algo suceda: “el final que habíamos estado previendo y acaso deseando, por la simple necesidad de que pasen cosas”.

Los narradores onettianos no cuentan porque sepan algo sino para averiguarlo; su materia es tan indecisa como la del escritor que busca una historia que se le resiste. Una certeza determina esta estética: los relatos no quieren ser contados. De ahí la importancia de dar con ellos.

Antes de conocerse, una historia opera como secreto; tiene la fuerza del enigma. Decirla significa violentar la energía que guarda en reposo, apagar su lumbre oculta. Si el escritor desea, al modo de Mallarmé, que el mundo se convierta en libro, el mundo tiene la pulsión opuesta: rechaza ser narrado. La literatura de Onetti pone en tensión este tema y, en forma sosegada, revela que la realidad es contraria a la narración porque las historias acaban siendo más verosímiles que ella. En el modo onettiano, nada es más real que lo escrito. En consecuencia, lo que vive con mayor fuerza en el relato no son las acciones sino la forma de decirlas. La trama no es un dato que anteceda al relato. Los narradores hablan desde la sospecha, desde un ángulo que deben corregir; ofrecen versiones fallidas, ensayan la estrategia del sobrentendido, investigan, construyen a partir de lo que repudian. El relato emerge de sucesivos descartes, insidias que podían interesar a la historia y no lo hicieron.

Uno de los rasgos más originales de Onetti es que la maledicencia de sus relatores no es un agravio sino una técnica. Muchos de ellos preferirían contar las cosas de otro modo, pero no les queda más remedio que suponer lo peor. En “Historia del caballero de la rosa…”, como en Los adioses, los forasteros que protagonizan la trama son gente agradable, simpática, apuesta, que mejora los sitios con su presencia. No hay una deliberación de perjudicarlos. Son observados con curiosidad hasta que algo se tuerce. La caída es más entristecedora cuando no ocurre por odio o venganza; cuando no pertenece al infundio, sino a la terca rutina, la “simple necesidad de que pasen cosas”.

En la novela breve El pozo, el protagonista cuenta dos veces una anécdota y fracasa en el intento de interesar a dos interlocutores muy distintos. De ese desecho, de esa prescindible materia, surge la verdadera historia. A partir de ese momento, Onetti escribe obras maestras usando como trasunto historias fallidas. Su enrarecida belleza proviene del fracaso del protagonista para contar lo mismo.

De acuerdo con Ricardo Piglia, todo cuento cuenta dos historias, una evidente y otra sumergida, que otorga significado profundo a la trama.

La primera historia avanza con la velocidad y las sorpresas de la vida; es una superficie anecdótica que despierta la curiosidad sin inquietar demasiado. La segunda historia afecta en forma secreta a los personajes; está más sugerida que contada; toca los traumas, las pulsiones, los miedos que otorgan intensidad y sentido a la anécdota. Chéjov, Hemingway y Carver perfeccionaron el procedimiento. La aparente sencillez de sus cuentos tiene una corriente oculta, una segunda historia que los llena de misterio.

También Onetti cuenta cuentos con dos historias, pero en su caso la trama que imita a la vida es más confusa y dispersa que la segunda historia, la que le otorga sentido. Chéjov parte de la vida común para sugerir que detrás de los terrones de azúcar que consigue una mujer hay un drama y un misterio. Onetti, por el contrario, parte del misterio, del significado emocional de la historia, y escatima la anécdota; muestra las conjeturas y esconde las acciones que las hacen posibles.

Chéjov sugería que, en vez de mencionar la tristeza de un personaje, el cuentista debía describir un paisaje que produjera melancolía. En su concepción del cuento, las reacciones ante los hechos son atributo de la lectura y los dilemas emocionales son algo subalterno que llega después de conocerse la historia. Onetti revierte esta condición del relato moderno: cuenta las emociones y oculta la trama que las provoca; trabaja en una zona secundaria, psicológica, derivada de los sucesos. La gracia es que no adelanta de qué sucesos se trata; lo obvio se demora en llegar. El riesgo de narrar de este modo es extremo y en cierta forma se acerca más a la poesía, que no se interesa en el fluir encadenado de los sucesos sino en detener el tiempo.

El cuentista de corte chejoviano narra lo que pasó y deja claves para que el lector averigüe por qué eso importa. Onetti procede al revés: sabemos que eso importa y debemos averiguar qué sucedió. En ocasiones esto es imposible. Un eslabón de la trama se pierde de modo irremediable. Sólo queda el efecto, la huella que una acción difusa dejó en un personaje.

“La larga historia” y “La cara de la desgracia” sirven para explicar la forma en que Onetti construye una historia con el residuo de otra. En “La larga historia”, publicada en 1944, el tema está más enunciado que dicho. El autor describe en tercera persona hechos que ninguno de los personajes comprende del todo. En un lugar de veraneo, un hombre codicia a una muchacha que anda en bicicleta. La contempla desde un hotel, ve cómo se descalza y frota sus pies en el césped. Un amigo y un camarero le dicen que esa chica se acuesta con cualquiera. Él la busca de noche entre las dunas de la playa, animado por un deseo salvaje que parece agotarse en el impulso de correr sobre la arena. No la encuentra. Al día siguiente es llamado como testigo: la adolescente ha sido asesinada, con una crueldad atroz. Él es sospechoso porque el camarero sabe que fue a buscarla. Algo inexplicable y cierto ha ocurrido. El protagonista entiende que sus sensaciones y el destino de la muchacha forman parte de una larga historia, compleja y llena de enigmas. Los policías esperan que diga algo y se limita a espetarles: “Bueno. Ya basta.” Piensa que lo van a detener pero ellos lo dejan partir, perplejos, como si les hubiera contado la historia que lo explicaba todo.

Este relato sobre el sinsentido del deseo y de la muerte encuentra acabada versión en 1960 en “La cara de la desgracia”. Ahora el tono es más próximo y depende de la primera persona. La trama silenciada en el primer cuento emerge con compleja tensión.

En “La larga historia” el protagonista sabe de un tipo que se suicida porque le va mal en las apuestas. Esa muerte lo intriga, pero no lo hace sentir responsable. En cambio, en “La cara de la desgracia” el suicida es hermano del protagonista, el vínculo se intensifica: quien ha muerto fue hijo único hasta que, a los cinco años, perdió ese privilegio con el nacimiento de quien narra el relato.

Muy pocas veces Onetti se ocupa de temas familiares. Para él, el conflicto esencial está en la pareja y, de manera secundaria, en las relaciones entre los amigos. En “La cara de la desgracia” el narrador le aconseja una estafa a su hermano y por eso se culpa de su muerte; cree que cometió el error de regalarle la desaforada ilusión del dinero y el otro no pudo con el fracaso. Aunque es cinco años menor, siempre fue el más fuerte de los dos. Carece de datos para saber que su hermano se mató por su culpa, pero cede a la vanidad de sentirse responsable. Su amigo Arturo le habla de la chica que va a las dunas. Lo hace para distraerlo, pero esta buena intención tiene consecuencias fatales. Él sigue a la muchacha y sostiene con ella raras conversaciones. La adolescente habla como si acabara de aprender el idioma y estuviese aquejada por una ronquera. Él dice cosas que ella no contesta. Tenso y roto, el diálogo es idéntico al de tantos amantes que no saben qué decirse, entran en una zona de incómoda atracción y acuden a las caricias para sustituir sus escasas palabras. Al final de esta segunda versión del relato se sabe que la mujer era sorda. El narrador, que ha buscado todo el tiempo sentirse culpable, contempla a la chica muerta como si él la hubiera ultrajado. En un último gesto de amor y compasión, que acaso los demás confundan con una torva lujuria, besa los labios donde se forman burbujas de sangre.

Desde su título, “La larga historia” alude a causas que no serán dichas. “La cara de la desgracia” agrega años después las corrosivas razones que justifican la trama. Curiosamente, esto no significa que el cuento se despeje hacia una claridad donde todo es unívoco. Tampoco en esta versión se sabe quién fue el asesino; lo decisivo es que el narrador tiene mayores motivos para asumir emocionalmente el crimen.

“La larga historia” y “La cara de la desgracia” muestran la progresión de una anécdota inquietante hacia un relato lleno de significados. Por lo general, este movimiento ocurre al interior de un mismo cuento: un personaje cuenta una historia que otro no comprende o descarta. Es el caso de “El posible Baldi”. El protagonista se encuentra con una mujer en un parque. Ella lo escucha y su acrecentada atención hace que él invente historias. Excitado por las posibilidades de fabular y ser creído, el protagonista asume destinos inverosímiles. Ella le sigue creyendo. Para ponerla a prueba, dice que fue traficante de negros en África. Ella no se decepciona con este horror. La tensión del relato deriva de un desconocimiento: la mujer no sabe que es engañada; su vulnerada incredulidad otorga dramatismo a la historia. Los embustes del narrador son sádicos de un modo caricaturesco; el dolor genuino proviene de que eso sea creído.

En “Bienvenido, Bob” el relato entero depende de lo que el narrador le atribuye a un adversario: no se narra lo que ocurrió sino lo que no pudo ocurrir. Muchos años atrás, cuando al otro hombre le decían Bob, el protagonista se quiso casar con su hermana. Con palabras desconocidas y eficaces, el hombre que hubiera podido ser su cuñado destruyó las esperanzas del narrador, mató lo que él significaba para su hermana. De manera típica, no se sabe cómo ocurrió eso. La escena decisiva se borra. Años después, los antiguos oponentes se encuentran. El arquitecto Bob, que soñaba construir rutilantes rascacielos a la orilla de un río, se ha deteriorado en Roberto, un hombre con los dedos amarilleados por el tabaco que juega por teléfono a las carreras y se emborracha con cualquier cosa. El narrador no desperdicia la oportunidad de tenerlo cerca; lo necesita para atesorar su odio y recuperar lo que pudo ser. El gesto de esa boca repelente se tuerce de un modo que le trae a la adorada mujer perdida. El hermano es la versión hundida del amor que no pudo existir. La turbia venganza del narrador consiste en medirlo en el bar donde se encuentran, en superar a diario esa mediocre supervivencia.

Si en El juguete rabioso, Arlt hace que su protagonista encuentre una hermosa forma de la traición, en “Bienvenido, Bob” el narrador cultiva amorosamente el repudio. No acaba con el desgastado Roberto: le da la bienvenida, recupera mentalmente lo que le robó, logra que a través de su absurda presencia, la hermana regrese, se instale entre ellos, sea de nuevo una causa. Cuando Bob aún era quien era, dijo que a cierta edad sólo se salvan los excepcionales. Ni él ni su adversario lo son. El narrador sólo puede rescatar una lejana disputa; en ese tiempo él perdió, pero la felicidad fue posible. Su demorado triunfo consiste en decidir la intensidad de ese fracaso: “Mi odio se conservará cálido y nuevo mientras pueda seguir viendo y escuchando a Roberto; nadie sabe de mi venganza, pero lo vivo, gozosa y enfurecida, un día y otro […] Nadie amó a mujer alguna con la fuerza con que yo amo su ruindad.”

Lo que se omite es tan decisivo como lo que se cuenta. Ignoramos lo que el hermano le dijo a Inés, la novia del protagonista, del mismo modo en que ignoramos quién fue el asesino en “La cara de la desgracia”. Los hechos importan por lo que se les puede suponer, por las atribuciones que los convierten en vasta materia adivinable.

 

La hermosa desdicha: Arlt y Onetti

También el relato “Convalecencia”, uno de los más breves y sutiles de Onetti, recuerda la moral invertida de Roberto Arlt. El protagonista busca una “alegría salvaje”, un amigo le dice que eso sólo es literatura y no queda sino adaptarse al asco: “tengo fe en la inmundicia y escarbo hasta encontrarla”.

Discípulos de Conrad y Dostoyevski, Arlt y Onetti buscan las posibilidades de redención que ofrece la caída. Ante las trampas del mundo, sus personajes aceptan la derrota para sobrellevarla como algo voluntario. Esto los dignifica y en ocasiones les depara una segunda oportunidad, el aprendizaje que llega después del abuso.

En Sexo y traición en Roberto Arlt, Oscar Masotta resume en forma brillante el impulso de salvación que puede surgir de un daño elegido: “Desde el acto gratuito que cierra El juguete rabioso hasta sus posteriores inventores de máquinas infernales, [Arlt] embarca a sus personajes en empresas imposibles, instaura un desacomodo entre lo que quieren ser y lo que pueden ser. Fascinando de absoluto a sus personajes, los hace tender hacia la certidumbre de la derrota para rechazar de plano la incertidumbre de la posibilidad de la victoria. Estos artificios nos recuerdan que esos derrotados desde el nacimiento son en verdad los forjadores de la propia derrota.” La cita se aplica sin pérdida a los seres de Onetti. La entrega apacible a las causas perdidas es una forma de demostrar que la catástrofe es secretamente deseada. Los personajes aceptan un final insalvable para sentir que fueron ellos quienes decidieron su suerte.

En 1971, como prólogo a la edición italiana de Los siete locos, Onetti escribió su “Semblanza de un genio porteño”. Ahí rinde tributo a su precursor pero aclara que sus modos de escribir son distintos. El énfasis con que se desmarca de un autor admirado podría ser visto por una insidiosa tertulia de Santa María como un deseo de ocultar una deuda mal saldada. Nada más falso. Las similitudes y las diferencias entre Arlt y Onetti son fáciles de discernir. Comparten los escenarios de mala muerte, los bajos fondos donde lo más grave ya ocurrió, el gusto por la cultura popular, el trato con la adversidad que se convierte lentamente en una derrota asumida.

Emir Rodríguez Monegal ha contado el encuentro del que fue testigo entre Borges y Onetti. La reunión ocurrió en la cafetería Helvética, hacia 1949, y refutó la neutralidad a la que apelaba el nombre del establecimiento. Borges ya era un autor de cierta eminencia y Onetti circulaba por Buenos Aires como un hombre invisible. El escritor uruguayo tenía afinidades literarias y diferencias políticas y de trato social con el grupo donde Victoria Ocampo fungía como mecenas, José Bianco como secretario de redacción y Borges como la inteligencia reticente que no tomaba las riendas pero influía en todo.

“Un sueño realizado” había sido publicado en la revista Sur, donde Onetti descubrió a su idolatrado Faulkner. Además, admiraba los cuentos de Borges y años después contribuiría a adaptar “El muerto” al cine. Sin embargo, en aquella ocasión actuó como si no tuviera nada que ver con el autor de Ficciones. De pronto le preguntó: “¿Qué le ven al coso ese, a Henry James?” Borges se sorprendió de que su colega hablara como un “compadrito italiano”. Según Rodríguez Monegal, el desencuentro también se debió a que él y Borges llegaron tarde, y mientras tanto Onetti mató la irritación y el hastío bebiendo cerveza. Lo cierto es que los escritores no se llevaron bien. Tenían como testigo a un crítico con interés por el psicoanálisis, de modo que de ahí salió una interpretación acrecentada de los hechos. Rodríguez Monegal creyó entender que Onetti se enmascaraba para actuar como otra persona, utilizando modismos semejantes a los de Arlt. Si en algo se diferenciaba con el autor de Los lanzallamas era precisamente en el lenguaje. Los hallazgos verbales de Arlt suelen surgir por precipitación y deliberado descuido, obedeciendo a una dinámica interna de la prosa. En cambio, en Onetti cada giro está bajo control. Sin embargo, de acuerdo con la versión del crítico uruguayo, ante Borges optó por la inmediatez de una lengua rota, deseoso de subrayar lo que su interlocutor ignoraba. Escribe Rodríguez Monegal: “Comprendí que de alguna manera esa noche [Onetti] había sido Roberto Arlt: ese genial y loco narrador, contemporáneo de Borges y que Borges también había ignorado.” Onetti conocía de sobra los prejuicios de Borges; tal vez por eso en aquella reunión dijo que no le interesaba Henry James, lo que era falso, y habló como Arlt, injustamente repudiado por Borges.

Es posible que Rodríguez Monegal sobreinterpretara la mascarada de Onetti. Como quiera que fuese, su versión transparenta la tensión entre dos variantes excepcionales de la literatura. Onetti hizo suyo al autor que Piglia considera fundador de la literatura argentina del siglo XX (siendo Borges quien remata la literatura argentina del siglo XIX).

Borges, que no leería a Onetti, ignoraba que en esa mesa se encontraba un autor capaz de trascender a Arlt con recursos que no eran del todo ajenos al propio Borges. La cotidianidad hechizada de Arlt sería trabajada por el autor de El astillero en otra clave, con un estilo dominado hasta el último detalle y se expresaría sobre todo a través de la conciencia, el mundo interior que interesa muy poco a un maestro de la exterioridad como Arlt.

Para Piglia, el estilo de Arlt es “criminal” en el sentido de que ocurre contra la norma: no hay nada tan fácil como corregirlo ni tan difícil como imitarlo.

Si Arlt busca un contralenguaje, hecho con las esquirlas de una explosión, Onetti construye un lenguaje único, un fuego obediente.

Arlt es un goloso visual, amante de la geometría, las sombras triangulares, las combinaciones de colores estridentes. Prefiere ver de lejos y con trazos de pulido plumón industrial, al modo de un artista pop. Onetti mira de cerca y de manera borrosa; si encuentra un objeto, está roto (“el cenicero con un pájaro de pico quebrado”). El sol no es para él un reflector escénico sino una caricia sensual que disipa una sombra. Los escenarios de Arlt existen para saltar una barda de modo acrobático o instalar un laboratorio en un garaje. Los de Onetti son espacios íntimos para preocuparse de cara a un papel tapiz desgarrado.

También la estética del fracaso los une y aparta. Ambos llevan a sus personajes a disyuntivas sin recompensa y los convencen de que decidir su ruina es una forma de evitar que alguien la decida por ellos. Sin embargo, Arlt tiene un sesgo fantasioso y anárquico que hace que sus personajes confíen en un prodigio de última hora, un designio astrológico, una rebelión posible, un pase de magia. La resignación de Onetti es más honda. Sería imposible que uno de sus personajes fuera un inventor o un criminal declarado, del mismo modo en que es raro que uno de Arlt no lo sea.

 

Delitos comunes

Aunque los seres onettianos cometen estafas, su transgresión lesiona más los afectos que los códigos de la ley.

Ajeno a todo recurso fantástico o sobrenatural, el autor de La vida breve sitúa a sus criaturas en la hiperrealidad de un cuadro de Edward Hopper. La descarnada veracidad de sus situaciones es ajena a todo artificio. Donde Cortázar o Bioy Casares colocarían un espejo para sugerir el tema del doble, Onetti coloca suposiciones de crudo realismo. Ningún escritor ha movido a sus personajes entre más pobres y reiteradas escenografías. La luz es amarilla, una sábana deja ver un colchón a rayas, un vaso ostenta el lápiz labial de una usuaria anterior, un sombrero está lloviznado. El drama ocurre entre un sofá y una mesa; no requiere de más. En “Tan triste como ella” la habitación decisiva ni siquiera amerita una descripción: “un dormitorio imaginable”, apunta el autor. El enfático maestro de la adjetivación, que califica antes del sustantivo (“la derramada luz”, “unas hundidas letras doradas”, “los revueltos ojos”), también conoce la fuerza de regatear todo adjetivo, la desolación que produce condenar un cuarto a la desnudez de lo que no merece ser descrito.

Ni siquiera en los exteriores describe escenografías vistosas. Los personajes se mueven en un parque inquietado por sombras pero a fin de cuentas común, una transitada calle ruidosa, una playa con manchas de pasto que el sol marchita. Con frecuencia aparecen apostadores, pero no vemos nunca la ráfaga veloz del hipódromo. Enemigo de cualquier efecto especial, Onetti escatima la pista de la fortuna y las camisetas de los jockeys. Sus héroes reticentes apuestan por teléfono.

En esos escenarios restringidos, todo está forzado a ser íntimo. No hay objetos ni sitios que distraigan la mirada.

Los austeros paisajes onettianos contrastan con la variedad de problemas que ahí suceden. La experiencia, el acontecer, tiene muchas maneras de ser dañino. “La vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles, ni hombres sensatos”, dice en “El posible Baldi”. Actuar ensucia, sobre todo si compromete los sentimientos. Por eso, un personaje de “La casa en la arena” busca con desesperación “una frase limpia pero que aluda al amor”. La conjunción es definitiva: nada tan espurio como lo que se siente.

El bien puede ocurrir, pero no es desinteresado. En “El álbum” un benefactor consciente de que ayudar sirve de poco tiene una actitud “bondadosamente cínica”, y en “La novia robada” la solidaridad aparece al final del relato como una benévola forma de la incomprensión: “Prefirió, muy pronto, abandonarse al amor absurdo, a una lealtad inexplicable, a una forma cualquiera de la lealtad capaz de engendrar malentendidos.” En “El obstáculo” Onetti redondea el tema: “Una paz enorme entró violentamente en su alma”; la calma y la aceptación sólo existen de modo contradictorio, en la corrosiva alianza de una paz violenta.

La impureza de vivir afecta a todos los personajes. Incluso los inmóviles, los desganados, los que actúan poco y a veces sólo lo hacen de manera vicaria, adquieren en su semblante las huellas de vicios ajenos: “Veía aparecer su cara blanca, hecha de una materia exangüe y envejecida, mucho más vieja que él, como si Walter la hubiera prestado para que otro hombre la gastara en años rellenos de miserias, de mirar sin nobleza y de estirar sonrisas falsas y vacilantes” (“Regreso al sur”). El tiempo mancha, aunque sea el tiempo de los otros.

En un entorno donde incluso la pasividad resulta comprometedora, las energías son formas de la inquietud. El protagonista de “Ki no Tsurayuki”, que está en silla de ruedas, sabe que su accidente “lo separó de los vivos, de los saludables y ansiosos”. La salud inquieta.

Onetti desconfía de la incontrolable vitalidad. No es casual que haya escrito una historia maestra sobre la fecundación como una forma de asesinato, “La muerte y la niña”. Ahí se contrasta la teología del todopoderoso dios Brausen, patriarca impositivo copiado del cristianismo, con la moral de un médico que no es ejemplar. La cópula casta, el origen de la vida virtuosa, se transforma en un crimen. Una mujer morirá al ser preñada. Díaz Grey, médico que ha traficado con morfina, es el fallido redentor que trata de impedir el asesinato. La sustancia impura de la vida hace que sólo existan las emociones revueltas. En ese horizonte, la ética significa elegir el daño menor. Díaz Grey es ajeno a la vida recta, pero acata la fracturada piedad gris de los hombres, la única asequible y, por lo tanto, poco interesante para la mayoría.

Nada sería tan simplista como suponer que la resignación de tantos personajes acaba con el desafío de decidir. Las historias serían tediosas si se encaminaran a una claudicación pactada. La fatalidad concede márgenes y en cierta forma los estimula. Los protagonistas buscan signos sensuales a los que aferrarse, con una ternura rebelde y resistente; investigan diversos modos de la aceptación y a veces se permiten el honorable fracaso de no resignarse del todo, de rescatar una última cosa limpia, aunque eso ya no afecte los hechos y sólo perdure como gesto.

El protagonista de “Historia del caballero de la rosa…” aspira a recibir una herencia de la anciana a la que él y su mujer cuidan con amoroso interés, pero no obtiene otra cosa que un perro maloliente y una cantidad irrisoria que utiliza para comprar flores y tapizar la tumba de la mujer. Ese suave segundo entierro es su venganza; el gesto transforma la carencia en derroche.

En “El infierno tan temido” un hombre recibe por correo fotos obscenas, desde distintas ciudades. Se las envía la mujer que amó. Posteriormente ella amplía el daño y manda fotos a otras personas, hasta llegar a la hija de su ex amante. ¿Hay salvación ante esos envíos envenenados? El protagonista se sabe perdido, pero dignifica la situación con algo más difícil de aceptar; no cree en el odio o la locura de la mujer; con resistente piedad, cree en su propia culpa, en lo que no pudo hacer cuando era tiempo de amarla: “comprendió que la segunda desgracia, la venganza, era esencialmente menos grave que la primera, la traición, pero mucho menos soportable”. Vengarse de una mujer traidora es situarse en un plano más justo que ella, pero también implica hacerse más daño; por eso vale la pena elegir una culpa. No son las buenas intenciones sino los malos tratos los que vuelven morales a los personajes de Onetti.

 

La atención acrecentada

La maledicencia o el recelo de los narradores rara vez depende de una coacción externa. No hay peligros, guerras, situaciones de emergencia que empujen a la traición o la insidia. La descomposición se debe al trato cotidiano de los hombres que fuman y beben cerveza.

Graham Greene escogió como epígrafe de El factor humano una frase que Conrad escribe en Victoria: “Quien establece un vínculo está perdido; el núcleo de la corrupción ha entrado en su ser.” Por sencillo que sea, el contacto con el otro compromete y vulnera. Conrad no sugiere que toda relación sea negativa; no defiende una dogmática misantropía; simplemente encuentra en el afecto una posible debilidad anímica. Quien establece un vínculo no juzga de la misma manera; la confianza y la empatía lo vuelven frágil y, en esa medida, corrompible.

Tal es la condición de los personajes de Onetti. No necesitan cometer un asesinato para recorrer las escalas del oprobio. Aunque no actúen, imaginan lo suficiente para que el mal sea la medida de los hechos. Ante las muchas disyuntivas, el amor sólo puede ser “una asombrada, leal, incomprensión” (“El infierno tan temido”).

Si la serie de televisión Los Soprano debe su atractivo a narrar las historias normales, extrañamente compartibles, de la mafia, la narrativa de Onetti pone en escena la situación opuesta: el alma delictiva de la gente común.

Los cuentos son recorridos por oficinistas, agentes viajeros, periodistas de poca monta, gente deteriorada sin que eso sea una catástrofe o una excepción. Ningún personaje de Onetti ha sido especialista en algo; todos son generalistas en derrotas. Acaso el forzudo luchador de “Jacob y el otro” y la pequeña mujer de “Historia del caballero de la rosa y de la virgen en cinta que vino de Liliput” se distingan como monstruos de feria, pero su condición excepcional es mitigada por el escenario, que los asimila a sus rutinarias bajezas.

El contraste entre la probada condición común de los personajes y el descomunal pecado que aguardan o temen crea la impar intensidad de Juan Carlos Onetti.

De acuerdo con la cronología de los Cuentos completos editados por Alfaguara, Onetti publicó relatos durante sesenta años, de 1933 a 1993. Este dilatado arco conservó una tensión y un rigor admirables. Es posible que los primeros cuentos le debieran demasiado a los devaneos de la conciencia y los últimos se simplificaran un poco, cediendo espacio a la acción vista de lejos y narrada en tercera persona. Con todo, es difícil encontrar una condensación narrativa de mayor fuerza en el idioma.

Como ha señalo Antonio Muñoz Molina, nada resulta tan simplista como tachar a Onetti de complicado. Es cierto que sus cuentos requieren de una atención especial, pero ofrecen las claves para adquirirla. Todo autor que renueva la literatura propone una nueva manera de leer. Onetti frena el paso del tiempo, esa inasible sustancia que, según su opinión, sólo puede suceder en mayúscula, y coloca con paciencia sus exactos y magros objetos. En cuanto nos instalamos en su mundo, el sonido de un cerillo resulta inquietante. La precisión de ese universo no viene de fuera, es una forma acrecentada de la vida.

Ciertas historias pueden adaptarse con facilidad a otros medios y llegar sin pérdidas a las pantallas del cine o la televisión. Las palabras que las sustentaban se volatilizan como un éter que ha dejado de ser útil. La literatura de Onetti entraña el reto de crear otro lenguaje equivalente al suyo. ¿Cómo convertir en imágenes las historias que son una sucesión especulativa, una meditación sobre lo que podría pasar y casi nunca pasa, o no de ese modo?

La realidad de Onetti sólo puede ser literaria. Una vez comprendida, tiene más contundencia que ese territorio que, de acuerdo con Nabokov, siempre debe escribirse entre comillas: la “realidad”.

Puestas en relación, las historias no proponen derroteros divergentes; integran un territorio común. No se viaja ahí: se regresa. Rutinas de Santa María: alguien pide una cerveza en el Berna, se hospeda en el Plaza, lee El Liberal, toma la barca que recorre un río quieto.

¿De qué depende la verosimilitud onettiana? Uno de los recursos predilectos de Borges consiste en suponer que su historia ya ha sido narrada e incluso refutada; su realidad no puede estar en duda, pues ya pertenece al dominio del rumor, la tradición o la leyenda. La verosimilitud del cuento se da por sentada: la historia que se lee es una continuación, una enmienda, una desviación de lo que desde hace tiempo ha sido creído.

Onetti, por el contrario, se ocupa de historias que no sirvieron, lo que alguien dijo y no importó, el relato que no fue acatado. Con esos desechos avanza, nunca de modo directo, sino proponiendo alternativas que también son abandonadas. El lector es convidado a un juego sin mucho futuro: “adivine, equivóquese”. Con esa limitada provisión, con lo que no resultó y ya fue vencido, el cuentista crea un raro portento, una forma distinta de narrar, fundada en la incertidumbre.

Las voces narrativas de Onetti carecen de otra autoridad que el recelo, la duda, una persistente desconfianza. Un personaje que tuvo impulsos poéticos comenta así uno de sus textos: “No es un poema, es la explicación de que tuve un motivo para escribir un poema y no pude hacerlo.”

Los cuentos tienen la incontestable verosimilitud de la ilusión cancelada. Nada tan cierto como la esperanza incumplida.

Una y otra vez, los personajes fracasan para narrarse; sus desaforadas emociones pueden ser sentidas pero no dichas. El cuento surge de esa imposibilidad.

El espacio en que esa gente se decepciona es necesariamente próximo, íntimo, entrañable. El sol lame la pata de una mesa, el humo sube al techo, Onetti escribe un cuento. Nada fue antes así, nada volverá a ser así. La tragedia de esos personajes es que son personas, versiones intensificadas de la vida. Díaz Grey fracasa al tratar de ver a una paciente sólo como mujer: no puede reducirla a su sensualidad o su capacidad de procrear. No es un dato físico; es un misterio intangible: una persona.

Resulta ya inconcebible desandar el camino hacia el momento en que la literatura de Onetti no sucedía. Cada uno de sus cuentos perdura como una historia que se imagina y se descarta y por eso se cree, una sustancia frágil y resistente, como la lluvia que cae sin destruir nada, arruinando un poco las cosas, para que haya tristeza y vida, y todo importe de otro modo. ~

 

 

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* Una primera versión de este ensayo fue leída como conferencia de clausura del coloquio internacional “Presencia de Juan Carlos Onetti en su centenario 1909-2009”, en El Colegio de México el día 4 de febrero del año en curso.

 

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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